Cómo nos fascina ver brotar con naturalidad el talento, contemplar a ese niño saltando el potro con tanta facilidad y verlo crecer, año a año, en ese vídeo casero tan autentico, la mirada consciente de la esperanza y el esfuerzo de sus padres. El niño que nació tan elástico, que destacaba desde el principio, que pasó de la gimnasia al ballet, que era la única posibilidad de prosperar en aquellos barrios de Kiev, donde todo el mundo era igualado por la pobreza. La profesora que lo alienta en el gimnasio desangelado, el padre que emigra a Portugal de albañil, la abuela a Grecia a cuidar viejos demenciados, la madre que se queda cerca, para mantener la exigencia y la intendencia imprescindible. “Billy Elliot” hecho realidad.
La posibilidad de entrar en el Royal Ballet al principio de la adolescencia. La soledad en aquel Londres mientras seguía creciendo muy deprisa. Lo adelantaron tres cursos. Nadie flotaba en el aire como él, nadie ensayaba más, nadie parecía tan tocado por los dioses. A los diecinueve años se convirtió en el bailarín principal más joven de la historia de la compañía. Fascinó a todo el mundo. Era el nuevo Nureyev, el nuevo héroe de la danza emergiendo con la fuerza invencible del talento. Una vida entera posible en ese mundo, en esos teatros fabulosos, coqueteando con la belleza más pura, en los mejores escenarios del mundo. Y entonces todo se rompió.
Se sentía solo. Se había distanciado de los ojos de su madre que casi no podía soportar, de la exigencia que percibía en ellos. Algo más se rompió: sus padres se divorciaron y la fuerza del núcleo que lo impulsaba desapareció. Ahora quedaba ese vacío de la madurez, cuando hay que responder esa pregunta elemental y terrible: ¿por qué hago lo que hago? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué vivo como vivo?. Así que comenzó a tatuarse para construir una identidad y a tomar analgésicos para no sentir el dolor. A un bailarín le duele todo todo el tiempo, lo que se olvida siempre cuando se lo admira desde el patio de butacas suspendido en la música, danzando como si la gravedad no lo afectara.
Así que lo dejó todo. Pero tenía que vivir y volvió a comenzar en Rusia donde nadie lo conocía. Ganó el concurso de ballet más importante de la televisión, encontró a Igor Zelensky que lo animó a volver de nuevo. Una figura de referencia, un nuevo padre para sustituir al que estaba muy lejos. Otra vez el éxito en la Compañía Stanislavski de Moscú, esta vez en su país, habiendo comenzado, de nuevo, desde el principio. Por fin la reconciliación con su familia y sus origenes.
Y de nuevo el aburrimiento, el peso de un tipo de vida que lo consume todo. Otra vez la pregunta. ¿Por qué tengo que hacer esto? ¿Solo porque tengo cualidades?. ¿Solo porque he triunfado o despierto expectativas?. El juego de matrioskas infinito cuando ya se ha salido de pobre y se puede elegir. El impulso de moverse hacia algún sitio que quizá no se conoce todavía y que comporta un nuevo riesgo pero que se supone más satisfactorio. Tambien la necesidad de alejarse para darse cuenta de hasta qué punto se ama lo que se abandona.
Sergei Polunin dijo de nuevo adiós con un vídeo de David Lachapelle que de inmediato se hizo viral, que resulta fascinante, inspirador para los que quieren ser como él, que deja quizá la puerta abierta a volver de otra manera o con las ideas más claras. Lo interesante de su historia no es solo que consiguiera triunfar, sino lo que se vislumbra después, en la cúspide de la pirámide de Maslow, las necesidades cuando ya parece tenerse todo, lo que cualquier ser humano tiene que resolver al menos una vez en la vida o quizá varias si se lo permite su temperamento, su situación, sus cualidades. La puerta siempre abierta cuando se tiene algo que los demás aprecian.
Y mientras los otros, los que lo desean tanto, los que trabajan muy fuerte, los que se lo juegan todo y esperan la felicidad allí arriba, en el éxito y el reconocimiento. Pero que no llegan porque les falta algo: suerte o talento o fuerza. Los que imaginan que allá arriba está el paraíso. El lugar que los hará felices para siempre. Los demás, que quizá se equivocan, porque ignoran que el juego sigue y luego puede comenzar lo más difícil.