La coleccionista

Coleccionaba besos, coleccionar otra cosa hubiera sido demasiado fácil. Ni suspiros, ni estrellas, ni soles: solo besos, cuantos más mejor. Primero fueron besos robados, luego besos a escondidas y al final besos de amante, los que más le gustaban. Algunos con sabor a ron añejo, otros con el sabor al fracaso dibujado en los labios; besos urgentes casi siempre, otros suplicantes dispuestos a más, prontos a satisfacer necesidades inventadas un sábado por la noche.

Fotografía: Joel Meyerowitz

Una afición que le venía de lejos, tan lejos que a veces le costaba acordarse de aquella primera vez, de aquel trastero oscuro con olor a humedad, de su excusa de buscar un libro para el instituto, de su vecino y de sus brazos intentando zafarse de esos otros brazos que la sujetaban con fuerza, y de cómo rendida se dejó llevar con los ojos ya cerrados. Solo los abrió cuando notó como una lágrima resbalaba, una lágrima de rabia, sin explicación después de tanto tiempo buscándolo, buscando ese beso tan furtivo como la relación con ese vecino de quien nada quería saber, ahora que lo sabía todo. Y sin embargo y a pesar de las lágrimas, la sonrisa de la victoria dibujada en su rostro no se desdibujó cuando volvió a verle al día siguiente, esta vez en el ascensor. Porque también allí, volvieron a enredarse sus brazos, besos sin excusas ya, y el ascensor detenido en el 2, como si la perfección solo fuera posible entre quienes no saben cómo encontrar la felicidad si no es cerrando los ojos y dejándose llevar, esta vez hasta el cielo.

Fotografía: Joel Meyerowitz

Después se sucedieron otros muchos más, pero aquellos ya fueron besos consentidos: en la escalera, en el portal, en el cine. Otros brazos, otros cuerpos, labios distintos a los que entregarse. Descubrió que siempre había un motivo y que cualquier boca aún sin ser sensual cobraba vida cuando los besos eran cálidos y húmedos. Juegos de mayores jugando a inventar noches, sus juegos favoritos y esa incapacidad de amar un solo cuerpo, una sola vida tan fugaz como un abrazo.

Mil historias por vivir y tantas personas en ella: la niña, la adulta, la rebelde, la sumisa. Tantas cosas por ser, y esa necesidad de resistir, de convertir su vida en una película en la que nada tiene importancia si al final los protagonistas son capaces de olvidarse de lo que un día fueron, incluso de olvidar esas caricias que aunque improvisadas hacen que el argumento parezca nuevo en cada roce de sus bocas.

Fotografía: Joel Meyerowitz

Pero antes de que llegaran los besos de media noche en bares sin nombre; fue la ilusión de olvidar la rutina para convertirla en otra rutina, una rutina nueva disfrazada de misterio a la que entregarse en habitaciones en penumbra. El abismo de un secreto que aunque inconfesable no puede dejar de compartir, como si el deseo por urgente, no fuera ya deseo sino vacío, un vacío imposible de soportar, también para ella que aún sin saberlo no busca otra cosa que eso: la felicidad que se le escapa en cada mirada, en cada suspiro.

Y sin darse cuenta, una mirada definitiva con color a mar, una calle llena de gente, poemas y versos y la esperanza de un mañana que le recuerda cuando siendo niña caminaba mirando sin mirar y las nubes con caras raras le gritaban y ella sonreía primero, y luego corría a los brazos de su padre fingiendo estar asustada cuando en realidad lo que necesitaba era alargar esa sensación de fragilidad para siempre.

Fotografía: Joel Meyerowitz

Hay muchas formas de querer. ¿Te quedarás? Le oye decir en voz baja, te cambio las noches solitarias por un montón de besos. Déjame estrecharte, consumirte en el interior de mi boca. Después el silencio, y el despertar en su cama, con tantos besos: besos a cambio de nada, besos por el placer de darlos, sus preferidos. Y una última súplica, déjame quererte para siempre, ¿puedo?

*Imágenes de Joel Meyerowitz.

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