El otro día estuve en la Facultad de Medicina junto con mis alumnos para asistir a una charla de neuropsicología, o neurociencia, o como lo quieran llamar, es todo lo mismo. La impartía un conferenciante simpático, honrado, con su PowerPoint en ristre, y que sabía muy bien y en lo hondo que defendía un batiburrillo hilarante, pero que parecía pensar también que nadie se iba a dar cuenta. El tema era la conexión entre la fisiología del cerebro y la conducta humana, un imposible del que nadie sabe nada, y que en la cabeza de los investigadores aún sigue enfocándose a la manera de Descartes (Descartes salió a colación, por descontado), tratando todos ellos como locos de encajar como sea dos substancias, el pensamiento y la extensión, que desde este planteamiento son completamente extrañas la una a la otra. No hay glándula pineal, señores, qué lástima, a ver qué hacemos ahora…
Más adelante el orador defendió una concepción de la inteligencia humana como la “capacidad para adaptarse y resolver problemas”, y yo me acordé de los filósofos pragmatistas, desde James a Dewey, que pensaban exactamente eso, todavía influidos por el evolucionismo, y di en barruntar si no sería al revés, como apoya el testimonio de la historia, si no sería la inteligencia humana la capacidad de crear e inventar problemas. Porque eso es lo que hacemos, los seres humanos: añadir a los problemas que ya de por sí nos arroja la Naturaleza problemas inéditos, sólo nuestros, en los que terminamos por jugarnos la vida. Suena mucho más creíble que ese insulso mecanicismo pragmatista, y en realidad basta fijarse en cualquier periodo de la historia en el que un lugar y un tiempo han cristalizado en unos años de insólito bienestar (la Atenas clásica, la Holanda del Barroco…), para concluir que lo primero que hacen todos sus contemporáneos no es disfrutar tranquilamente de la vida, sino pulir una cultura y una ciencia esplendorosas, es decir, en hacerse las preguntas adecuadas que les llevarán a la inauguración de nuevos problemas y por tanto tarde o temprano de su propia ruina como civilización. Es algo magnífico, sin duda, un proceso casi divino el de la inteligencia de la especie, un prodigio que no se puede reducir al lóbulo frontal-parietal de nada, ni siquiera del cerebro, en mi opinión, y de lo que deberíamos enorgullecernos, en vez de tratar de diseccionarlo para hallar algo tan ridículo y segregador como un miserable Cociente Intelectual…
Luego pensé en mi compañero de Departamento, que estaba sentado a mi izquierda, sin decir ni pio, y que es profesor de Psicología y aficionado a la novela negra. Y me acordé también del capítulo 13 de La hermana pequeña, la novela de Raymond Chandler, que había leído hace años y donde se nos ofrece un monólogo interior en rigurosa exclusiva desde el cerebro de un cansado y desesperado Philip Marlowe una noche en que conduce por la carretera que rodea Bay City. Chandler se complicaba la vida, claro, pues podría haberse limitado a imitar al gran Dashiell Hammett, al que adoraba y conocía al dedillo, pero los humanos nos complicamos la vida, inventamos problemas nuevos, que es en lo que consiste la Cultura con mayúsculas, y pensó que había que conseguir dotar de una mayor profundidad al detective Hard-boiled hammettiano. Y lo consiguió, a base de sufrimiento, quebraderos de cabeza, indigencia económica y muchos litros de alcohol.
En ese capítulo Marlowe vagabundea en su coche, a veces se para, y durante todo el trayecto medita. Eso no habría sido posible para Sam Spade o el Agente de la Continental, que apenas tienen fuero interno, o si lo tienen es totalmente opaco, y cuya naturaleza más propia es la acción directa. Sin embargo, Chandler nos ofrece esta joya de la neuropsicología, o de la neurociencia, o como lo quieran llamar, en la que Marlowe se nos aparece como delante de los ojos, en un intenso y sombrío presente narrativo, en medio de un ataque de misantropía y tomándoselo todo de un modo muy personal (eso es, sobre todo, lo que más lo distancia de los héroes de Hammett: tomarse cada caso de modo personal). Voy a osar transcribirlo como si se tratara de un poema en verso libre, por buscarme problemas con la familia del autor; además, casi casi tiene un estribillo propio…
Conduje hacia el este por Sunset
Boulevard, pero no fui a casa. En La
Brea giré hacia el norte y seguí hasta
Highland, subí por Cahuenga Pass y bajé
por Ventura Boulevard; pasé por Studio
City, Sherman Oaks y Encino. El
trayecto no tuvo nada de solitario.
Nunca se está solo en ese camino.
Chicos amantes de la velocidad pasaban
en Fords sin capota arriba y abajo,
siguiendo las corrientes del tránsito,
escurriéndose a un milímetro de los
parachoques ajenos, pero, no sé cómo,
sin estrellarse nunca. Hombres cansados
en cupés y sedanes polvorientos
entrecerraban los ojos y apretaban las
manos en el volante, deslizándose hacia
el norte o el oeste, hacia sus casas y sus
cenas, la página deportiva del diario de
la tarde, el ruido de la radio, los
gemidos de sus hijos malcriados y el
parloteo de sus esposas tontas. Pasé
frente a las luces de neón y las falsas
fachadas que tenían debajo, frente a los
grasientos puestos de hamburguesas que
parecían palacios bajo los colores, los
restaurantes circulares para
automovilistas que no querían apearse,
alegres como circos con sus
mostradores brillantes y con las cocinas
sudorosas detrás, donde se preparaban
cosas que habrían envenenado a un sapo.
Grandes camiones tronaban por
Sepulveda, provenientes de Wilmington
y San Pedro, y cruzaban hacia la ruta del
risco, deteniéndose y volviendo a
arrancar ante los semáforos con un
rugido de leones en el zoológico.
Detrás de Encino, una luz ocasional
parpadeaba en las laderas, entre la
espesura de los árboles. Las casas de
los astros de la pantalla. Pobres astros
de la pantalla. Veteranos de mil camas.
Cállate, Marlowe: no estás siendo muy
humano esta noche.
El aire se volvió más frío. La
autopista se estrechó. Los coches eran
tan escasos que la luz de los faros hería
la vista. La carretera subía pegada a
muros de pizarra, y en lo alto la brisa,
que llegaba sin obstáculos del mar,
bailaba en la noche.
Cené en un lugar cerca de Thousand
Oaks. Malo pero rápido. Aliméntalos y
échalos. Mucha gente. No podemos
permitirle que se quede sentado con una
segunda taza de café, caballero. Está
usando un espacio caro. ¿Ve esa gente al
otro lado de la cuerda? Quieren comer.
O al menos creen que deben. Solo Dios
sabe por qué quieren comer aquí.
Comerían mejor de una lata en su casa.
Pero no pueden encerrarse en su casa.
Igual que usted. Tienen que subirse al
coche e ir a alguna parte. Mejor para los
ladrones que se han apropiado de los
restaurantes de por aquí. Ya estamos
otra vez. No estás siendo muy humano
esta noche, Marlowe.
Pagué y me detuve en un bar para
tomar un brandy en el coche, en mi
sillón fabricado en Nueva York. ¿Por
qué Nueva York?, pensé. Es en Detroit
donde fabrican los coches. Salí al aire
de la noche, que todavía nadie había
sabido comercializar. Pero seguramente
mucha gente ya estaba trabajando en esa
dirección. Ya encontrarían la manera.
Seguí conduciendo hasta el cruce de
Oxnard y volví por la ruta del océano.
Los grandes camiones iban hacia el
norte, decorados con lucecitas
anaranjadas. A la derecha el gran
Pacífico, sólido, barría perezosamente
la playa como una señora de la limpieza
antes de irse a casa. No había luna, ni
viento, apenas el rumor del oleaje. No
había olor. No se sentía el olor ácido y
salvaje del mar. El mar de California.
California, el estado de las grandes
almacenes. Lo máximo de todo y lo
mejor de nada. Ya empezamos otra vez.
No estás siendo muy humano esta noche,
Marlowe.
De acuerdo. ¿Y por qué iba a serlo?
Estoy sentado en la oficina jugando con
una mosca muerta y de pronto aparece
ese pequeño producto de Manhattan,
Kansas, y me paga veinte viejos dólares
para encontrar a su hermano. El tipo
parece un canalla, pero quiere
encontrarlo. Así que con esa fortuna
guardada contra el pecho me traslado a
Bay City, y lo que encuentro es tan
rutinario que falta poco para que me
caiga dormido. Encuentro gente
agradable, con picahielos clavados en el
cuello y sin ellos. Vuelvo a la oficina.
Entonces viene ella y me arrebata los
veinte dólares y me da un beso y me
devuelve los veinte dólares porque
todavía no he acabado la jornada de
trabajo.
Con esas me voy a ver al doctor
Hambleton, oculista retirado (y cómo)
de El Centro, y vuelvo a encontrar la
nueva moda para el cuello. Y no se lo
digo a la policía. Me limito a levantarle
el peluquín y a marcharme con lo que he
encontrado. ¿Por qué? ¿Por quién me
estoy jugando el cuello esta vez? ¿Por
una rubia de ojos sexys y demasiadas
llaves de su puerta? ¿Por una chica de
Manhattan, Kansas? No lo sé. Lo único
que sé es que algo no es lo que parece y
la vieja y cansada pero siempre fiable
corazonada me dice que si la mano se
juega tal como están dadas las cartas,
perderá la partida la persona
equivocada. Pero ¿es cosa mía? Bueno,
¿hay algo mío? ¿Lo sé? ¿Lo he sabido
alguna vez? No vayamos tan lejos. No
estás siendo muy humano esta noche,
Marlowe.
Quizá nunca lo he sido ni lo
seré. Quizá soy un ectoplasma con una
licencia de detective. Quizá todos somos
lo mismo en el mundo frío y en
penumbras donde siempre sucede lo
malo y nunca lo bueno.
Malibú. Más estrellas de cine. Más
bañeras rosas y azules. Más camas
mullidas. Más Chanel n.º 5. Más
Lincolns Continental y Cadillacs. Más
cabellos al viento y gafas de sol y gestos
y voces seudorrefinados y moralidades
móviles. No, espera un minuto. Hay
mucha gente buena trabajando en el cine.
Tu actitud es incorrecta, Marlowe. No
estás siendo muy humano esta noche.
Olí Los Ángeles antes de llegar.
Tenía un olor agrio y viejo, como una
sala que ha estado cerrada mucho
tiempo. Pero las luces de color
engañaban. Las luces eran maravillosas.
Debería haber un monumento al hombre
que inventó las luces de neón. Un
monumento de quince pisos de alto, en
mármol sólido. He ahí un tipo que creó
algo de la nada.
Así que me metí en un cine, y Mavis
Weld tenía que actuar en la película. Una
de esas comedias cromadas donde todos
sonreían demasiado y hablaban
demasiado, y lo sabían. Las mujeres
siempre estaban subiendo largas
escaleras curvas para cambiarse de
ropa. Los hombres siempre estaban
sacando cigarrillos con monograma de
caras pitilleras, y haciendo chasquear
caros encendedores. Y los criados
tenían los hombros caídos de tanto
cargar bandejas con bebidas por una
terraza con piscina del tamaño del Lake
Huron, pero con el agua mucho más
limpia.
El actor principal era un tipo
amistoso con mucho encanto, aunque se
le estaba amarilleando un poco en los
bordes. La actriz principal era una
morena malhumorada de ojos
despectivos que salía en un par de
primeros planos que mostraban sus
cuarenta y cinco años de vigor, capaces
de romper una muñeca. Mavis Weld
hacía un papel secundario, sin sacarse el
envoltorio. Actuaba bien, pero podría
haber actuado diez veces mejor. Aunque
si hubiera actuado diez veces mejor,
habrían cortado sus escenas para
proteger a la estrella. Caminaba por la
cuerda floja de su propio talento, y
nunca he visto algo tan emocionante.
Pero de ahora en adelante ya no
caminaría por la cuerda floja, sino por
una cuerda tensa. Y muy alta. Y no
habría red debajo.