Memoria del café

En momentos malos, lo único que salva el día es un buen café. Mejor aún: en momentos malos, en momentos verdaderamente malos, lo único que puede empezar el día es un buen café. Tú no quieres ni levantarte, no tienes fuerzas, no le ves sentido a nada. Estás cansado, enfermo, decepcionado. Pero los amigos llaman, insisten, amenazan cariñosamente, entre sutiles bromas: “Ven, vístete, baja a la calle, párate un momento en el bar, siéntate con nosotros, cuéntanos qué te pasa…”. Los viejos amigos y los nuevos amigos te esperan, y escuchan, te hacen hablar, te hacen sonreír, hasta, a veces, llegan a hacerte reír. Y tú al final, después de un buen rato de tertulia improvisada, sales del bar animado, si no más feliz al menos menos triste, incluso el café, el rato del café, lo mejor del día, la única manera de arreglar un día que ha nacido estéril, es lo que te reconcilia con el mundo, con la vida, con el ser humano.

Y otras veces, cuando a ti te va mejor, cuando tú ya ves la luz del final del túnel, entonces son ellos los que faltan a la cita diaria del café. Y eres tú quien llama, quien insiste, quien no les deja resbalar en el silencio culpable de los que sienten como la vida aprieta y hasta ahoga, entonces eres tú quien devuelve las esperanzas prestadas, porque las esperanzas no son tuyas, se prestan como los mecheros y los bolígrafos, como los libros, como las cucharas y las revistas y los consejos y los números de teléfono que sólo hay que usar en caso de emergencia. Están en la mesa: son de todos, son para todos. La esperanza entre risas y bromas de un buen café.

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