Si los hombres se volvieran virtuosos de repente, muchos miles tendrían que morir de hambre.
Aforismo de G.C. Lichtenberg
Las pasiones han tenido muy mala prensa durante siglos en la cultura occidental. De ahí que las novelas naciesen desde un principio tan con el éxito popular de su lado, precisamente porque el género novelístico servía de caja de resonancia a las más infames y desacreditadas pasiones de los hombres aunque luego al término de la narración el autor se deshiciese en condenas a los actos de sus personajes, y argumentase, sibilinamente (el propio Cervantes incurrió en ello), que toda esa impúdica exhibición se había hecho con fines edificantes. El propio subgénero utópico, tan característicamente occidental, se ha escrito siempre con la mira puesta en construir un Estado imaginario en que las pasiones habrían sido suprimidas, expulsadas, o, cuanto menos, satisfechas. Recuérdese, si no, la más célebre de todas ellas, el Brave New World de Huxley -más célebre por ser más reciente, por leerse en los institutos y por ser inglesa-: allí, una droga, el soma, sustituye a toda la cultura posible, que no existe, e incluso el sexo libre se ha institucionalizado con objeto de que las pasiones carnales, ya que son origen de desorden, anarquía e individualismo, sean anuladas por una ingeniosa estrategia de saturación. Que las pasiones son un error incomprensible, un defecto de fábrica, en la conformación humana, es algo, pues, de lo que no se ha dudado durante mucho, mucho tiempo, y fue, sobre todo, la escuela estoica fundada en el s. IV a.C. la que, en alianza con el triunfo religioso y cultural del cristianismo, contribuyó a la generalización aplastante de esta idea (que, por cierto, muchas religiones orientales comparten). De manera que no se puede subestimar al estoicismo, que está tan de moda ahora; el estoicismo, que es una doctrina filosófica compleja de la que todos sabemos o tenemos algo en nuestro interior, pero cuyo recuerdo exacto se va borrando paulatinamente en las sociedades de consumo, ha sido la moral de nuestros abuelos y seguramente también la de nuestros padres. Es, desde luego, una moral dirigida sobre todo a los hombres, pero que también ha afectado la vida de las mujeres. Y es, nos guste hoy o no, una moral que ha censurado las pasiones como impropias de la dignidad humana, que se cifra precisamente en eso: el hombre que domina sus pasiones es el verdadero hombre, y los demás… los demás, intemperantes, debe ser dirigidos por la vara autoritaria del estoico, al cual corresponde la única sabiduría posible.
Así, cuando se dice “hay que tomarse la vida con filosofía”, se está apelando en realidad a la filosofía estoica. O cuando decimos que todos los oficios, por bajos y rutinarios que sean, son igualmente “dignos”, estamos siendo estoicos. O cuando, por terminar con los ejemplos, entendemos que hay una gran virtud en aguantar pacientemente los reveses de la vida sin descomponer el gesto, entonces rubricamos con nuestra firma el gran tratado de ética que en su día escribieron los estoicos. Hay mucho de piadoso en el estoicismo, y por ese motivo fue tan fácil que el cristianismo lo adoptase como a un hermano mayor reencontrado y algo adusto en tiempos de los romanos. Naturalmente, al estoicismo antiguo le faltaba, a los ojos de los cristianos, la esperanza típica del que aguarda una vida mejor en el otro mundo -el estoicismo rechaza radicalmente la esperanza, lo cual le otorga siempre un sesgo muy conservador-, pero con una reforma aquí y un toquecito allá bastaba con sustituir el inflexible orden cósmico de los estoicos por el Dios benévolo y teleológico del Nuevo Testamento para lograr una fusión completa entre la vieja propuesta de sabiduría ateniense y la nueva doctrina de salvación de origen medio-oriental. De esta manera, sabios han sido en Occidente o bien los santos, cuyos sufrimientos sirven de testimonio de la fe para los creyentes más iletrados, o bien los estoicos cristianizados o cristianos estoicizados, más cultos, cuyas graves máximas y consejos era provechoso e inteligente seguir. Montaigne, Descartes, las consideraciones finales del “ateo” Spinoza, Borges, etc. han sido de ese tipo de sabios que en la época moderna han exhortado a la soberanía del intelecto sobre las pasiones, y, entre ellos, muchos españoles, del cual es más destacado fue Francisco de Quevedo. Antes, por tanto, de hablar de la opinión sobre el estoicismo de Antón Chéjov, que es ya decimonónico, dejo la palabra a Quevedo para que nos ilustre, con sabor y retórica barrocos, del estilo espiritual estoico en sus términos más cristianos (y, por tanto, menos filosóficos), para hacernos una idea más ajustada de a lo que nos enfrentamos. Apuesto a que a más de uno todo esto le resultara desagradablemente familiar…
La doctrina toda de los Estoicos se cierra en este principio: que las cosas se dividen en propias y ajenas; que las propias están en nuestra mano, y las ajenas en la mano ajena; que aquéllas nos tocan, que estotras no nos pertenecen, y que por esto no nos han de perturbar ni afligir; que no hemos de procurar que en las cosas se haga nuestro deseo, sino ajustar nuestro deseo con los sucesos de las cosas, que así tendremos libertad, paz y quietud; y al contrario, siempre andaremos quejosos y turbados; que no hemos de decir que perdemos los hijos ni la hacienda, sino que los pagamos a quien nos los prestó, y que el sabio no ha de acusar por lo que le sucediere a otro ni a sí, ni quejarse de Dios. Job perdió sus hijos, la casa, la hacienda, la salud y la mujer, mas no la paciencia, y a los que le daban las nuevas de que los ganados se los habían robado, que el fuego le había abrasado los criados, y el viento le había derribado la casa, no respondía quejándose de los ladrones, ni del fuego, ni del viento: no decía que se lo habían quitado; decía que quien se lo dio lo cobraba: «Dios lo dio, Dios lo quita; sea el nombre de Dios bendito.» Y no sólo lo volvía, sino también le daba gracias porque lo había cobrado, y para mostrar que los reconocía por bienes ajenos, dijo: «Desnudo nací del vientre de mi madre, desnudo volveré.» No culpó Job a los ladrones ni a sí; la mujer le tentó para que culpase a Dios, y viéndole población de gusanos en un muladar, donde el estiércol le acogía con asco, le dijo: «Aun permaneces en tu simplicidad; bendice a Dios y muérete.» Reprendiéndole el bendecir a Dios con la ironía, y el no quejarse de él. A que respondió: «Has hablado como una mujer necia. Si los bienes los recibimos de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos los males?» ¿Quién negará que esta acción y palabras literalmente y sin ningún rodeo ni esfuerzo de aplicación no es y son el original de la doctrina estoica, justificadas en incomparable simplicidad de varón que en la tierra no tenía semejante? No es encarecimiento mío, sino voz divina del texto. Díjole Dios a Satanás: «Acaso consideraste a mi siervo Job, como no tiene semejante en la tierra, hombre simple y recto y temeroso de Dios, y que se aparta del mal.» En sólo este capítulo se lee todo lo que trasladó Epicteto por la tradición de sus antecesores en esta doctrina estoica. Léese la división de las cosas propias que son las opiniones de las cosas, y la fuga y la apetencia, el desprecio de las que son ajenas en la salud, en la vida, en la hacienda, en la mujer y los hijos. En recoger esto gasta Epicteto el capítulo primero y segundo, tercero y cuarto hasta el nono, sin escribir precepto que aquí no se vea ejecutado, y este postrero que numeré, enseña que a los hombres no los perturban las cosas, sino las opiniones que de ellas tenemos por espantosas, no siéndolo. Pone Epicteto el ejemplo en la muerte, y dice que si fuera fea, a Sócrates se lo pareciera. ¡Cuánto mejor la ejemplifica Job, de quien esta verdad se derivó a Sócrates! El mostró que ni la pobreza, ni la calamidad ultimada, ni la pérdida de hijos, ni la persecución de los amigos y de la mujer, ni la enfermedad, por asquerosa, más horrible que la muerte, eran por sí horribles ni enojosas; y no sólo tuvo buenas opiniones de todas, que es lo que estaba en su mano, sino que enseñó a su mujer a que tuviese buenas opiniones de ellas, y todo su libro no se ocupa en otra cosa sino en enseñar a sus amigos que los que él padece no son males, sino que las opiniones descaminadas que ellos tenían les hacían que les pareciesen males. No sólo Job tuvo el espíritu invencible en ellos, antes con estas palabras se mostró sediento de mayores calamidades, capítulo VI: «Quien empezó me quebrante, suelte su mano y acábeme, y ésta sea mi consolación, que afligiéndome en dolor, no perdone.» Como pudo trasladó estas hazañosas razones Epicteto, cuando decía: «Plue, Domine, super me calamitates. Llueve, oh Dios, sobre mí calamidades.»
(…) El intento de los Estoicos fue despreciar todas las cosas que están en ajeno poder, y esto sin despreciar sus personas con el desaliño y vileza; seguir la virtud y gozarla por virtud y por premio. Poner el espíritu más allá de las perturbaciones. Poner al hombre encima de las adversidades, ya que no puede estar fuera por ser hombre. Establecer por la insensibilidad la paz del alma, independiente de socorros forasteros y de sediciones interiores; vivir con el cuerpo, mas no para el cuerpo. Contar por vida la buena, no la larga. No por muchos los años, sino por inculpables. Tantos contaban que vivían como lograban. Vivían para morir, y como quien vive muriendo. Acordábanse del mucho tiempo en que no fueron; sabían que había poco tiempo que eran. Veían que eran poco y para poco tiempo, y creían que cada hora era posible que no fuesen. No despreciaban la muerte, porque la tenían por el último bien de la naturaleza; no la temían, porque la juzgaban descanso y forzosa. He llegado al escándalo de esta secta. En la paradoja de los Estoicos se lee con este título: «Puede el sabio darse la muerte, esle decente y debe hacerlo.»
(…) No lucha el sabio, en sale al certamen, no desciende en la estacada; así lo dice Epicteto, que el sabio será invencible si no lucha ni pelea. Nadie vence sino al que se le opone; el sabio no se opone sino a los vicios y malos afectos: si le vencen, no es sabio; si los vence, es invencible. Rodeado de municiones, no está cercado. No, por la propia razón que estando preso probé que no estaba detenido; está cercado su cuerpo, que es la cerca más apretada que tiene el sabio, y pues, rodeado del cuerpo, no está cercado en el alma en sus operaciones voluntarias, menos lo estará en las municiones. Si le venden los enemigos, no puede ser esclavo. No, porque los enemigos venden el cuerpo, que es esclavo del sabio; no el sabio, que ni puede ser vendido ni esclavo. El sabio sólo es esclavo si sirve al cuerpo; si se sirve del cuerpo, siempre es libre; en el cautiverio reina. Por esto los enemigos venden el esclavo del sabio, no al sabio. Al discípulo que de la escuela estoica aprende virtud, le es lícito decir:
Desea lo que quisieres que todo lo alcanzarás.
A estas palabras no respondo yo, porque Epicteto las desmiente en su Manual, cap. XIII: «No desees que lo que se hiciere se haga a tu voluntad; antes si eres sabio, has de querer que las cosas se hagan como se hacen.» Expresamente enseña lo contrario de lo que le impone Plutarco. Él dice que el Estoico desee lo que quisiere y lo alcanzará todo. El Estoico dice que no ha de desear que alguna cosa se haga a su voluntad, sino acomodar su voluntad a cualquiera cosa que se haga.
“Telita”, que decimos hoy… Y eso que Quevedo no era precisamente un cura, ni en sus otros escritos ni en sus acciones. Predicar el rigor de la virtud en nombre de la perpetua disposición para morir, de la división entre el cuerpo y el alma esta vez para hacer del primero un “esclavo” de la segunda, la renuncia a las comodidades materiales y a los bienes de fortuna, y, sobre todo, encarecer al hombre (a todos los hombres: el estoicismo es una filosofía cosmopolita) a ejercer con todas sus fuerzas en cualquier situación la apathéia, la “insensibilidad”…Esto, aunque cueste creerlo, todavía se oye en alguna facultad de Filosofía como una actitud actual -el estoicismo es una teoría del todo que conduce a una actitud inamovible-, del mismo modo que a muchos gurús de la autoayuda, la teosofía, o lo que sea. Pues bien, veamos la contestación de Chéjov, que descubrí hace unos días releyendo La sala número seis, uno de sus más famosos cuentos. Un médico -Chéjov era médico-, estoico por estudio y por convicción personal, contrae el hábito de charlar con uno de sus internos, un individuo desgraciado y sin formación, en parte por diversión y en parte por instruirle. He aquí un fragmento de esas conversaciones, referido a la actitud estoica ante la vida:
-No. El frío, como cualquier otro dolor, puede resistirse. Marco Aurelio dijo: «El dolor es la representación viva del dolor: haz un esfuerzo de voluntad para cambiar esta representación, recházala, deja de lamentarte, y el dolor desaparecerá.» Esto es justo. El sabio o, simplemente, el hombre que piensa, que medita, se distingue precisamente por el hecho de que desprecia el sufrimiento. Siempre está satisfecho y nada le asombra.
– Esto quiere decir que yo soy un idiota, puesto que sufro, estoy descontento y me asombra la vileza humana.
-No debe pensar así. Si reflexiona a menudo, comprenderá la insignificancia de todo lo externo, lo que nos inquieta. Hay que aspirar a comprender la vida; en ello está el verdadero bien.
-Comprender la vida… – replicó Iván Dmítrich, arrugando el ceño-. Lo exterior, lo interior… Perdóneme, pero no lo comprendo. Lo único que sé -añadió, levantándose y mirando irritado al doctor-,lo único que sé es que Dios me creó de sangre caliente y nervios, ¡como lo oye! El tejido orgánico, si es capaz de vida, debe reaccionar a cualquier excitación. ¡Y yo reacciono! Al dolor respondo con gritos y lágrimas; a la infamia, con indignación; a la villanía, con asco. A mi modo de ver, esto es, en realidad, lo que se llama vida. Cuanto más bajo es el organismo, menos sensible se muestra y más débilmente reacciona a la excitación. Y cuanto más elevado, tanto más sensible y enérgica es su reacción a la realidad. ¿Cómo puede ignorarlo? ¡Es usted médico y no sabe unas cosas tan elementales! Para despreciar el dolor, estar siempre satisfecho y no asombrarse de nada, hay que llegar hasta ese estado- e Iván Dmítrich señaló al mujik gordo, rebosante de grasa-, o bien haberse templado con el dolor hasta el extremo de perder toda sensibilidad hacia él; es decir, en otras palabras, dejar de vivir. Perdóneme, no soy sabio ni filósofo -prosiguió irritado-,y no comprendo nada de estas cosas. No me siento en condiciones de razonar.
-Al contrario, razona usted muy bien.
-Los estoicos, a los que usted parodia, eran unos hombres notables, pero su doctrina quedó fosilizada hace dos mil años y no ha avanzado ni tanto así, ni avanzará, porque no es práctica ni tiene vida. Sólo ha tenido cierto éxito entre una minoría que se pasa la vida estudiando y rumiando toda clase de doctrinas; la mayoría no ha llegado a comprenderla. Una doctrina que predice la indiferencia hacia las riquezas, hacia las comodidades de la vida, el desprecio de los sufrimientos y la muerte, es totalmente incomprensible para la inmensa mayoría, ya que esta mayoría no conoció nunca ni las riquezas ni las comodidades. Y despreciar el sufrimiento significaría para ella despreciar la propia vida, ya que toda la esencia del hombre la integran sensaciones de hambre, frío, ofensas, pérdidas y un miedo ante la muerte al estilo de Hamlet. En estas sensaciones está la vida entera: puede cansarnos, podemos odiarla, pero no despreciarla. Así pues, lo repito: la doctrina de los estoicos no puede tener nunca futuro. Lo que progresa, en cambio, según puede ver, desde el comienzo del mundo hasta el día de hoy, es la lucha, la sensibilidad ante el dolor, la capacidad de responder a las excitaciones…
Son pensamientos muy elementales, de acuerdo, pero muy acertados también, y no se puede decir que muy frecuentes en nuestra milenaria cultura. Las pasiones humanas, en efecto, sólo empezaron a recibir una valoración positiva en el s. XVIII de la mano de Ilustración escocesa fundada por David Hume, y no se puede afirmar que aquella novedad puramente filosófica llegase a toda Europa y menos rápidamente. En la actualidad parece que aceptamos plenamente las pasiones, pero las interpretamos como a niños hiperactivos a los que hay que constantemente alimentar y entretener. Antes se las llamaba “apetitos”, en clara connotación al aspecto animal de nuestro cuerpo, y el concepto hoy es prácticamente el mismo. De hecho, el mundo de capitalismo no sobreviviría ni un mes sin la excitación incesante de los apetitos así considerados, y para él es cierto afirmar lo que arriba dice Lichtenberg, que si por arte de magia imperase la virtud en la Tierra, no miles, sino millones morirían de hambre. También en el s. XVIII adquirió notoriedad la conocida como “Fábula de las abejas” de Mandeville, que argumentaba, antes de Adam Smith, que son los vicios privados los que indirectamente construyen las virtudes públicas, y que si no obrásemos siguiendo nuestros apetitos más egoístas, el conjunto social jamás prosperaría. Sin embargo, lo que señala Chéjov en el breve pasaje que he citado implica un planteamiento muy diferente de lo pasional en el hombre. Lo que dice el interno ficticio de Chéjov es que las pasiones son lo más humano de la humanidad, y en absoluto tienen nada que ver con lo animal en el hombre. Se trata de “reacciones” ante la realidad, mayormente correctas, y si alguien no reacciona, por ejemplo, a la injusticia con indignación es que es un ser inferior, un animal incapaz de sensibilidad superior, o que no ha entendido bien la dimensión de la injusticia en cuestión, su significado real. La sensibilidad humana que está en la raíz de todas las pasiones entendida casi como un órgano de conocimiento del mundo, aquel sin el cual apenas hay motivo para vivir, para luchar ni para engendrar invención alguna. Eso, según Chéjov, es lo que verdaderamente progresa en el mundo…
Al estoico todo esto ni le va ni le viene, él existe, o pretende existir, “como una roca imperturbable batida por el mar embravecido”, como decía de ellos Ortega y Gasset. En cierto modo el estoico recuerda a un robot, quiere ser un robot o un vulcaniano antes de que esas fantasías fueran alumbradas en el s. XX. Precisamente un robot, un ser creado mediante las ensoñaciones de la Inteligencia Artificial, poseería la insensibilidad estoica desde un principio sin necesitar conquistarla. ¿Entendería realmente algo de lo que ocurre a su alrededor en ese caso, sabría relacionarse con nosotros? Sobre eso se han escrito kilos y kilos de ciencia-ficción, y se seguirán escribiendo. ¿Habría alguna “virtud” en él habida cuenta de que sería una virtud exenta de mérito, programada y no lograda a costa de vencer el indeseable elemento pasional? Este argumento, aunque imaginario, me parece definitivo. El sentido de la vida estoica depende enteramente de su guerra a las pasiones, que, en la hipótesis de serle extirpadas, haría que toda su heroica moral se fuera al traste. En cambio, lo que insinúa Chéjov es mucho más sencillo. Estás dotado de pasiones mucho más sofisticadas y complejas de las que tenemos noticia entre el resto de los seres vivientes, úsalas. No las uses, claro, para portarte como un crío, o como un consumidor capitalista de experiencias fugaces, que es casi lo mismo, úsalas para relacionarte más comprensivamente con tu entorno. Al fin y al cabo, lo que haya de irracional, o no, en ellas, dependerá enteramente de ti…