No se sabe que preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o perder la tierra.
Ortega y Gasset, “Notas de andar y ver”
La segunda propuesta viajera, y de vuelo literario, de Miguel Cortés Arrese (MCA), que realiza este año bajo la estela de Paisajes del románico en tierras de Castilla tiene la particularidad –por citar, sólo una de ellas y sin olvidar otras más que irán saliendo más delante– de verificar su peregrinación artística y memoriosa –“Un paisaje sin memoria es solo geología”, viene a decir Ortega y Gasset– por las rutas del Románico popular –al que tanto tiempo ha dedicado MCA desde su trabajo profesoral y desde sus inclinaciones al estudio de ese episodio estilístico y constructivo de hondo significado–, y su trashumancia escritora por múltiples fuentes y referencias que pueblan el bosque de su escritura con especies diversas: desde los clásicos del 98, Unamuno, Azorín y Machado, a los especialistas de las zonas atisbadas, sorianas, burgalesas o alcarreñas, Pérez Carmona, Huerta y Laina Serrano– siguiendo la estela del destierro del Mio Cid. Un destierro y un viaje cidesco que ya diera pie a Unamuno a anotar en su pieza ‘Por las tierras del Cid’, publicado en El Sol, en septiembre de 1931, y luego en forma de libro en Paisajes del alma. “Unos días a restregarme el alma en la desnudez ascética de la vieja Castilla reconquistadora. La del Cid. Guadalajara, Atienza, Berlanga, Burgo de Osma, San Esteban de Gormaz, Soria, Numancia, Almazán, Medinaceli, Cifuentes, Brihuega nombres que resuenan en este romance castellano, cuyo primer vagido literario, sonó en ellas, en esa Extremadura, o sea frontera con los moros”. Tierras del Cid y de Rodrigo Díaz de Vivar, que inicia el camino de Valencia desde su Vivar natal y lo realiza en un raro viaje marginal –se mueve en márgenes de cuencas fluviales, Duero y Tajo y en límites de reinos castellanos y aragoneses–, con una mesnada surtida de partidarios, como Álvar Fáñez y Pedro Ansúrez, que van jalonando esa ruta cidesca o cidiana, con diversas paradas, episodios, conquistas, afrentas y estancias en Burgos, Soria y Guadalajara. Esa estructura de fronteras fluviales y ejes naturales había sido leída ya por Nieto Taberné, Esther Alegre y Miguel Ángel Embid, en su obra sobre El románico en Guadalajara (1991), vinculada por demás a las Tres marcas hispanas de la península –la zaragozana, la toledana y la emeritense– que de hecho “estaban todas ellas orientadas y unidas a través de los ríos Tajo y Ebro y la antigua calzada romana”. También llamada como “circunstancias de reconquista y de frontera y ligadas a movimientos repobladores de los nuevos territorios”. La red fluvial hispana, pues, como ámbito de dominio territorial, como fronteras de reinos y posesiones, y como fuente de comunicaciones. De hecho, según los mismo autores, “En los albores del siglo X se produjo la repoblación de los campos góticos, iniciándose un importante intercambio cultural entre la España cristiana, la asturiana y la mozárabe”. Y esa ruta de escape y conquista cidiana, más allá de la dimensión política que supone la unificación de los reinos de León y Castilla, la posterior Jura de Santa Gadea, el posterior destierro, fijado por Alfonso VI, y la fractura familiar –al dejar a su esposa e hijas bajo el amparo del abad Sancho del monasterio de San Pedro de Cardeña–, inicia una campaña militar acompañado de sus fieles en tierras no cristianas. Primero conquista Castejón y luego Alcocer y, por último, derrota en la batalla de Tévar al conde don Remont.
Estela viajera la de MCA –que bebe y se nutre de la experiencia acumulada de Ortega y Gasset en sus Notas de andar y ver, con la notable parada en la Sigüenza ‘oliveña y rosa’ en dos momentos temporales, en 1910 y 1913–. Estela viajera de estos Paisajes del románico que puede ser leída como un rastro viajero y analítico por el llamado ‘Románico popular’ que habría sido una suerte de Estilo internacional anticipado y avant-la-lettre, en la Europa medieval de reconquista y repoblación, que produce un trasvase de experiencias formales y gremiales de los tracistas, canteros y alarifes, utilizando la elementalidad documental de las transmisiones viajeras, como cuenta MCA en diversos pasajes del texto. Pasajes y anotaciones que hacen ver la difusión del modelo tipológico exitoso, de San Esteban de Gormaz, al incorporar una galería longitudinal porticada, junto a uno de los lados de la nave principal de la iglesia; para configurar un espacio exterior alternativo al religioso, para uso del concejo, de la asamblea vecinal o para solventar un almacén temporal. Y esa difusión de modelos ensayados en Gormaz con éxito, compone lo que Taberné, Alegre y Embid, definen como la ‘Invariante románica’, en su texto sobre El románico en Cuenca (1994). Fijando que la tal invariante “Es un tema de gran trascendencia artística… [al verificar] un análisis de la permanencia en el tiempo de este románico que, popularizado y reducido a un total esquematismo funcional y simbólico, se perpetúa como invariante en las arquitecturas que le suceden”.
Estilo visual y práctica constructiva, pues, del Románico popular –bien diverso de la plenitud teológica y técnica de la arquitectura Gótica– que se difunde por rutas peregrinas compostelanas o romanas, o por vías camineras de carácter estratégico y defensivo. Preferencia del románico por encima del gótico, que apunta Ortega y Gasset, y que señala la preferencia del filósofo por la esencialidad constructiva románica y el esquematismo formal ante la construcción aérea y muy técnica del gótico. Por ello, manifiesta Ortega su incomodidad frente a “ese misticismo, esa suplantación de este mundo por otro me pone en sospechas”. Y enlaza la posición orteguiana con la mantenida por Panofsky en Arquitectura gótica y pensamiento escolástico (1951), al estudiar las relaciones entre el arte gótico clásico y el pensamiento complejo de la escolástica medieval: ambos responden –según Panofsky– al mismo “hábito mental” muy elaborado, es decir, responden a unas ideas rectoras de la cultura que impregnan todas sus manifestaciones. Por más que también en el desarrollo de aquellos valores de la constructiva románica, acontezcan en paralelo a la aparición de cierta literatura castellana, acontezcan en paralelo a la composición del Cantar del Mío Cid, en palabras de Ortega y Gasset, “compuesto en precisos ritmos de pasos de andar”.
Si la dimensión literaria del Románico Popular va a ir de la mano fundacional del Cantar del Mío Cid, la otra indagatoria viajera reciente de MCA tendrá lugar con otro episodio literario central, como fuera El Quijote en su anterior trabajo, Azorín y La Mancha (Nausicaa, 2022), aunque ahora la captura del universo de Cervantes la realice a través del texto de Azorín dando cuenta del viaje sostenido con motivo del tercer centenario de la publicación de El Quijote, en 1905, La ruta de don Quijote, publicado en crónicas en El Imparcial entre el 4 y 25 de marzo de 1905. Una constatación de tiempo y espacio, que se repite como un raro eco en los casos, entre otros, de Agostini y Gallego –Itinerarios y parajes cervantinos, 1936–, de García Pavón –La Mancha que vio Cervantes, 1954–, de Víctor de la Serna – Por tierras de La Mancha, 1959– y de Cees Nooteboom –Tras la huellas de don Quijote. Un viaje por los caminos de La Mancha, 1993–. Por demás el carácter de ‘itinerario literario’ lo había plasmado Manuel Criado del Val en su trabajo Teoría de Castilla La Nueva (1969). Aunque por razones de oposición de las dos Castillas –la cidesca y la quijotesca, que aventaron diferente modos literarios contrapuestos: literatura de guerra y conquista de la Castilla del Norte, frente a la literatura de Pícaros, Celestinas y Quijanos de la Castilla del Sur–, Criado del Val no abriera el curso de la ruta del Mío Cid a las cañadas sureñas, por más que algunos pasajes desplegados tuvieran esa posibilidad natural, como ocurre con las notas sobre El Tajo y la despoblación medieval o el referido a Los caminos medievales. Probablemente el vínculo entre los escritores del 98 y el Cantar del Mío Cid sólo pueda visualizarse con exactitud, con el trabajo de 1997, de Andrés Trapiello, Los nietos del Cid. La nueva Edad de Oro de la literatura española (1898-1914).
La otra dimensión que me gustaría señalar es, finalmente, la relación que se establece entre la ruta cidesca y el románico castellano, y parte de la España vacía, sobre todo las zonas sorianas y alcarreñas aquejadas del mal de la emigración temprana y de la posterior despoblación, con el consiguiente abandono patrimonial de muchos de esos elementos, que en el pasado compusieron un jalón de relieve constructivo relevante como fueron los Paisajes del románico. Soria vacía o Guadalajara vacía, no son realidades que hayan surgido aparatosamente en 2016, sino que cuentan con un pasado visible de abandono y despoblación, de ruina y despojamiento, que se hace patente ya a principios del siglo XX, como recogen algunas miradas fijas de ‘los nietos del Cid’. Miradas congeladas de algunos de los miembros de la generación del 98 sobre una España en punto de abandono y en hora de una lenta extinción. Con la popularización del trabajo de Sergio del Molino, La España vacía. Viaje por un país que nunca fue y en 2017, y con la pieza añadida de Paco Cerdá Los últimos: Voces de la Laponia Española se completaba, más que se inauguraba, el círculo de un abandono lejano e inmemorial, que posibilitaba el dicho de Ganar el cielo, para perder la tierra.