A principios de los años 90, un joven llamado Quentin Tarantino irrumpía en la escena cinematográfica norteamericana y mundial patentando un modelo que hoy sigue vigente: el collage referencial. Tantos años de cine previo habían dado suficientes frutos como para que todo sonase a ya hecho, a ya visto. Y llegó Quentin y nos demostró que la copia descarada y el homenaje explícito podían resultar el nuevo medio de expresión más brillante y puntero, siempre y cuando uno mezclase los antecedentes en las proporciones justas. Tarantino, como gran director que es, supo tomar los aspectos más lúdicos y llamativos del cine cutre de diversas procedencias (desde el trash y el underground de su país al western a la italiana pasando por Hong Kong), y enaltecerlos por medio de las técnicas del de primera calidad (esto es, como lo hacían Leone, Peckinpah, Arthur Penn). Es perfectamente explicable el triunfo de su estilo dado que era el mejor adaptado a lo que demandaban los tiempos. Hoy en día, que se ha ampliado aún más el archivo fílmico y las posibilidades de innovar se empequeñecen cada vez más, la mixtura de referencias continúa siendo un fantástico vehículo para revelar discursos propios. Pero, y esto es algo que no cambia, sólo los verdaderos talentos hacen buen uso de ella.
Discípulo de la amplia escuela de imitadores creada por Tarantino, el danés Nicolas Winding Refn dio la campanada en el Festival de Cannes de 2011 cuando presentó Drive, un ejercicio de destilación cinematográfica consistente en construir un mito americano moderno a partir de la aleación de piezas primorosamente escogidas y pulidas hasta obtener su mínima expresión, desde los thrillers de corte más sórdido hasta las historias más románticas. Su apuesta era soldar los fragmentos a través de una trama mínima que dejara todo el espacio al despliegue del aparato estético. Se buscaba hacer hincapié en el cine desde su propia técnica, a la que se concedía el mayor peso. Refn controló muy hábilmente todos los resortes. Su labor de planteamiento y consecución de planos (esto es, dirección y montaje) en Drive resultaba apabullante, y con toda justicia se llevó el galardón correspondiente al mejor director en el citado festival. A la gran mayoría de críticos y espectadores les bastó con eso para elevar el film a los altares. Otros echamos de menos algo de contenido y de sensibilidad que reforzara el espectáculo. Porque todo lo que tenía de impecable lo tenía también de vacuo. Como, por suerte o por desgracia, fuimos los menos quienes lo vieron así, Refn tuvo carta blanca para hacer lo que le pluguiese en su siguiente proyecto.
De cara al mismo, que ha resultado ser Only God Forgives, el danés ha optado por exarcerbarlo todo, a todos los niveles: la turbia frialdad y parquedad de palabras de los personajes, el minimalismo (los giros de guión se ven aún más reducidos, los estallidos de violencia son más puntuales pero más crueles), la sublimación del vacío, la lentitud del ritmo, la importancia y la viveza del color. Para no ser acusado de repetirse, la ambientación se traslada a Tailandia, lo que permite a Refn acariciar toda una nueva paleta de referentes. Only God Forgives sustenta su desarrollo dramático sobre la confrontación de un pétreo y edípico protagonista (Ryan Gosling) con un no menos hierático y depravado antagonista indoasiático (Vithaya Pansringarm), siendo el punto de encuentro entre ambos la cadavérica y demacrada madre que soporta con agallas Kristin Scott Thomas. Lo que busca aquí el danés es desparramar su impronta estética en una atmósfera exótica, nueva para él y supuestamente también para nosotros. Y digo supuestamente porque hemos visto mucho cine. Tanto que los rincones más podridos de Asia nos resultan incluso familiares.
Por el puzzle de Only God Forgives pasan la excentricidad de los villanos de David Lynch, que tan pronto perpetran acciones de sadismo atroz como cogen el micrófono y cantan canciones populares para públicos estrafalarios en bares de colores chillones, la violencia descarnada pero ultraestilizada de Johnnie To y Park Chan-wook, el lirismo mágico y suspendido en el tiempo de Wong Kar-Wai, la extrañeza urbana de Tsai Ming-liang, incluso los ramalazos oníricos de Apitchatpong Weerasethakul. Todo ello lo agita Refn en su coctelera y lo vierte a su antojo. Pero donde en Drive suplía el hueco narrativo con total firmeza estructural y nervio visual, aquí se le dispersa todo y los referentes se lo tragan, resultando una cinta plúmbea, anodina, y muchas veces gratuita. Porque el personaje principal está tan despojado de personalidad que acaba por no decir nada. Porque el villano carece del carisma con que nos envolvía en un mal sueño aquél psicópata que cantaba Candy coloured clown, porque sus rasgos indoasiáticos apenas asustan al lado de los de los sátrapas reales que nos presenta Joshua Oppenheimer en The Act of Killing. Porque Chan-wook y To comprenden genuinamente el poso poético de la violencia asiática. Porque el hálito humano y profundamente bello de Kar-Wai brilla aquí por su ausencia. Porque Ming-liang y Weeraseakul hallan de forma más natural destellos de genio.
El vapuleo de la crítica internacional a esta película ha sido generalizado. Quizás no tanto porque bordee el despropósito sino como llamada de atención a Winding Refn. Éste podrá responder de dos formas: yendo aún más allá y facturando una obra verdaderamente radical, o volviendo a la contención que tan buenos resultados le trajo. A menos que muchos ya se hayan percatado de que Drive era un espejismo.