Quisimos tanto a Glenda

Pienso ahora desde cuando conozco a Glenda Jackson, cuantas películas he visto suyas, por qué no se me ha olvidado su nombre cuando tantos nombres se me olvidan cada día y tengo que perseguirlos como a gatos locos por los bosques o las montañas del olvido. Y no recuerdo siquiera si he visto “Mujeres enamoradas” o  un  “Un toque de distinción” sus dos Oscar a la mejor actriz en 1970 y 1973 y solo me viene a la cabeza que en aquellos tiempos universitarios era considerada una talentosa actriz de izquierdas y sobre todo que Julio Cortázar le dedicó un cuento que dio el título a un libro de relatos que se publicó en España en 1980.

Releo ahora Queremos tanto a Glenda después de tantos años y, de inmediato, retorno a ese mundo de Cortázar del año que casi viví en “Rayuela”, fascinado por esos mundos escondidos que también existen en la cotidianidad del mundo real  y que, de pronto, emergen cuando comenzamos a mirar con otros ojos ciertos objetos cotidianos o algunas coincidencias que nos comienzan a parecer mágicas. O cuando en una música o en los ojos de algunos extraños, sospechamos algunos presagios o algunas leves esperanzas de otra vida posible. Una sensibilidad siempre precedida de las palabras, de que un escritor como Cortázar descubra previamente unas claves para pasear un parque  o de mirar de otra forma a la gente que nos rodea en el metro. Lo que ya ocurre en el comienzo de este relato que comienza a progresar rápidamente y no se sospecha el final hasta que se percibe netamente la metáfora que puede ampliarse a nuestras propias vidas…

“Queremos tanto a Glenda” Julio Cortazar, 1980

“En aquel entonces era difícil saberlo. Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado. Realmente era difícil saber, por encima de la publicidad, de las colas interminables, de los carteles y las críticas, que éramos tantos los que queríamos a Glenda.

Llevó tres o cuatro años y sería aventurado afirmar que el núcleo se formó a partir de Irazusta o de Diana Rivero, ellos mismos ignoraban cómo en algún momento, en las copas con los amigos después del cine, se dijeron o se callaron cosas que bruscamente habrían de crear la alianza, lo que después todos llamamos el núcleo y los más jóvenes el club. De club no tenía nada, simplemente queríamos a Glenda Garson y eso bastaba para recortarnos de los que solamente la admiraban. Al igual que ellos también nosotros admirábamos a Glenda y además a Anouk, a Marilina, a Annie, a Silvana y por qué no a Marcello, a Yves, a Vittorio y a Dirk, pero solamente nosotros queríamos tanto a Glenda, y el núcleo se definió por eso y desde eso, era algo que sólo nosotros sabíamos y confiábamos a aquellos que a lo largo de las charlas habían ido mostrando poco a poco que también querían a Glenda.

A partir de Diana o Irazusta el núcleo se fue dilatando lentamente: el año de El fuego de la nieve debíamos ser apenas seis o siete, cuando estrenaron El uso de la elegancia el núcleo se amplió y sentimos que crecía casi insoportablemente y que estábamos amenazados de imitación snob o de sentimentalismo estacional. Los primeros, Irazusta y Diana y dos o tres más, decidimos cerrar filas, no admitir sin pruebas, sin el examen disimulado por los whiskys y los alardes de erudición (tan de Buenos Aires, tan de Londres y de México esos exámenes de medianoche). A la hora del estreno de Los frágiles retornos nos fue preciso admitir, melancólicamente triunfantes, que éramos muchos los que queríamos a Glenda. Los reencuentros en los cines, las miradas a la salida, ese aire como perdido de las mujeres y el dolido silencio de los hombres nos mostraban mejor que una insignia o un santo y seña. Mecánicas no investigables nos llevaron a un mismo café del centro, las mesas aisladas empezaron a acercarse, hubo la grácil costumbre de pedir el mismo cóctel para dejar de lado toda escaramuza inútil y mirarnos por fin en los ojos, allí donde todavía alentaba la última imagen de Glenda en la última escena de la última película.

Veinte, acaso treinta, nunca supimos cuántos llegamos a ser porque a veces Glenda duraba meses en una sala o estaba al mismo tiempo en dos o cuatro, y hubo además ese momento excepcional en que apareció en escena para representar a la joven asesina de Los delirantes y su éxito rompió los diques y creó entusiasmos momentáneos que jamás aceptamos. Ya para entonces nos conocíamos, muchos nos visitábamos para hablar de Glenda. Desde un principio Irazusta parecía ejercer un mandato tácito que nunca había reclamado, y Diana Rivero jugaba su lento ajedrez de confirmaciones y rechazos que nos aseguraba una autenticidad total sin riesgos de infiltrados o de tilingos. Lo que había empezado como asociación libre alcanzaba ahora una estructura de clan, y a las livianas interrogaciones del principio se sucedían las preguntas concretas, la secuencia del tropezón en El uso de la elegancia, la réplica final de El fuego de la nieve, la segunda escena erótica de Los frágiles retornos.”

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