Pues en principio la razón tiende a raptar todo lo que
pertenece al alma para a continuación exigir por su rescate un
buen numero de fórmulas que satisfagan su afán de saber y anulan
el poder de lo que nunca podrá pertenecer a la sabiduría.
Juan Benet, ‘En la penumbra’.
¿Será necesario todavía decirlo? ¡Ea, pongamos en palabras lo evidente!: se supone que a pocos les gustan las fiestas, compromisos, efemérides, almanaques y fechas señaladas en general, pero lo cierto es que la mayoría lloraría pastosos y calientes goterones de aburrimiento si un genio burlón las eliminase para siempre del calendario. Por supuesto, todos somos ya muy espabilados y auténticos y sabemos de la falta de sentido de tales convenciones o mixtificaciones sociales, nada más que una concha vacía que la cultura del Capital ha ocupado como un cangrejo ermitaño que no desaprovecha ocasión para su beneficio. El propio Manifiesto Comunista ya había hablado de ello hace casi 160 años en aquel celebérrimo pasaje:
“Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo caballeresco y el sentimentalismo del pequeño burgués en las aguas heladas del cálculo egoísta”.
Sí, pero esto que parecía tan claro entonces no carece de una cierta ambigüedad hoy (todo lo genuinamente marxiano es algo ambiguo, por eso necesita de lo marxista para afilarse en doctrina), porque… ¿No es verdad que el capital sigue necesitando de los todos esos viejos disfraces premodernos para alojarse y extender sus voraces patitas, hasta el punto de que no es fácil distinguir ahora qué es el disfraz y quién el disfrazado, o cual usa de cual: el Capital del calendario o el calendario del Capital? ¿O alguien se imagina un restaurante de relumbrón lleno sin existir bodas (sentimentalismo pequeño-burgués) o cenas de empresa (feudalismo más o menos embozado), la orgía del despilfarro sin Navidad (religión si no fervorosa, embriagada) o sin vacaciones con paga extra (otorgada por el “superior natural”), los absurdos pero reclamados regalitos y homenajes sin día del padre (patriarcalismo) o sin aniversario (idilismo) o sin santos u onomásticas (caballeresco) –y los ejemplos podrían multiplicarse si no sin fin, bastante más…-? Incluso si el símbolo mismo de la celebración fuese un icónico dolar o una banderita americana, todavía no podríamos afirmar que ahí cogemos por fin al Capital desnudo, porque un billete no es más que la representación de un sistema productivo y de consumo específico y no su concreción y meta última como nos hacen creer. De modo que todo ello sería mejor el objeto idóneo de un análisis semiótico profundo -seguro que ya existe:
Jean Baudrillard, por ejemplo, iba en esa dirección- más que de uno sociológico o marxista, en orden a averiguar la función o contra-función de cada elemento en el conjunto (1), que nadie domina en total.
Sin embargo, actuamos como si ya poseyésemos el resultado de una investigación tal y su resultado fuese evidentemente negativo, salvo por la conveniente oportunidad que esas conmemoraciones nos ofrecen de disfrutar de días libres. Y lo que es peor: nos creemos muy perspicaces y cosmopolitas pensando que alguna vez nuestros antepasados -y aún hoy en las provincias y en el Tercer Mundo- se creyeron que ese rollo de las festividades y el folclore trataban de algo distinto. ¡Qué sorpresa cuando descubrimos que precisamente el bloque desarrollado del planeta es el que más necesita de esos eventos -de esos fistros periódicos, como los llamaremos en adelante, ya que no significan nada-, generando incesantemente centenarios-Quijote, años de la mujer trabajadora, doce meses/doce causas, semanas blancas u orientales, días del niño, horas felices, minutos de silencio y un largo, largo etcétera! No podía ser de otro modo. Pues tampoco a los abuelos se les escapaba la naturaleza impostada de tantos fistros, ni que el orden y el poder se afianzaba hondamente en ellos, pero entendían también por lo bajo que proporcionan cierta orografía regular al curso del tiempo que es más deseable que una llanura cronológica vacía y plana (2), además de crear un cierto sentido artificial de comunidad tanto más necesario cuando este va desapareciendo con la modernización de las sociedades. No recuerdo bien en este momento si fue Freud quien habló de las Lebenslüge, o sea, por paráfrasis, de las mentiras que dan vida, vocablo adaptado de un término noruego de Ibsen que me parece que define también este plano colectivo de inercias que jalonan y colorean la existencia al tiempo que delimitan el espacio en el que quizá quepa tomarse alguna libertad, “por lo menos para nosotros que aceptamos la invitación de lo inesencial” -un eco de Eco…
No obstante, siempre habrá quien desafíe al genio burlón y se tenga por capaz de abjurar de todos los fistros vigentes en nombre de la sacrosanta potestad de expandir esos márgenes o resquicios de libertad hasta el infinito y más allá. Así, el Cortázar de Rayuela y sus escritos breves, junto con otros apóstatas de la Gran Costumbre, han hecho un profundo daño haciendo pensar a su confiado público que cualquiera está facultado para inventar nuevos e interminables fistros, de manera que las “Lebenslüge” broten y se marchiten en el aquí y el ahora de la situación concreta e individual. Más esta aparente solución involucra tres problemas, lo cual no parece matemáticamente rentable: primero, que sólo unos pocos privilegiados (de ahí el “gran daño”) podrían permitirse desautomatizar sus rutinas, lo cual reduce mucho el alcance de la propuesta tornándola además sospechosamente elitista; segundo, que la conciencia de lo imaginario no acaba nunca con lo imaginario (con Spinoza y en contra del psicoanálisis), de forma que emigrar a Bangladesh en Semana Santa no quita que hayamos pasado, incluso a nuestros propios ojos, la dichosa Semana Santa en un país budista (3); y, por último, que lo inesencial no se vuelve esencial porque el sujeto (yo mismo, en protagonista primera persona) funde sus propios fistros de la pradera ex nihilo, siendo el erial igual de pobre y llano pero sin acompañamiento social. ¡Aaah! Pero es que los tres problemas no son tales, sino que se reúnen iluminando la clave apenas secreta del asunto, que es la siguiente: el que reniega de los fistros comunes no reniega de la banalidad de los mismos, sino precisamente de su dimensión compartida, y por ello quiere ese elitismo cripto-juvenil, quiere ser el único en viajar a Bangladesh y quiere, en última instancia, apartarse del hedor y balido de la grey. Y esto sí que es nuevo frente a los abuelos.
Acabáramos, nunca mejor dicho. Se puede ser todavía una fashion victim de la vieja contracultura, o se pueden acatar mansa y pacientemente los fistros reinantes: no me pronunciaré acerca de qué es peor o más cansado. Pero se puede también buscar una “entente cordiale” con las convenciones fistricas y pasarlo todos lo mejor posible a través de ellas, como un etéreo perfume que ambienta pero no pringa (esas coquetas señoritas que lo pulverizan en el aire y luego se arriman, en vez de aplicárselo directamente, lo cual atufa necesariamente a los demás). Pues no sólo la Razón, como sugiere Benet, pertenece en exclusiva al alma, y hay también en lo demás una cierta sabiduría.
(1) Con gusto descontextualizo para mis fines un pasaje de Umberto Eco sobre el carácter del símbolo contemporáneo en la compilación de comunicaciones publicada en castellano como ‘Sobre literatura’ en RqueR editorial: El símbolo es una epifanía con Reyes Magos que no sabemos de dónde vienen, a dónde van, ni a quién han venido a adorar. El pesebre de Belén está vacío, y aún así ocupado -que sé yo- por un objeto enigmático, un puñal, una caja negra, una cúpula de cristal con nieve que cae sobre la Virgen de Oropa, los pedazos de un horario ferroviario. Y, con todo, resplandece, por lo menos para nosotros que aceptamos la invitación de lo inesencial.
(2) Acerca del carácter cíclico de los ritos de umbral primitivos, el clásico ‘El mito del Eterno Retorno’ de M. Eliade.
(3) Como el personaje -presuntamente real- de ‘Beautiful mind’, que jamás se libra del todo de sus fantasmas, todo lo más, cambia de actitud respecto a ellos. Por cierto, el término desautomatización está avalado por el formalismo ruso.
La agudeza de J.B. En el proemio, complica la llamada del ‘fistro’. Por lo demás, un placer la re lectura de ‘ El Manifiesto Comunista’ a estas alturas.
El resto del libro de Benet, jodido de leer…
Toda montaña es difícil de escalar. Y a veces, cansada.
El Manifiesto, en cambio, es cuesta abajo…
No cabe otra lectura que esa: cuesta abajo y sin frenos, hasta estrellarte.
Eso mismo dice Walter Benjamin del capitalismo…
Pero ocurre que el bueno de WB. no vio el estrépito del choque del Comunismo con el bajonazo del valle de la historia.
Si es estrépito más bien no lo oyó… Cuando él murió ni siquiera se adivinaban los crímenes de Stalin.