La hija de mi padre

Fotografía de Ruth Matilda Anderson

Pitufa

La voz de mi padre suena igual que cuando venía a despertarme para ir al cole. Subía la persiana, se sentaba en la cama y me acariciaba la cabeza hasta que me desperezaba.

—Pitufa, hoy toca torrijas—decía.

De manera que era viernes. Los lunes, leche con galletas. Martes, pan con queso y membrillo. Miércoles, con aceite. Jueves, sopas de leche. Viernes, torrijas. Los fines de semana hacíamos bizcocho de nueces que me comía casi quemándome. El año que la higuera se partió hicimos compota. En el Mato había sobre todos cerezos y castaños, pero la vieja higuera sobrevivía hasta que ese verano ya no soportó el peso de los higos. Pasamos el día haciendo conserva, yo subida a la caja de patatas. Apuesto a que aún queda un tarro o dos en el granero cogiendo telarañas. Me dediqué a repartir compota por toda la aldea como una Caperucita Roja en bañador. No había forma de quitarme ese bañador de fresas aquel verano

Pitufa

Todavía en la cama, vuelvo a oír su voz. Me cruje algo por dentro y pienso en planetas inhabitados.

Es hora de volver.

Aunque la voz de mi padre suena igual que cuando era pequeña, cada vez lo encuentro más enjuto. Abrazarlo y notarme alta, mujer, es una contradicción aberrante porque al abrazarlo yo enterraba la cara en su ombligo. Mirarlo de frente me desconcierta. Veo la profunda arruga que le cruza la frente y las hebras de pelo blanco que pertenecen a un hombre que no es el padre de una niña. Tengo que salir de la cama pero el frío es un impedimento. Dos pesadas mantas me aprisionan. Tengo el frío metido dentro y a lo mejor ya nunca sale.

—Tu madre decía que la tristeza es como el frío —me da fotos de ella el día que cumplo dieciséis—. Una vez que la conoces, se te mete en los huesos y ya nunca sale.

Ella sabía de tristeza. Miro la única foto en la que estamos juntas. Ella besa mi frente de recién nacida. Le digo que no entiendo por qué la echo de menos si apenas la conocí.

—Cuando una persona muere, deja un hueco en la textura del mundo. El espacio que ocupaba sigue ahí, como los bordes quemados de una foto antigua.

Fotografía de Ruth Matilda Anderson

Salgo al fin de la cama y piso el suelo que es de madera pero frío porque todo aquí es frío. En el espejo del baño mi reflejo me recuerda que tengo que volver. ¿Volver a dónde? ¿A Madrid, a mi piso? ¿Por qué? Miro la esquina inferior del espejo que tiene un trozo teñido de verde. Es una podredumbre que sale de dentro del cristal. Al llegar, pensé en cambiarlo. Pero en realidad no quiero un espejo inmaculado aquí. Desentonaría con los chirridos de la butaca, con el zumbido del motor viejo de la nevera, con las cortinas mecidas por corrientes espectrales. De pequeña tenía una mochila rosa con una de las asas cosidas. Las niñas se reían de mí. Decían que si era pobre. Mi padre había cosido esa mochila mientras yo lo observaba tumbada en la alfombra con la barbilla en las manos. Sus dedos se movían ágiles.—En la mili, me enseñaron —dijo cuando le pregunté.

Yo adoraba esa mochila con el asa cosida de la misma forma que adoraba los dedos de mi padre. Así aprendí a amar las cosas rotas.

Enciendo la cocina de leña y me siento a la mesa con una taza de café. Pasaré el resto de mi vida intentando recrear esa rinconera junto a la ventana. Mido las cocinas en función de sus posibilidades de devolverme la infancia. Miro a mi padre al otro lado de la mesa.

Pitufa, ya es hora.

Dejo la taza en la pila y me pongo una rebeca para ir al granero. Estoy segura de que aún queda algún tarro de aquella compota. El viento mete la hojarasca en casa. Debía acordarme de asegurar los postigos más tarde o partirían alguna ventana. Al abrir el portón, el granero me echa su aliento húmedo. Enciendo la única bombilla que hay. Me cuesta un poco entrar porque de pequeña lo tenía prohibido.

—Te busqué por toda la aldea, por todo el prado.

No deberíamos ver llorar a nuestros padres.

—Y estabas aquí, dormida en aquella esquina.

Recuerdo estar jugando en el patio y ver el portón abierto y una silueta recortada bajo el postigo. Recuerdo el olor a humedad y una invitación más fuerte que mi naturaleza obediente. Recuerdo las lágrimas de mi padre mojándome la cara al despertar. Recuerdo luchar por respirar dentro de su abrazo furioso.

Las herramientas de labriego están apoyadas en la pared del fondo. Unas sillas de camping parecen fantasmas descoloridos. Las vigas se retuercen y recuerdan. Busco en la estantería. Hace años que no bajo pero la última vez había un par de puñeteros tarros de compota con la letra de mi padre: La higuera, puso. Me quedo mirando los huecos redondos que lucen una capa de polvo menos gruesa que el resto. Cuándo los cogiste, maldito seas.

Observo el polvo del granero irse por el desagüe de la bañera. Toco el óxido con el dedo del pie. El año anterior le dije que debíamos poner una ducha. Me abrazo las rodillas y empiezo a temblar pero no salgo hasta que el gemido de mi garganta remite. Busco en todos los armarios de la cocina, en la alacena, bajo la leñera.

Fotografía de Ruth Matilda Anderson

Basta ya, debes

Lo sé, lo sé. Volver. El frío del mediodía en una casa es cosa de fantasmas. Enciendo la chimenea de la salita que huele a castaño. Las hojas de los libros huelen a castaño. La rebeca de mi padre que llevo puesta huele a castaño. El pelo de mi madre olía a castaño pero eso es algo que yo no puedo saber. Pero lo sé porque en el granero ella me dijo que las chicas fuertes lloran cristales.

—Una casa vacía lo sabe antes que sus habitantes —dijo también.

Mi padre y la madre de mi madre discuten en susurros. Debería ser mi abuela, pero jamás volví a verla. No sé cómo decirle a mi padre que ella no me ha dicho nada de la viga. Que fue en el granero donde supe que los bebés no deberían causar tristeza.

—Pero a veces lo hacen —dijo meciéndome en sus brazos hasta que me dormí con el olor a leña de su pelo, en aquella esquina húmeda.

Preparo la cena y el viento arrecia. Me giro y veo a mi padre ahí de pie, en la despensa, con las patatas en la mano. Me subo a una caja. En el último estante, dos tarros con su letra en la etiqueta: La higuera. Me siento en el suelo con los tarros en el regazo. Así es como acaba el mundo. No con un estallido, sino con un silencio.

Pitufa, es hora

De volver.

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