“La nuestra es esencialmente una época trágica, así que nos negamos a tomarla por lo trágico. El cataclismo se ha producido, estamos entre las ruinas, comenzamos a construir hábitats diminutos, a tener nuevas esperanzas insignificantes. Un trabajo no poco agobiante: no hay un camino suave hacia el futuro, pero le buscamos las vueltas o nos abrimos paso entre los obstáculos. Hay que seguir viviendo a pesar de todos los firmamentos que se hayan desplomado.”
D. H. Lawrence. El amante de Lady Chatterley
Se nos ha ido un filósofo que era de verdad un filósofo, y no un miembro de esa legión de farsantes que ahora nos venden sus tónicos para la felicidad más arrastrada posible o sus estúpidas opiniones de Perogrullo sobre la educación de los niños o las relaciones de pareja. Como decía aquel, cuando el mercado no tiene compasión, la compasión tiene mercado. Alasdair MacIntyre, en efecto, estudiaba con gran provecho a los clásicos de la filosofía, pero no como estos impostores, que lo que hacen es saquear el tesoro intelectual de Occidente para obtener de él frasecitas propias de las galletas de los restaurantes chinos. MacIntyre no, MacIntyre era como el Indiana Jones de la arqueología filosófica: no expoliaba el tesoro, lo admiraba, aprendía de él y lo ponía a salvo de manos filisteas. Yo he leído poco a MacIntyre, lo reconozco, y lo tenía bastante olvidado, hasta que hace unos días no sé por qué salió su nombre en conversación con mi amiga Cristina y tuve la ocasión de encarecerla mucho a que leyera Tras la virtud, que no es exactamente un libro de Ética. Su Historia de la ética (que siempre sospeché que había escrito para dar un barrido por todos los autores relevantes del canon y así tener su propia interpretación de ellos) también es notable, y tampoco es un libro de Ética como lo entendemos ahora, al modo de una asignatura que se puede independizar de otras como si el pensamiento perteneciese, como se ha defendido alguna vez -no quiero dar aquí nombres-, al Departamento correspondiente de la Facultad donde se imparte.

Muy al contrario, el pensamiento de MacIntyre era holístico, y no tocaba una cuestión sin darse perfectamente cuenta de que involucraba todas las demás. Porque a lo que finalmente se consagró MacIntyre fue a algo tan colosal, para los tiempos que corren, como ofrecer una imagen del hombre harto más compleja y arraigada en los datos empíricos (sus últimas indagaciones le llevaron hasta la biología) que la que sufrimos desde la modernidad, esa que Quintín Racionero denominaba una “antropología del vacío”. Porque, en efecto, desde Descartes1 entendemos que el ser humano auténtico se distingue por su rechazo a las tradiciones, que no serían más que el relleno o el lastre que nos impide remontar el vuelo. Lo que sucede es que lo que sale de eso, una pura res cogitans caracterizada por nada en particular, puesto que igual de vacía es la conciencia de un hotentote que la de un biólogo molecular desde el punto de vista de Descartes, entonces parecen enteramente justificadas dos operaciones, ninguna de las dos pequeñas: no hay que por qué educar en Humanidades, que o son puramente decorativas o constituyen tradiciones retrógradas, y lo que es peor, la civilización debe promover al biólogo molecular, y enviar al hotentote a un centro de readaptación conductual (es decir, el conductismo, de gran tirón también entre las sotanas a las que la sexualidad ajena les gusta menos que la suya infanticida). Por otra parte, dado que Descartes separó sustancialmente la res cogitans de la res extensa, en la naturaleza no hay ni un ápice de animación, o vida, o simplemente hálito, de tal manera que con la modernidad en la mano ya está Occidente preparada para convertir el entero Unwelt en objeto de pillaje, hasta que exprimamos todo y nos quedemos con nada, que es la situación a la que nos dirigimos cabalmente ahora…
Contra ese vacío luchó MacIntyre con todas sus fuerzas. Reivindicó las tradiciones en un sentido positivo, como riqueza interior del ser humano, ese camaleón -Pico de la Mirandolla-, reivindicó la teleología, en contra del nihilismo contemporáneo, revindicó las comunidades locales donde se fragua el sentido de nuestra vida y también se atesora, pero no en nombre de algún absurdo relativismo, sino en nombre de lo que denominaba “bienes de excelencia”, un tipo de bienes que revierten sobre el propio sujeto o cultura que los produce y que no son los mismos para toda la humanidad, sino que deben y pueden ser un y mil veces debatidos y defendidos en un marco intercultural. Todo un desafío, sin duda, con el que yo, al menos, me identifico plenamente. Frente a la simpleza cartesiana de que todo lo que no se me presente “claro y distinto” (expresión tomada en este caso de Pierre de la Ramée, creo recordar) a mi subjetividad no existe o no debería existir, brutal vaciamiento del otrora abigarrado mundo, esta maravilla de MacIntyre: “una tradición es un argumento extendido en el tiempo en el que ciertos acuerdos fundamentales se definen y redefinen en términos de debates tanto internos como externos”. Claro, parece mucho más difícil de entender que el “pienso luego existo”, pero porque la frase de MacIntyre es el reconocimiento de la complejidad del mundo, mientras que el lema cartesiano terminará en manos de angustias existenciales idiotas y francamente individualistas. ¿Que las tradiciones se componen de prejuicios2? Desde luego, pero no es problema alguno si son prejuicios o ante-juicios abiertos a la argumentación (MacIntyre procuró desarrollar una pragmática del sentido). ¿Que perdemos con ello la certeza incontrovertible pero pobrísima, indigente, de la metafísica moderna? Sí, pero ganamos a cambio una viveza creativa en la reconfiguración constante de nuestras vidas que es bastante más deseable3 que el totalitarismo violento de la Verdad.
Un artículo de Alasdair MacIntyre -al que he olvidado decir que se lee siempre con muchísimo gusto- llevaba por título La filosofía recuerda sus tareas. Eso fue, exactamente, lo que él hizo y lo que han olvidado tantos, esos que están al negocio de explotar la insatisfacción ajena. Lo que MacIntyre trató de construir no fue únicamente una filosofía política comunitarista y conservadora frente al individualismo liberal, que es lo que constituyó su imagen más pública, lo que intentó fue nada más y nada menos que pasar del horror vacui que sentimos hoy en todas las áreas de nuestra existencia a un cierto plenum, por eso él no hubiera vendido libros/prozak, sino que hubiera sido capaz de explicar por qué necesitamos tanto tales consejos/fake. Porque el ser humano no es esa soledad abismática que defienden los individualistas liberales a fin de colocarnos el discurso del invencible egoísmo humano, y que tiene su expresión más delirante en los superhombres de Nietzsche o Ayn Rand, respectivamente. El hombre es un ser dependiente, menesteroso, sí, pero que, como dijo muy bien Etienne Gilson “no es una inteligencia que piensa, sino un ser que conoce a otros seres en tanto verdaderos, los ama en cuanto buenos y los goza en cuanto bellos.” (La unidad de la experiencia filosófica, Biblioteca del pensamiento actual).
1 Tomándolo, sin decirlo, como siempre en su obra filosófica, del argumento del “hombre volador” de Avicena en s. XI, al igual que el teatrillo de la duda lo tomó de Algazel, Confesiones, mismo siglo, pero que no se sepa, que está el mundillo repleto de idólatras incondicionales del divino francés, el hombre que escribía en streaming…
2 Aun dentro de los más rigurosos principios del método experimental, debe afirmarse la necesidad de estar armado de un prejuicio, al comenzar un orden determinado de investigaciones. Afirmación que sorprenderá a algunos. Esta sorpresa no procede sino de un concepto erróneo crecido cuando el nombre y la fama del método experimental ha llegado a cierta vulgarización (…) Cree el vulgo leído que lo necesario para la práctica de los métodos científicos son unos ojos muy abiertos y ningún prejuicio. Mas, en la esfera de la realidad, ningún trabajador de ciencia podrá decir que haya comenzado sin idea preconcebida el camino que le ha llevado a cada una de ellas, Eugeni D´Ors, Filosofía del Hombre que Trabaja y Juega, pg. 100.
3 En el clásico ensayo de Lewis Coser The Functions of Social Conflict, New York, Free Press, 1976, el autor sostiene que la gente está unida más por el conflicto verbal que por el acuerdo verbal, “la escena del conflicto se convierte en una comunidad en el sentido de que la gente aprende a escuchar y reaccionar entre sí incluso percibiendo sus diferencias más profundamente” (lo mismo Amy Gutman y Dennis Thompson en Democracy and Disagreement, Harvard University Press, 1996), Richard Sennet, La corrosión del carácter, p. 150-51.
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Christopher Kaczor:
“Alasdair solía bromear diciendo que su mayor logro había sido disolver a los Beatles. Según la versión convencional, Yoko Ono jugó un papel clave en el final de la banda. En 1966, MacIntyre vivía en el mismo complejo de apartamentos que Yoko. Un día, ella tocó a su puerta para pedirle prestada una escalera que necesitaba para una próxima exposición de arte. Fue en esa exposición donde John Lennon conoció a Yoko. Lennon relata: «Había otra pieza que realmente me hizo decidirme a favor o en contra de la artista: una escalera que conducía a una pintura colgada del techo. Parecía un lienzo negro con una cadena y una lupa colgando al final. Estaba cerca de la entrada. Subí la escalera, miras a través de la lupa y en letras diminutas decía ‘sí’. Así que era algo positivo. Me sentí aliviado. Es un gran alivio cuando subes la escalera, miras por la lupa y… dice ‘sí’. Me impresionó mucho, y John Dunbar nos presentó.» Lennon menciona tres veces la escalera que MacIntyre le prestó a Yoko. Sin la escalera, ¿habría quedado tan impresionado con la exposición? Sin esa impresión, ¿habría pedido conocer a Yoko? Si Lennon no hubiera conocido a Yoko, ¿los Beatles se habrían separado? No lo sé.”