Piezas retóricas célebres del cine y alguna más

"Matar a un ruiseñor"

Todos los órganos humanos se cansan alguna vez, salvo la lengua

Konrad Adenauer

Recuerdo que el padre de Zipi y Zape, Don Pantuflo Zapatilla, a menudo se ausentaba de su casa, muy empingorotado y ufano, rumbo a una conferencia de filatelia o de colombofilia, sus dos aficiones favoritas. A Escobar es lo más plúmbeo que se le pudo ocurrir para caracterizar a su personaje, un trasunto del serio banquero de Mary Poppins o del rígido capitán de Sonrisas y lágrimas: aburrido y absurdo señor que acude a conferencias, o lo que es peor, que las imparte. Y no es verdad, sino que es más bien al contrario. Pocas cosas son mejor alimento para el ser humano que una buena conferencia, y, de hecho, los griegos antiguos, que son los maestros de la humanidad, entendían que no hay nada comparable a un buen discurso ni técnica más alta y que demuestre más pericia que la techné rethoriké, es decir, el arte de la oratoria –tal vez por eso, muy probablemente en realidad, descuidaron las demás técnicas, y siendo tan listos como eran, restaron todo valor a posibles innovaciones tecnológicas que podían ser perfectamente desempeñadas por esclavos…

Al Pacino como Satán

Desde el s. XVII, sin embargo, nos hemos olvidado de la elocuencia. No es que no hayan existido casos de grandes rétores, es que Europa ya no creía en el poder configurador de realidad de un buen discurso, dado que la supuesta infalibilidad de la ciencia había ocupado enteramente su lugar. Seguía guardándose celosamente el recuerdo de Cicerón, pero tan sólo en las universidades de espíritu humboldtiano, donde era común escuchar a estudiantes brillantes, como el joven Thomas de Quincey, atreverse a perorar frente a un auditorio nada más y nada menos que en griego clásico. Mark Twain, G.K. Chesterton o Isaac Asimov se podían haber ganado la vida sólo entreteniendo al personal en un estrado. Y además tenían de verdad tema, no les bastaba con ser graciosos, que además lo eran. Varios temas, en realidad, muchos, puesto que los tres eran capaces de improvisar como campeones y con el reloj en la mano (Asimov terminaba justo en el momento en que había prometido terminar, tan organizado tenía el asunto en su cabeza). El Gran Wyoming tiene su labia, pero no tanto tema. Emilio Castelar tenía, entre nuestros bisabuelos, labia y tema, pero parece que no gracia especialmente. Charles Dickens leía sus propias obras con gran dramatismo ante su público, como Truman Capote, pero después no añadía nada más. Verdaderamente, donde habría que buscar la continuación de la gran retórica clásica -de Demóstenes a Quintiliano- sería en los sermones de los pastores de la misa de domingo de las variantes confesionales del protestantismo, pero en España no sabemos nada de eso. Muchos están por escrito, pero no los leemos. En 2008, yo estaba con unos amigos en el inmenso parque de Tiergarten, que se abre espacio como un gran pecho hinchado de aire en el centro de Berlín, cuando nos sorprendió una alocución pública del mismísimo Obama, todavía aspirante a la presidencia. Entiendo muy poco inglés (los berlineses son poliglotas), pero aquello estaba bien entonado, tenía brío, era apasionado y hasta contaba con un estribillo que llamaba la atención de las masas allí congregadas y las animaba a seguir escuchando; Obama, en efecto, comenzaba cada nueva parrafada con un magnífico “¡People of Berlín!”

Marlon Brando como Marco Antonio

No existe realmente ningún motivo para que no continuase esa tradición hoy, salvo la excesiva veneración a la palabra de los presuntos expertos y el hecho, mucho más trivial pero inexorable, macizo como un muro de acero, de que nadie cree que pudiera funcionar. Los dueños de los medios de comunicación o de las instituciones culturales, pues, son los que tienen que arriesgarse: la palabra sigue gustando, si enseñamos a la gente que no sabe que le gusta a que en el fondo sí que les gusta (les gustan, cuanto menos, los llamados “zascas”, que constituyen sin duda diminutas piezas retóricas). No otro es el problema tan enquistado de la enseñanza hoy: que los profesores no saben hablar ni con sus alumnos ni a sus alumnos. Enseñar, en el mundo de la ubicuidad audiovisual, consiste ahora en poner un Power-Point horriblemente ilustrado, leer las frases sentenciosas que alguien muy aburrido ha redactado en él y terminar cada una de ellas con un “¿vale?”. Ya está, en eso se resume la transmisión del saber en la era del capitalismo de la imagen tanto para menores como para adultos. Siendo así, no es de extrañar en absoluto que ya los youtubers hayan ganado la partida a los docentes y el populismo a la democracia…

Al Pacino como entrenador de fútbol americano

Las imágenes mismas son idiotas, etimológicamente: únicamente se refieren a sí mismas, no permiten al receptor matizar ni un punto de su discurso monológico, a no ser que se sea diseñador gráfico o publicista, que es algo así como el nuevo púlpito de la manipulación global basada en el grado cero de la responsabilidad ética. Hay que bajarse a la tarima, hay que intuir la reacción de los oyentes, hay que tenerlos delante para sospecharlos y acertar. Las bandas que ofrecen conciertos presumen de eso, pero va de oficio. El aedo no tiene versión en estudio y versión en directo, todas son en directo y se enriquecen con la práctica. Donde sí, en cambio, podemos todavía apreciar la fuerza de un buen discurso no es en los parlamentos, sino en el cine y también en ocasiones especiales que la memoria audiovisual ha conservado. Van unos cuantos más, algunos de ellos geniales:

Kenneth Branagh, de nuevo en la brecha
Robin Williams en “El indomable Will Hunting
Mel Gibson en “Braveheart
De nuevo Al Pacino como “Shylock
Ralph Fiennes en tanto el “Coriolano” de Shakespeare
Otra vez Pacino, “Esencia de mujer”
Matt Damon en “El indomable Will Hunting
Meryl Streep opinando sobre Trump
Natalie Portman sobre el deseo
Steve Jobs en Stanford

David Foster Wallace, su charla Water
Gregory Perk en “Matar a un ruiseñor”
Spencer Tracy en “Adivina quien viene esta noche”
Tom Cruise en “Algunos hombres buenos”
Henry fonda en “Doce hombres sin piedad”
Y, para terminar, Pacino, por supuesto, pero en inglés
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