Andrés se vistió de torpeza. La tira de ojales de su camisa parecía jugar a hacer puentes, mientras los bajos del pantalón dejaban una estela de suelo brillante detrás de sus pasos y algún dedo del pie saludaba a través de las ventanas redondas de los calcetines. Tomó un sorbo de leche de la nevera. Tuvo que escupirlo en el fregadero. Ya comería algo después, aunque el vacío de su estómago trepaba ya hacia la garganta. Y salió a la calle para buscar la pista que seguía desde hacía semanas, aunque no sabía aún qué era, qué forma tenía el objeto de su persecución. Funcionaba así, a impulsos, y la última búsqueda le estaba llevando demasiado tiempo.
Las sombras de los edificios en Florencia ya crecían ocupando las aceras, justo a esa hora en la que las persianas comenzaban a bajar desde esa suerte de ojos que parecían hacerle guiños para indicarle el camino. Escuchó, entonces, un piano. No sabía de dónde le llegaba el sonido, parecía escaparse de algún espacio perdido en la luz naranja, en plena fuga. Trató de seguir el rastro, cada vez por calles más estrechas. Aceleraba el paso a veces, porque sonaba más próximo. Otras, simplemente no sabía cómo atraparlo. Le faltaban pies para seguir todas las direcciones posibles. Cada nota parecía llegarle desde todos los rincones de la ciudad. Decidió, entonces, elegir una dirección concreta y cerrar los ojos, seguir muy concentrado el rastro sonoro. Podía percibir el olor y hasta el color amarillo y rampante de la música. Los transeúntes se apartaban a su paso, empujados por su cara ausente, hasta que llegó ante aquella enorme puerta entreabierta. La abrió con todo el peso de su cuerpo y unos dedos de aire fresco parecieron franquearle la entrada. Había llegado a la misma fuente del sonido. La Galleria dell’Accademia. Una sala llena de bancos vacía y el David de Miguel Ángel, imponente en su perfección, al fondo. Delante de él, un pianista tocaba una canción que nunca había escuchado y que parecía llenar el espacio de notas aladas, pequeñas mariposas amarillas que alcanzaban el techo antes de resbalar y rodear cada columna, cada espacio de la piel marmórea del coloso, antes de llegar a sus oídos. La belleza en su estado esencial. Había encontrado lo que buscaba, tan alejado de él, de su propio desorden.
Y caminó, entonces, de espaldas hacia la puerta para no olvidar ni un solo detalle, para poder recurrir a aquel recuerdo cuando lo necesitase, igual que mirar viejas fotografías le devolvía voces, olores y deseos.
Una de aquellas mariposas se apoyó, entonces, en su nariz, levemente, antes de salir por la puerta de L’Accademia. Hacia la calle. Parecía buscar algo. Como él, en realidad. Y decidió seguirla.
*Fotografias de san4353.