El cenicero permanecía inmaculado frente a mí, recuerdo venenoso. Kasim se ocupaba de llenarlo con las colillas de tabaco negro y fuerte de cuyo olor penetrante me había quejado tantas veces. Ahora lo añoraba y a él, también. No me atrevía a guardarlo en la alacena, era tanto como reconocer que no le esperaría más y que la certeza de su ausencia ganó la batalla a las noches de insomnio. En ellas, la cama se volvía tan grande y solitaria que me levantaba para no perderme bajo la sábana. Al menos, el dolor que había hecho de mí su feudo me hacía sentir con vida.
Amanecía con cercos morados bajo los ojos opacos. Resulta sorprendente cómo, a medida que me vaciaba de emociones crecía la capacidad para percibir lo que ocurre fuera de mi cuerpo con una intensidad inversamente proporcional al interés que me despiertan. Los colores, olores, sonidos y gustos ganan protagonismo a medida que prefiero no mirar hacia dentro de mí, supliendo así el vacío que parece querer absorberme hasta un infinito aburrido y frío.
En estas al menos me encontraba cuando reuní voluntad suficiente para subir la persiana y asomar la nariz. La calle exhibía su actividad frenética y la hasta entonces deseada luz de un modo ajeno y gratuíto. Desde siempre he pensado que alardear de lo que alguien carece roza la obscenidad, y esta mañana luce demasiado alegre.
He necesitado un café solo y una camisa del negro más mate para hacer acopio de fuerzas y salir. Solo echo de menos las visitas con las que Teo trataba de animarme las semanas pasadas, pero me juró no venir hasta que yo le devolviese alguno de los viajes. Además, desde que él no está, la nevera parece un hospital robado.
-Mira, bonita- me dijo caracoleando el aire con la mano – llevas tanto tiempo encerrada que cuando te muevas las polillas del pijama van a sufrir un infarto.
Mentía de forma descarada, porque una cosa es no salir y otra llevar 3 semanas sin cambiarme de ropa. Para eso soy un maniático. Si ya de pequeño mi padre se ponía nervioso sólo con ver mi cara de circunstancias al descubrir una mancha en el jersey…
Ajeno a ello, Teo seguía con su disertación.
-Así que no vuelvo a verte hasta que vengas a tomarte un café a casa-.
En realidad no estoy en el portal por lo de las polillas; ni siquiera por la falta de alimentos, que para el hambre que tengo tanto daría estar en el desierto. Si me estoy colocando las gafas de sol antes de pisar la acera es porque Teo debe de estar al borde del infarto.
Desde que llegué a Madrid huyendo del pueblo gallego en que nací, del orgullo silenciosamente herido de mi padre y los ojos tiernos, resignados, de mi madre, Teo me ha cubierto con su manto protector. La primera frase que me dirigió, en un bar de ambiente subido de tono, sirvió para sellar un pacto de lealtades del que no hablamos nunca.
-¿Qué haces aquí? Yo soy una maricona, pero tú no. Vamos a tomar una copa como dios manda.- Y le seguí sin extrañarme. El espíritu maternal que ese hombretón guardaba bajo el pecho de oso le afloró al verme entrar “como un cordero perdido”, me explicó años después. Desde aquel momento se empeñó en que me dedicase a la pintura, como yo pretendía, y trató de evitar que se me contaminase el alma.
Cuando Kasim entró en mi vida, con su aroma a tabaco y los ojos tan oscuros como su pasado. Teo se limitó a mirarme y advertir.
-Ese hombre tiene aire chulesco. No es bueno para ti.
No lo repitió. También él sabía lo que significa estar loco por alguien. Se las arregló para que, desde que Kasim se mudó a mi casa, él y yo nos viésemos en la calle. Por mi parte, me afané en conseguir al árabe un trabajo, papeles en regla y el tan cotizado permiso de residencia. Corrí Roma con Santiago, me convertí en un experto en lo tocante a inmigración, pinté de forma frenética, y aprendí a olerle antes de que introdujese la llave en la cerradura, para acabar la jornada entre sus brazos, encantado de la vida. Fueron unos meses tan intensos como lo que por él sentía.
Cuando Kasim se marchó a seguir corriendo mundo con su sonrisa blanca y la mochila gastada, algo se me rompió dentro con un estrépito tal que estuve mareado varios días. Teo me sostuvo la cabeza hasta que vomité el asombro y la rabia, me arropó cuando mi corazón estaba tan frío que me hacía tiritar, entendió lo que no pude decir y lo que quise contarle, y me arrulló durante horas con historias fantásticas.
Ahora, en la calle y con las gafas a medio poner, dudo si deseo esconderme o dejar que el sol me dé en la cara. Opto por lo primero y coloco los cristales oscuros bien sujetos sobre la nariz, pero no por ello dejo de mirar alrededor. La ropa ha cambiado en los escaparates, lo mismo ocurre con la que visten los viandantes. La gente baja las ventanillas de los coches agradeciendo la agradable temperatura y aún a riesgo de intoxicarse con el monóxido de carbono que pulula por el atasco. Incluso algún gorrión optimista ha saltado a la acera para estirar las patas. Todo ello combinado me hace caer en la cuenta de que ya es primavera, y yo sin enterarme. Con un primer esbozo de sonrisa vuelvo a casa un momento. Seguro que Teo se alegra cuando le cuente que he guardado el cenicero en el fondo de un cajón.