Philip Marlowe en verso libre

El otro día estuve en la Facultad de Medicina junto con mis alumnos para asistir a una charla de neuropsicología, o neurociencia, o como lo quieran llamar, es todo lo mismo. La impartía un conferenciante simpático, honrado, con su PowerPoint en ristre, y que sabía muy bien y en lo hondo que defendía un batiburrillo hilarante, pero que parecía pensar también que nadie se iba a dar cuenta. El tema era la conexión entre la fisiología del cerebro y la conducta humana, un imposible del que nadie sabe nada, y que en la cabeza de los investigadores aún sigue enfocándose a la manera de Descartes (Descartes salió a colación, por descontado), tratando todos ellos como locos de encajar como sea dos substancias, el pensamiento y la extensión, que desde este planteamiento son completamente extrañas la una a la otra. No hay glándula pineal, señores, qué lástima, a ver qué hacemos ahora…

 

 

Más adelante el orador defendió una concepción de la inteligencia humana como la “capacidad para adaptarse y resolver problemas”, y yo me acordé de los filósofos pragmatistas, desde James a Dewey, que pensaban exactamente eso, todavía influidos por el evolucionismo, y di en barruntar si no sería al revés, como apoya el testimonio de la historia, si no sería la inteligencia humana la capacidad de crear e inventar problemas. Porque eso es lo que hacemos, los seres humanos: añadir a los problemas que ya de por sí nos arroja la Naturaleza problemas inéditos, sólo nuestros, en los que terminamos por jugarnos la vida. Suena mucho más creíble que ese insulso mecanicismo pragmatista, y en realidad basta fijarse en cualquier periodo de la historia en el que un lugar y un tiempo han cristalizado en unos años de insólito bienestar (la Atenas clásica, la Holanda del Barroco…), para concluir que lo primero que hacen todos sus contemporáneos no es disfrutar tranquilamente de la vida, sino pulir una cultura y una ciencia esplendorosas, es decir, en hacerse las preguntas adecuadas que les llevarán a la inauguración de nuevos problemas y por tanto tarde o temprano de su propia ruina como civilización. Es algo magnífico, sin duda, un proceso casi divino el de la inteligencia de la especie, un prodigio que no se puede reducir al lóbulo frontal-parietal de nada, ni siquiera del cerebro, en mi opinión, y de lo que deberíamos enorgullecernos, en vez de tratar de diseccionarlo para hallar algo tan ridículo y segregador como un miserable Cociente Intelectual…

 

 

Luego pensé en mi compañero de Departamento, que estaba sentado a mi izquierda, sin decir ni pio, y que es profesor de Psicología y aficionado a la novela negra. Y me acordé también del capítulo 13 de La hermana pequeña, la novela de Raymond Chandler, que había leído hace años y donde se nos ofrece un monólogo interior en rigurosa exclusiva desde el cerebro de un cansado y desesperado Philip Marlowe una noche en que conduce por la carretera que rodea Bay City. Chandler se complicaba la vida, claro, pues podría haberse limitado a imitar al gran Dashiell Hammett, al que adoraba y conocía al dedillo, pero los humanos nos complicamos la vida, inventamos problemas nuevos, que es en lo que consiste la Cultura con mayúsculas, y pensó que había que conseguir dotar de una mayor profundidad  al detective Hard-boiled hammettiano. Y lo consiguió, a base de sufrimiento, quebraderos de cabeza, indigencia económica y muchos litros de alcohol.

 

 

En ese capítulo Marlowe vagabundea en su coche, a veces se para, y durante todo el trayecto medita. Eso no habría sido posible para Sam Spade o el Agente de la Continental, que apenas tienen fuero interno, o si lo tienen es totalmente opaco, y cuya naturaleza más propia es la acción directa. Sin embargo, Chandler nos ofrece esta joya de la neuropsicología, o de la neurociencia, o como lo quieran llamar, en la que Marlowe se nos aparece como delante de los ojos, en un intenso y sombrío presente narrativo, en medio de un ataque de misantropía y tomándoselo todo de un modo muy personal (eso es, sobre todo, lo que más lo distancia de los héroes de Hammett: tomarse cada caso de modo personal). Voy a osar transcribirlo como si se tratara de un poema en verso libre, por buscarme problemas con la familia del autor; además, casi casi tiene un estribillo propio…

 

 

 

Conduje hacia el este por Sunset

Boulevard, pero no fui a casa. En La

Brea giré hacia el norte y seguí hasta

Highland, subí por Cahuenga Pass y bajé

por Ventura Boulevard; pasé por Studio

City, Sherman Oaks y Encino. El

trayecto no tuvo nada de solitario.

Nunca se está solo en ese camino.

 

Chicos amantes de la velocidad pasaban

en Fords sin capota arriba y abajo,

siguiendo las corrientes del tránsito,

escurriéndose a un milímetro de los

parachoques ajenos, pero, no sé cómo,

sin estrellarse nunca. Hombres cansados

en cupés y sedanes polvorientos

entrecerraban los ojos y apretaban las

manos en el volante, deslizándose hacia

el norte o el oeste, hacia sus casas y sus

cenas, la página deportiva del diario de

la tarde, el ruido de la radio, los

gemidos de sus hijos malcriados y el

parloteo de sus esposas tontas. Pasé

frente a las luces de neón y las falsas

fachadas que tenían debajo, frente a los

grasientos puestos de hamburguesas que

parecían palacios bajo los colores, los

restaurantes circulares para

automovilistas que no querían apearse,

alegres como circos con sus

mostradores brillantes y con las cocinas

sudorosas detrás, donde se preparaban

cosas que habrían envenenado a un sapo.

 

 

 

Grandes camiones tronaban por

Sepulveda, provenientes de Wilmington

y San Pedro, y cruzaban hacia la ruta del

risco, deteniéndose y volviendo a

arrancar ante los semáforos con un

rugido de leones en el zoológico.

Detrás de Encino, una luz ocasional

parpadeaba en las laderas, entre la

espesura de los árboles. Las casas de

los astros de la pantalla. Pobres astros

de la pantalla. Veteranos de mil camas.

Cállate, Marlowe: no estás siendo muy

humano esta noche.

 

El aire se volvió más frío. La

autopista se estrechó. Los coches eran

tan escasos que la luz de los faros hería

la vista. La carretera subía pegada a

muros de pizarra, y en lo alto la brisa,

que llegaba sin obstáculos del mar,

bailaba en la noche.

Cené en un lugar cerca de Thousand

Oaks. Malo pero rápido. Aliméntalos y

échalos. Mucha gente. No podemos

permitirle que se quede sentado con una

segunda taza de café, caballero. Está

usando un espacio caro. ¿Ve esa gente al

otro lado de la cuerda? Quieren comer.

O al menos creen que deben. Solo Dios

sabe por qué quieren comer aquí.

Comerían mejor de una lata en su casa.

Pero no pueden encerrarse en su casa.

Igual que usted. Tienen que subirse al

coche e ir a alguna parte. Mejor para los

ladrones que se han apropiado de los

restaurantes de por aquí. Ya estamos

otra vez. No estás siendo muy humano

esta noche, Marlowe.

 

 

 

Pagué y me detuve en un bar para

tomar un brandy en el coche, en mi

sillón fabricado en Nueva York. ¿Por

qué Nueva York?, pensé. Es en Detroit

donde fabrican los coches. Salí al aire

de la noche, que todavía nadie había

sabido comercializar. Pero seguramente

mucha gente ya estaba trabajando en esa

dirección. Ya encontrarían la manera.

Seguí conduciendo hasta el cruce de

Oxnard y volví por la ruta del océano.

Los grandes camiones iban hacia el

norte, decorados con lucecitas

anaranjadas. A la derecha el gran

Pacífico, sólido, barría perezosamente

la playa como una señora de la limpieza

antes de irse a casa. No había luna, ni

viento, apenas el rumor del oleaje. No

había olor. No se sentía el olor ácido y

salvaje del mar. El mar de California.

California, el estado de las grandes

almacenes. Lo máximo de todo y lo

mejor de nada. Ya empezamos otra vez.

No estás siendo muy humano esta noche,

Marlowe.

 

 

 

De acuerdo. ¿Y por qué iba a serlo?

Estoy sentado en la oficina jugando con

una mosca muerta y de pronto aparece

ese pequeño producto de Manhattan,

Kansas, y me paga veinte viejos dólares

para encontrar a su hermano. El tipo

parece un canalla, pero quiere

encontrarlo. Así que con esa fortuna

guardada contra el pecho me traslado a

Bay City, y lo que encuentro es tan

rutinario que falta poco para que me

caiga dormido. Encuentro gente

agradable, con picahielos clavados en el

cuello y sin ellos. Vuelvo a la oficina.

Entonces viene ella y me arrebata los

veinte dólares y me da un beso y me

devuelve los veinte dólares porque

todavía no he acabado la jornada de

trabajo.

 

Con esas me voy a ver al doctor

Hambleton, oculista retirado (y cómo)

de El Centro, y vuelvo a encontrar la

nueva moda para el cuello. Y no se lo

digo a la policía. Me limito a levantarle

el peluquín y a marcharme con lo que he

encontrado. ¿Por qué? ¿Por quién me

estoy jugando el cuello esta vez? ¿Por

una rubia de ojos sexys y demasiadas

llaves de su puerta? ¿Por una chica de

Manhattan, Kansas? No lo sé. Lo único

que sé es que algo no es lo que parece y

la vieja y cansada pero siempre fiable

corazonada me dice que si la mano se

juega tal como están dadas las cartas,

perderá la partida la persona

equivocada. Pero ¿es cosa mía? Bueno,

¿hay algo mío? ¿Lo sé? ¿Lo he sabido

alguna vez? No vayamos tan lejos. No

estás siendo muy humano esta noche,

Marlowe.

 

 

 

Quizá nunca lo he sido ni lo

seré. Quizá soy un ectoplasma con una

licencia de detective. Quizá todos somos

lo mismo en el mundo frío y en

penumbras donde siempre sucede lo

malo y nunca lo bueno.

Malibú. Más estrellas de cine. Más

bañeras rosas y azules. Más camas

mullidas. Más Chanel n.º 5. Más

Lincolns Continental y Cadillacs. Más

cabellos al viento y gafas de sol y gestos

y voces seudorrefinados y moralidades

móviles. No, espera un minuto. Hay

mucha gente buena trabajando en el cine.

Tu actitud es incorrecta, Marlowe. No

estás siendo muy humano esta noche.

 

Olí Los Ángeles antes de llegar.

Tenía un olor agrio y viejo, como una

sala que ha estado cerrada mucho

tiempo. Pero las luces de color

engañaban. Las luces eran maravillosas.

Debería haber un monumento al hombre

que inventó las luces de neón. Un

monumento de quince pisos de alto, en

mármol sólido. He ahí un tipo que creó

algo de la nada.

Así que me metí en un cine, y Mavis

Weld tenía que actuar en la película. Una

de esas comedias cromadas donde todos

sonreían demasiado y hablaban

demasiado, y lo sabían. Las mujeres

siempre estaban subiendo largas

escaleras curvas para cambiarse de

ropa. Los hombres siempre estaban

sacando cigarrillos con monograma de

caras pitilleras, y haciendo chasquear

caros encendedores. Y los criados

tenían los hombros caídos de tanto

cargar bandejas con bebidas por una

terraza con piscina del tamaño del Lake

Huron, pero con el agua mucho más

limpia.

 

 

 

El actor principal era un tipo

amistoso con mucho encanto, aunque se

le estaba amarilleando un poco en los

bordes. La actriz principal era una

morena malhumorada de ojos

despectivos que salía en un par de

primeros planos que mostraban sus

cuarenta y cinco años de vigor, capaces

de romper una muñeca. Mavis Weld

hacía un papel secundario, sin sacarse el

envoltorio. Actuaba bien, pero podría

haber actuado diez veces mejor. Aunque

si hubiera actuado diez veces mejor,

habrían cortado sus escenas para

proteger a la estrella. Caminaba por la

cuerda floja de su propio talento, y

nunca he visto algo tan emocionante.

Pero de ahora en adelante ya no

caminaría por la cuerda floja, sino por

una cuerda tensa. Y muy alta. Y no

habría red debajo.

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