Un agujero en la pared

Fotografía Piergieorgio Brazi
Cuentos clínicos

En las sesiones de terapia hablábamos de divorcios, de casas, de hogares.

-¡Por muy pequeña que sea una casa, siempre habrá sitio para las ganas de vivir!

-Pero, es que…

-Por muy grande que sea un palacio, nunca será suficiente si no se puede compartir.

-Pues sí, pero…

-Siempre se puede comprar una casa, nunca un hogar.

-Claro, pero y si…

De esas cosas hablábamos cuando Ignacio me consultó tras una de esas rupturas matrimoniales que te arruinan la existencia, a esa edad en la que ya no tienes ganas de pedir otra hipoteca.

Ignacio no estaba acostumbrado a nada de eso. Él nació en un palacio, herencia de su familia; luego vivió en una casa, que ahora es de su ex; ahora vive en un apartamento muy mono, pero de alquiler.

Fotografía Piergiorgio Branzi

-Lo mejor es la nevera, es enorme, y hasta arriba de cervezas, pero sin nada digno de comer.

-Bueno, por algo se empieza…

Lo que Ignacio ansiaba era poseer un hogar.

Le regalé la primera frase, enmarcada en un cuadrito de tres euros de los chinos, igual que el que antes había regalado a mis hijos cuando se marcharon a trabajar lejos, alquilaron apartamentos pequeños pero caros, y los llenaron de ganas de vivir.

-Lo primero que tienes que hacer es colgarlo, una casa empieza a ser tuya cuando le haces el primer agujero en una pared -le sugerí.

Pero Ignacio nunca había hecho un agujero en una pared, ni sabía cómo hacerlo, ni tenía herramientas.

-Una casa se empieza a domesticar cuando compras una caja de herramientas. ¡Aquí mando yo!, le estás diciendo, y ella, normalmente, lo entiende y se aviene.
A punto estuvo de irse a beber cervezas debajo del puente, con unos homeless que conoció una noche de tinieblas. Pero al final compró una caja de herramientas, hizo mal dos agujeros y uno bueno, y colgó en él el cuadrito.

Y ahora, de vez en cuando, vienen a su casa sus amigos de debajo del puente.

-Pero no creas que vienen a ver mi casa, ni mis cuadritos…, vienen por las cervezas.

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