¿Qué hicimos con el tiempo?

¿Qué hicimos ese año? ¿Dónde enterramos el tiempo?

Un día recordaremos que en algún momento habitamos un paraíso y que ese paraíso era un ave de paso, grácil y elegante, donde la eternidad podía durar un segundo y los vientos contaban historias legendarias que nosotros nos creíamos porque éramos jóvenes y bellos y algo ingenuos, y pensábamos que la felicidad era un beso lento en una habitación con el suelo de madera, unas cortinas naranjas y tres botellas de vino medio llenas en una estantería antigua. Nos torturábamos, sí, con el futuro, y la incertidumbre, y esa desesperación tan propia de la juventud que quiere brotar y no sabe por donde, pero esa tortura era dulce, porque nos hacía sentir vivos, tan vivos como peces azules, como la primavera que calentaba nuestras cervezas en las orillas del Sena mientras sonaba alguna armónica lejana. Estábamos perdidos y lo sabíamos, pero nos resistíamos a encontrarnos intuyendo que esa indeterminación placida éramos nosotros y que no necesitábamos mucho más que comunicarnos con papeles amarillos y algún verso intenso. Todo era ficticio, es cierto, pero no habíamos vivido nada tan real en nuestras vidas, y nos reíamos del realismo a carcajadas entre humo de cigarrillos rubios y suspiros de Jack Daniels.

¿Qué hicimos ese año? ¿Dónde enterramos el tiempo?

Recorrimos todas las calles adoquinadas de Paris teorizando acerca del amor, y del suicidio, mientras las palabras de los poetas malditos nos señalaban un camino emocional y truculento que temíamos, y que no queríamos coger, pero que nos atraía demasiado como para no probarlo. Luego escuchábamos música, nos dejábamos balancear por alguna de nuestras melodías, casi siempre The Dreamer, y eso nos contagiaba de un optimismo que nos hacía olvidarlo todo, y devorábamos helados de vainilla en algún banco del parque de Luxemburgo sintiendo que la recompensa era la búsqueda y que un helado de vainilla podía ser la solución al más grave de los problemas. También perseguíamos gatos, porque los dos habíamos crecido con La Maga, y nos gustaban los cruasanes reflejados en el escaparate de Tiffany’s, y coincidíamos en que encontrar un gato callejero era mejor suerte que  hallar un trébol de cuatro hojas o una pata de conejo.

 

 

Nos sentíamos tan libres que necesitábamos atarnos a nuestra intimidad para no sentir el abismo bajo nuestros pies descalzos, pero a la vez, estábamos sujetos a un tiempo vertiginoso que se escapaba demasiado rápido, a una cuenta atrás que nos obligaba a mordernos la mejilla debajo de algún puente oscuro para mitigar una angustia que ni siquiera sabíamos que nos estuviera invadiendo.

Fuimos jóvenes, y bellos, y quizá lo suficientemente estúpidos como para creer que los silencios eran las palabras que necesitábamos, que cada esquina escondía la sonrisa amable de algún violinista callejero y que nuestro reflejo en cualquier escaparate siempre sería una vieja maquina de escribir, y unas cuantas postales. El futuro estaba abierto, París parecía alejarse, pero veíamos nuestros rostros temblar en el agua del Sena con la terrible certeza de que aquello no se acabaría nunca.

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