En apenas diez días hemos visto desaparecer a dos personajes centrales en la historia próxima y lejana, en la historia europea y mundial. Como Mijaíl Gorbachov e Isabel II (Londres 1926-Balmoral 2022), que pueden, fácilmente, conceptuarse como símbolos del siglo XX, aunque hayan prolongado su presencia –ya vacilante e indecisa– a los umbrales del siglo XXI. Eso fija, por otra parte, Pedro J. Ramírez en su texto de El Español: “Gorbachov que, en poco tiempo cambió todo e Isabel II que, en muchísimo tiempo, no cambió nada”. Por más que sus similitudes no se puedan encontrar con facilidad: de cuna campesina uno –rudo y esforzado en sus ideas– y de cuna aristocrática otra –callada y obsesiva en sus principios de monarquía actuante en momentos del ocaso imperial–; del proletariado soviético y del partido comunista soviético Gorbachov, a la línea dinástica de Casa de Sajonia-Coburgo-Gotha –que en 1917 pasó a ser la Casa Windsor–. Pero ello no quita para poder reconocer su legado continuo e histórico o los restos que puedan ir quedando hoy de esas decisiones. Por más que uno, desde hoy, no sea ni se sienta comunista o monárquico.
Ha habido quien ha denominado el obituario de Isabel II como La reina del siglo pop– tal vez por el retrato de Andy Warhol o por la pieza de Sex Pistols–, así lo hace Patricia Gosálvez en El País, –en la medida en que le tocó reinar y moderar la acción de gobierno– en los fabulosos sesenta londinenses y reconocer como caballeros de la Orden del Imperio, a los mismísimos Beatles. De igual manera que le toco pilotar el tránsito de la dura posguerra churchiliana, sin Winston Churchill y su sangre-sudor-y-lágrimas; asistir al impulso laborista en la construcción del Estado de bienestar, que se desarrolla en los 50 y 60 con Clement Atlee y Harold Wilson; le tocó, igualmente, presidir la transformación del Imperio Británico a la más reducida Commonwealth; pastorear el conflicto norirlandés –conflicto con ribetes del antagonismo republicanos versus monárquicos, con grumos de terrorismo actuante y de guerra religiosa–; y, finalmente, asistir a la ceremonia del Brexit de dudosa secuela política. De igual forma que a Gorbachov le tocó enterrar el fantasma de Josip Stalin –superviviente a su propia cadáver– y toda una política gerontocrática e inmovilista, a más de frentista de bloques continentales y militares. Secretario general del PCUSS y Presidente de la URSS el primero, y reina del Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda la segunda. Por más que la datación de Isabel Alejandra María Windsor, haya durado la eternidad de 70 años, frente a la escueta brevedad del primero. Setenta años que, en política y en política del siglo XX, se nos antojan una eternidad.
El carácter de símbolo de Mijaíl Gorbachov –ya lo hemos comentado en estas páginas días atrás–reside en la transformación del orden internacional que produjo su política de Estado y la apertura de un tiempo nuevo, no sólo en la Unión Soviética, sino en Europa entera, con la desaparición del telón de acero y la posterior unificación de Alemania. Isabel II, por el contrario, en un largo reinado –no exento de dificultades de orden familiar– ha tenido que contender con quince presidentes de gobierno –conservadores y laboristas–, con un país en reconstrucción y con las suturas de un Imperio que tras el orden que inaugura la segunda postguerra mundial, ve mermar su protagonismo internacional. Por ello, del viejo prestigio imperial quebrantado tras la independencia de la India y el abandono de Palestina en 1948 –lo cuenta a la perfección Enric González en Como perder un imperio sin perder la compostura–, se inicia el proceso de amputaciones territoriales y la organización de la inefable Commonwealth. Para desembocar en esa rara figura de “17 reinos reunidos en una sola persona”. Y esa mutación publica –y no sé, si privada– es expuesta por Ignacio Peyró con su habitual sagacidad (Isabel II: un adiós del siglo XX): “Los chelines y guineas son historia, el expreso venció al té, hay más papistas que anglicanos y el sistema imperial de medidas apenas sobrevive gracias a la lealtad sagrada a la pinta de cerveza. De un extremo a otro de la vida de Isabel II, no hay casi nada que no haya cambiado en el Reino Unido: si su padre ejercía su dominio sobre ‘un continente, cien penínsulas, dos mil ríos y diez mil islas’, ella ya no llegó a tiempo de ser Emperatriz de la India y su hijo es muy posible que solo vaya a reinar sobre unos pocos caprichos geográficos y paraísos fiscales”. Incluso el cierre del retrato con la afirmación plural y polivalente: “Isabel II ha sido, ante los suyos, la princesa que colaboró en el esfuerzo bélico, la joven reina de cuento de hadas, la madre que mandaba instalar en el despacho la cuna de sus hijos y la abuela venerable en la que los británicos han podido ‘ver la realeza’”. Todo ello no exento del inequívoco aroma a pasado y a dinastía Windsor, que representaba a la perfección su sempiterno bolso Launer –diseño del emigrado checo Sam Launer, y su línea de objetos de lujo en la sede de Warlingham Road– y su estilismo apacible –entre edulcorado y almibarado–, a tono con sus tocados, pamelas y sombreros en un número interminable y de colores no menos interminables. “Isabel II representaba hasta hoy ese mundo antiguo, donde las muchachas aprendían francés y piano y equitación hasta su puesta de largo: en su último acto público, tuvo algo de justicia poética que recibiera a la que ya fue su tercera jefa de gobierno, Liz Truss”, prosigue Peyró. Por más que Isabel –Lilibeth, en privado– se aviniera más y mejor con traje de faena rústica-campesina –barbour verde, botas de aguas, manoplas de lana y pañuelo tweed a la cabeza–, como si de una aristócrata rural del mundo de Thomas Hardy se tratara. A caballo y con sus perros de raza corgi. Esa es la visión compleja de Rafa de Miguel en El País: “Y la suya fue una combinación perfecta de tradicionalismo, invisibilidad, liturgia, modernidad en pequeños sorbos y una delicada neutralidad constitucional que logró el respeto de los 15 primeros ministros, conservadores y laboristas, que gobernaron en su nombre” Como si todos los secretos los llevara ocultos en su sempiterno bolso Launer. Hasta el último momento. Hasta sus notas escritas en cuadernos.