En la vieja Facultad de Filosofía de San Sebastián apareció un día una pintada que llamó mi atención: «λóγος fascista». Yo estaba en mis primeros años de carrera, lo que quizá disculpe que no pillara a la primera la referencia y en cierto sentido el chiste. Ya por entonces me sonaban logocentrismo o logomaquia, pero vincular el logos al fascismo parecía harina de otro costal. ¿De dónde se habrían sacado tal relación? La palabra logos estaba, además, escrita en griego, así que debía de haber sido un alumno: pedantuelo y provocador, pero alumno, pues creo que a los profesores les iba ya más por aquella época acabar con el chacolí (buenísimo, por cierto) de la cantina. Durante un tiempo especulé con el origen y hasta llegué a mencionarlo en aquel librito que escribí junto a Jon Baltza; a saber: El descrédito de los quilates (cf. Irún, Iralka, 1999, p. 23), pero sin extenderme. El caso es que aquella pintada no hacía más que jugar con uno de los sentidos que el verbo legein (decir) tenía en griego: reunir (que, por cierto, en euskera se dice bildu, lo que no sé si tiene que ver con nuestro asunto). Esa conexión procedía casi con total seguridad de alguna declaración de Heidegger, muy dado a esas cosas. Para lo de fascista había que darse cuenta de que deriva de fascio, que significa haz en italiano, que a su vez remite al fasces romano (un haz de varillas que aquí se convirtió en flechas). Pues nada, eso del decir debía constituir un reunir, lo cual tiene mucho sentido, pues las palabras con significado son como aglomerantes, si no fuera porque habría que añadir que el decir une, efectivamente, pero también desune eso mismo que ha reunido, es decir, que no todo es diccionario (como aquellos de la editorial VOX con que estudiábamos latín o griego). En fin, asunto terminado si no fuera porque poco después se llegó por la facultad Agustín García Calvo a dar una conferencia. Alguien le preguntó (yo diría que fue Rafael Fernández de Maruri, que se había acercado desde Deusto) hasta qué punto la razón (logos) tiene dueño y si los discursos en general no son sino acreditaciones de esas relaciones de poder (creo que todavía no estaba tan de moda lo performativo, que ahora cualquiera aduce, y no se llegó a mencionar). García Calvo rechazó lo primero y optó por la impotencia como estrategia política para lo segundo, cuestión que me costó mucho tiempo comprender.
Si traigo a colación todos estos recuerdos es porque veo cómo a todas horas se está venga que reclamar uniones y sumas, reuniones y potencias, para conseguir determinados objetivos políticos (básicamente, justicia social, a lo Taparelli, un neoescolástico de tomo y lomo, ni siquiera un hegeliano de derechas). De hecho, es algo que recorre todo el espectro político, pero lo característico y hasta sintomático es que eso llamado izquierda suele lamentarse solemne y ritualmente de su incapacidad para sumar (que más bien debería haber sido multiplicar, pero obviemos la torpeza) y reunirse, para poder más uniéndose. A mi juicio, tal incapacidad debe ser bienvenida y de hecho debería caerse en la cuenta de que no puede ser de otra manera, es decir, que eso de la izquierda consiste precisamente en desconfiar de toda unión particular porque no puede dar cuenta de aquello que dice representar o dirigir u orientar. Y como no puede hacerlo es muy natural que las diferentes facciones protesten y se tiren los trastos a la cabeza (una plancha, por ejemplo, que relaja mucho, sobre todo si te dan con ella), pero no porque unos tengan razón y otros no (que a eso no llego), sino porque tienen razones distintas, es decir, que confunden tener razones con tener razón, un poco como el Oscuro decía que siguen los más sus creencias particulares antes que lo de común hay en su razonar. Ahora bien, dirán algunos: ¿cómo no lamentarse de que eso de la izquierda no puede reunirse sino de mala gana? ¿Acaso no se perdió así la Guerra de España (que no Guerra Civil, que es como la llamaban y llaman los demócratas, sin darse cuenta de que la democracia es como la salud, un valor intranscendente, es decir que no mueve a la acción aun cuando se diga a menudo todo lo contrario)? Tal vez, pero una cosa está clara. Si hubiéramos ganado, aquel momento no nos serviría ahora de nada y Agamenón tan contento, pero a los porqueros no nos hubiera convencido.
Así las cosas, ¿qué hacer? La respuesta no puede ser más sencilla porque consiste en seguir contradiciendo. Nada más que eso. Contradecir a los que reúnen razones, contradecir a los que razonan reuniendo, contradecir al que contradice y, por supuesto, contradecirme, no sea que la razón de la sinrazón que a mí razón se hace deje de enflaquecerme y se ponga a engordarme precisamente por llevarla tanta.
A mi se me viene a la cabeza, por contraponer algo al logos fascista, el logos bolchevique, y de ahí recordar con toda pertinencia el fascio aberchale de Bildu, que según últimas declaraciones de su líder, el imbatible Arnaldo Otegi, está dispuesto a colaborar en la democratización de España, nada menos. La quiere literalmente roja, republicana y laica, y aboga para ello por la lógica de la reunión de la izquierda nacional y trasnacional. A un flanco de su cráneo brilla, colgándole de la oreja, un adolescente aro (que en vascuence significa lo mismo redondel que era). un pendiente que convoca a las esencias de la juventud revolucionaria de España y del Mundo.
Todo esto remonta, como se sabe, a la Guerra de España, donde un adalid católico venció a Stalin. Algo desconocido en la Historia Universal, sea materialista y dialéctica o no. Ironías de la vida: gran mérito histórico de Francisco Franco. La guerra la detonó un magnicidio y la serie de matanzas que comenzaban a convertirse en costumbre a lo largo y ancho del territorio nacional.
En general los nombres propios confunden màs que aclaran. Intento manejarlos con precaución, siguiendo otra estrategia. Pero nada. Inmediatamente acuden y generan efectos incontrolables. Que yo cite sin citar o evoque oblicuamente tiene por preciso objetivo que algo de lo que pueda decir se lea atendiendo a la (torpe o no) lógica interna que he dispuesto para esta ocasión, que no tiene por qué ser la de siempre, pues ¡qué sé yo lo que vaya a ocuŕrírseme mañana! Como decía Lope, mañana mañanamos.