Algunos hombres buenos… (Mijaíl Gorbachov y Hannah Arendt)

Naturalmente, no han faltado los Alexandr Duguines del mundo/mundial que han acusado a Mijaíl Gorbachov, ayer fallecido, de ser un agente de la CIA puesto ahí para precipitar el desmantelamiento de la URSS, pero eso se puede decir siempre, talk is cheap, en expresión de los anglosajones. Yo podría decir ahora por ejemplo que Dios conspiró con la serpiente para desalojar a la pareja originaria de su finca, o que Ringo Starr se conchabó con Linda McCartney para cargar con el mochuelo de la disolución de los Beatles a Yoko Ono. Los conspiranoicos son ese tipo de personas que han sustituido el “no se mueve ni una hoja de un árbol sin que así lo quiera la voluntad de Dios” por un “nada sucede en el ámbito internacional que no beneficie a unos señores listísimos entre los cuales nunca estarás tú”, pero en el fondo no hay mucha diferencia. Yo sí creo, en cambio, que Gorbachov (tan olvidado le teníamos ya que esta mañana algunos medios lo escribían con “v”) fue el hombre providencial, un héroe de nuestro tiempo, como en el clásico de otro Mijaíl ruso, Lérmontov, y que estuvo allí en el momento adecuado y en el lugar adecuado para procurar hacer un gran bien al mundo, aunque el empeño le saliese regular. Pero es que sólo salen bien las cosas que han sido planeadas conforme a las mejores intenciones en la ficción. Luke Skywalker se propone entrar en la Estrella de la Muerte para rescatar a la princesa Leia y no sólo lo consigue, sino que vuelve personalmente más tarde a hacerla un billón de pedazos diseminados por el espacio. En cambio, en el mundo real Gandhi consigue sin apenas derramamiento de sangre la independencia de la India y acto seguido estalla un conflicto con Pakistán que acaba con su propia vida. Por eso precisamente hay que creer en el altruismo, y en que existen algunos hombres buenos, porque como de todos modos la complejidad del mundo real va a terminar por hacer de ese oro el plomo o la plata que le salga de su bombo -esto es como la lotería- hacer, mejor que al menos valoremos la fuente de la que provinieron ciertas consecuencias, ya que estas, contra la mentalidad conspiranoica, se nos escaparán siempre. Es como lo que escribía Hannah Arendt en 1958 en su La condición humana (Paidós, pp. 253-4), haciéndose eco, yo creo, de la “paradoja de las consecuencias” de Max Weber:

Que los actos posean tan enorme capacidad de permanencia, superior a la de cualquier otro producto hecho por el hombre, podría ser materia de orgullo si fuéramos capaces de soportar su peso, el peso del carácter irreversible y no pronosticable, del que el proceso de la acción saca su propia fuerza. Los hombres siempre han sabido que esto es imposible. Tienen plena conciencia de que quien actúa nunca sabe del todo lo que hace, que siempre se hace “culpable” de las consecuencias que jamás intentó o pronosticó, que, por muy desastrosas e inesperadas que sean las consecuencias de su acto no puede deshacerlo, que el proceso que inicia nunca se consuma inequívocamente en un solo acto o acontecimiento, y que su significado jamás se revela al agente, sino a la posterior mirada del historiador que no actúa. Todo esto es razón suficiente para alejarse con desesperación de la esfera de los asuntos humanos y despreciar la capacidad del hombre para la libertad, que, al producir la trama de las relaciones humanas, parece enmarañar su producto en tal medida que el individuo más semeja la víctima y el paciente que el autor y agente de lo que ha hecho. Dicho con otras palabras, en ninguna parte, ni en la labor, sujeta a la necesidad de la vida, ni en la fabricación, dependiente del material dado, aparece el hombre menos libre que en esas actividades cuya esencia es la libertad y en esa esfera que no debe su existencia a nadie ni a nada sino al hombre.

Las “actos” de Gorbachov a fines de los años ochenta trajeron las borracheras perpetuas de Boris… bueno, de los dos Boris, así como la soberbia imperial de EEUU en Afganistán e Irak, el actual autoritarismo y militarismo de Putin o la miseria de las ex-repúblicas socialistas soviéticas tal como la expuso Ryszard Kapuscinky en El imperio. Pero su legado es, cuanto poco, algo nada pequeño ni insignificante que él mismo señaló: “A veces la gente me pregunta por qué comencé con la Perestroika. ¿Fueron las causas básicamente nacionales o extranjeras? Las razones internas fueron sin duda las principales, pero el peligro de una guerra nuclear era tan grave que no fue un factor menos significativo”.

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1 Comentarios

  1. says: Óscar S.

    Kristina Spohr en su reciente “Después del muro”:

    “Corría el 7 de diciembre de 1988. Aquella noche Manhattan era un hervidero. Miles de neoyorquinos y turistas llenaban las calles, vitoreando, saludando y levantando el pulgar detrás de las vallas policiales cuando Mijaíl Gorbachov recorrió Broadway en un convoy de cuarenta y siete vehículos. De repente, delante del Winter Garden Theater, donde programaban el musical Cats, Gorbachov ordenó que detuvieran la limusina y él y Raisa, su mujer, se apearon sonrientes y se hicieron fotos. El líder soviético fue inmortalizado debajo de un gran neón de Coca-Cola levantando triunfalmente el puño al más puro estilo Robert «Rocky» Balboa.
    Gorbachov estaba deleitándose en la adulación estadounidense. Una manzana más al sur, en mitad de Times Square, la meca del capitalismo mundial, la cartelera electrónica mostraba una hoz y un martillo rojos con el mensaje: «Bienvenido, secretario general Gorbachov». Puede que aún fuera un comunista de corazón y el líder de la superpotencia rival de Estados Unidos, pero, aquella noche, en Nueva York «Gorbi» era una superestrella presentada sobre todo como un pacificador. De hecho, durante casi toda su estancia en Manhattan, el líder soviético interactuó con famosos, multimillonarios y personalidades de la alta sociedad en lugar de codearse con el proletariado estadounidense.
    Una de las visitas previstas era a la Trump Tower. El constructor Donald Trump no veía el momento de llevar a la señora Gorbachov a las ostentosas tiendas del marmóreo patio interior de su torre. También ansiaba enseñar a los Gorbachov una suite de la planta dieciséis con una piscina, según afirmaba, «prácticamente de medidas reglamentarias en los confines de un apartamento» y, por supuesto, su opulento domicilio de diecinueve millones de dólares en la planta sesenta y ocho. Trump dijo que quería que se llevaran «una buena impresión» de Nueva York y Estados Unidos y que esperaba que les pareciera «especial». Al final, el itinerario de Gorbachov fue modificado y la Trump Tower se cayó de la lista. Sin embargo, aquella tarde, cuando un hombre parecido a Gorbachov fue visto paseando por delante de Tiffany’s y enfilando la Quinta Avenida seguido de una horda de equipos de televisión que atraían a grandes multitudes, Trump y sus guardaespaldas salieron a toda prisa de su despacho creyendo que el líder soviético había cambiado de parecer y quería ver su templo al consumismo. Cuando llegó a la acera, el magnate estrechó con entusiasmo la mano del falso Gorbachov.
    El verdadero estaba aislado dentro de la delegación soviética. Al verse descubierto, Trump aseguró a los periodistas que era consciente de la artimaña y declaró: «Miré en la parte trasera de la limusina y vi a cuatro mujeres atractivas. Sabía que su sociedad no había llegado tan lejos en cuanto a decadencia capitalista». Sin duda Mijaíl Gorbachov no compartía el ideal de decadencia de Donald Trump. No obstante, era obvio que le fascinaba la economía de mercado. El testigo Joe Peters opinaba: «[Gorbachov] aprenderá todos nuestros trucos capitalistas y se convertirá en el Donald Trumpski de la Unión Soviética».
    La expectación era palpable. Aquella misma mañana, Gorbachov había cosechado el que tal vez fuera su mayor triunfo internacional hasta la fecha. En Naciones Unidas había pronunciado un discurso verdaderamente asombroso que sería crucial para la política exterior soviética del futuro y para el rumbo de la política mundial. Su intención era ofrecer una alocución que fuera «justo lo contrario» del tristemente célebre alegato de Winston Churchill sobre el Telón de Acero en 1946.
    Durante una hora, el líder soviético dejó caer toda una serie de bombas sobre cuestiones políticas concretas. Lo más sorprendente llegó cuando declaró el fin de la lucha de clases internacional e insistió en que «utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla» ya no podía ni debía ser «un instrumento de la política exterior». Por el contrario, alentó al mundo a adoptar «la supremacía de la idea humana universal» y recalcó la importancia de la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por la ONU en 1948 y adoptada casi en la misma fecha cuarenta años antes. Aquellas habrían sido unas palabras increíbles si hubieran venido de cualquier político de Moscú, pero aún más en boca del secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). A las puertas de 1989, Gorbachov se presentó ante el mundo como un maestro de la reforma que en apariencia controlaba el curso de los acontecimientos.
    En realidad, desataría una revolución que arrasó con todo lo anterior y, a la postre, también con él”.

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