Luis Ángel Marín, alta reflexión y poesía

La poesía, en tanto a su capacidad de síntesis y para ofrecer una mirada profunda, abstracta, sobre la naturaleza primera de las cosas, constituye el género literario más refinado por excelencia. De la misma manera que la pintura y la música (los melómanos de la clásica me entenderán) le equivalen en sensibilidad en sus expresiones artísticas. Por eso, a diferencia de la narrativa o el ensayo, que necesitaron diversas etapas de evolución hasta alcanzar la fórmula que hoy definimos como tales, la poesía es la imagen de la palabra: decir mucho con poco, hablar claro y conciso, además, en un desafío permanente para el lector.

Por esta misma razón, la poesía es un arte aristócrata. Leer novela, teatro, ensayo o guión requieren esfuerzo, que es una cualidad al alcance del ejercicio de cualquiera que no sea un vago, pero para la poesía hace falta mirar un poco más allá de lo aparente. Es necesario pensar cada verso, entender la individualidad de la palabra y cómo cada de ellas ha sido dispuesta en el poema de modo que construye un significado. Hay dos niveles para enfrentar un poema. El primero, el estructural o estético, descifrar los rudimentos del idioma en el que está escrito y no hacer como Homer Simpson en el episodio de La alegría de la secta (temporada 9, episodio 191): no, probablemente los de «asuntos internos» no tengan nada que ver con el poema que usted esté leyendo. El segundo nivel tiene que ver con el significado del poema. Es decir, qué nos quiere decir el o la poeta. Aquí les recomiendo pararse a pensar y no hacer como una antigua amistad mía, ahora persona reputada por los lectores españoles, que me discutió durante una de mis conferencias que la poesía es «como el arte abstracto, que cada cual le ofrece un significado distinto». Para llegar a disfrutar de la poesía hay que practicar una activa reflexión. No se puede pretender que el poeta ofrezca la imagen o la regurgitada.

También por eso es tan complicado encontrar poetas que sean capaces de buscar la excelencia de este arte con esmero, alegría y precisión. Un caso esperanzador para las letras españolas es Luis Ángel Marín. El autor lleva más de tres décadas dedicado a esperar a esa musa itinerante que de vez en cuando susurra su voz al poeta, como decía mi querido amigo Ángel Guinda, tristemente fallecido en 2022. El fruto de su trabajo no está pudiendo ser más saciante: en una indagación imparable, Marín profundiza en la naturaleza del ser, de las relaciones humanas y, en concreto, de la percepción del «yo» en relación a los objetos del mundo sensible. Su poesía es esforzada, trabajada y meditada, es bella en el juego de la palabra y deja siempre en el lector una cuestión implícita de amplia carga filosófica y psicológica.

Es el caso de su nuevo libro, Meditaciones. En este caso, Luis Ángel Marín extiende su mano generosa para ofrecer alrededor de un centenar de páginas con aforismos. Y qué aforismos ofrece el autor palmeño-aragonés: esquivando el haiku o su imitación, Marín se pone a la altura, cuando no las supera directamente, a la altura de los grandes aforistas de los últimos dos siglos. Pienso en Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías o en Franz Kafka en sus anotaciones en Zürau. Como De la Serna, Marín también llega a edificar un género nuevo, porque su estilo aforístico tiene un gran contenido poético. Son deliciosos poemas muy breves de un marcado carácter ensayístico. Habría que darles un nombre, y elijo uno de mi ocurrencia, marineiras, ya que los versos de Marín construyen un puente entre los géneros de la narrativa, el ensayo y la poesía dando como resultado unas piezas elocuentes, breves, que navegan la palabra y atraviesan el significado.

Para apoyar mis palabras voy a incluir algunas marineiras a modo de ejemplo: «Cada gesto abandonado/va al encuentro de un túmulo/ancestralmente joven». O: «La Soledad es mi Alma/y me refugio en su oficio y monasterio». O este otro, muy de mi gusto: «La Razón/construyendo pedregales/y el Delirio volando por un Arco de Triunfo». En este sentido, Meditaciones es un libro que comienza con Marín situando a la voz poética en su propia experiencia. Una selecta, evidentemente. Y lentamente, el poeta va dirigiendo al lector hacia cuestiones más profundas. El ego se desviste y queda reducido a la nada. La esencia de lo universal invade cada gesto. Comienzan, así, observaciones de gestos y acciones de la vida cotidiana, de conceptos e ideas de nuestra civilización occidental, también del mito y de la religión (con figuras como la «estrella de David», por ejemplo) que van haciendo más hermético el paso de las páginas. No obstante, no se trata de un hermetismo sincrético entre la fastuosidad formal y un impenetrable soliloquio del autor, sino que cada marineira adquiere una mayor profundidad en su narración. Al final del texto, todo rasgo material de una voz ha quedado disuelto. Por ejemplo, en una pieza dice Marín: «Tres veces pasó/el Silencio delante de mí/bajando el telón como en una obra de teatro».

Con sus Meditaciones, Luis Ángel Marín continúa el trabajo hilvanado desde sus obras anteriores, algunas memorables como Los atabales del silencio o Silencio: habla la soledad. En esta ocasión sostengo que alcanza una grandeza mayor: buscar con atino el principio y fin de la condición existencial, a veces tan sólo la humana. Hace falta mucho talento para escribir aforismos. También coincidir con unas circunstancias que permitan construir, posiblemente sin pretenderlo, un nuevo subgénero. Marín reúne ambos logros en este libro.

Las Meditaciones de Luis Ángel Marín han sido publicadas, además, en un formato de buena calidad por Ediciones Isidora, y cuentan con el prólogo del profesor y poeta salvadoreño André Cruchaga. Su lectura les inspirará a los clásicos, les ofrecerá una serena lectura y una mirada novedosa, elegante y delicada en la imagen. Les invito a descubrir esta obra maestra de la poesía actual.

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