Il novanta per cento ha paura di essere appariscenti e di quello che dice la gente, così compra un abito grigio. Dovrebbero osare ad essere diverse.”
Elsa Schiaparelli
Recostada en un sillón, a contraluz, observa los trajes amontonados sobre su cama. Le cuesta decidirse. La Place Vendôme se adivina desde la ventana, pero ella ya no presta atención. La puerta de la habitación está abierta, el bullicio de la plaza se oye muy cerca, entra el sol parisino… y sin embargo, una extraña inquietud en la que lleva sumida todo el día le persigue. La culpa la tiene un comentario que, sin querer, ha oído en boca de Coco Chanel y que no logra apartar de su cabeza. “¿Qué es lo que ha inventado esa costurera italiana? ¡Ropa extravagante! La moda que no se hace para las masas no es moda, muere al nacer…” Palabras que se clavan en su cabeza como un proyectil, incapaz de darle esquinazo, palabras que vuelven una vez y otra como el estribillo de una canción pegadiza.
Son los años 30 y París es un torbellino de fiestas, un hervidero donde las vanguardias se dan la mano, escritores, fotógrafos, cineastas, modistos… todos trabajan con insolencia, deslumbrando con su ingenio al mundo entero. Artistas, millonarios, todos quieren formar parte de esa fiebre cultural, inventar un mundo de risas y placeres con el que ahuyentar los horrores de la gran guerra. También ella, Elsa Schiaparelli, tocada con sus típicos sombreritos, nunca derrochó tanta sensualidad como en aquellas fiestas parisinas, donde hablar de moda era algo más que una excusa para que la vanguardia más bohemia se vistiera de alta costura y cayera rendida a la fina ironía de sus trajes imposibles.
La niña de mirada triste, que se asomaba al cielo en busca de nuevas estrellas junto a su tío el astrónomo, siempre curiosa, soñando con ser otra. La joven que huyendo de sus recuerdos infantiles, adornó su propio mundo, y llenó de begonias sus vestidos, la niña que nunca soñó que un día revolucionaría el mundo de la moda. La que nunca pensó que sus sombreros- zapato- volverían loco al mismísimo Dalí, ni que una langosta terminaría adornando la cabeza de Gala, la niña que tampoco imaginó que sus lágrimas terminarían en el estampado del vestido de la duquesa de Windsor.
Mucho antes de dinamitar la haute-couture desde su mismísimo corazón, Paris, Roma vio pasear su porte altivo y elegante por los barrios más residenciales y aristocráticos, ese Palazzo Corsini que la vio nacer, y en cuyos ventanales se asomaba, contemplando su reflejo, esa belleza tan poco convencional de la que siempre renegó. Y esa fuerte voluntad de querer cambiar, de transformase, cual mariposa, en busca de su personal metamorfosis. Ganas de volar, de huir, de cambiar una existencia como salida de un poema dadaísta que tanto amaba.
Precisamente, unos poemas fueron los culpables que escapara a Londres. Un libro de poemas de alto contenido erótico que escribió mientras estudiaba Filosofía, una de sus muchas transgresiones, una travesura de niña aburrida y que consiguió escandalizar a su conservadora familia. Una estancia en un convento y una huelga de hambre en señal de protesta, hicieron el resto. Elsa encontró en Londres la libertad que tanto ansiaba, un viaje introspectivo en el que consiguió arrancarse su propia mordaza y los corsés que oprimían los vestidores femeninos de la época. Pero, sobre todo, encontró la compañía de los libros, el Harper´s Bazaar, las visitas a museos y esas conferencias en las que se refugiaba en su afán por encontrarse física y espiritualmente. Por encontrar su lugar en el mundo y en la vida.
Un marido fugaz y distintos trabajos de secretaria, figurante en películas de segunda y costurera de muñecas rotas, marcaron aquellos años. Pero nada tan providencial como la ingeniosa amistad con Man Ray y unas fotos en las que gracias a su audacia consiguió seducir a la cámara e introducirse en los círculos de un surrealismo recién nacido. Conoció a Paul Poiret, que vio en ella a una mujer estilosa, imaginativa y, sobre todo, audaz, y decidió entonces vestirla gratis para la agitada vida social que empezaba a desperezarse. Así encontró su lugar en el mundo: el de la moda.
Y ahora… ahí está en su habitación, sin decidirse, con un montón de trajes amontonados sobre la cama. Recostada en su sillón, fumando un largo cigarrillo con boquilla de marfil. No puede evitar acordarse de sus comienzos, de aquellos jerséis con trampatojo, faldas y vestidos de punto tricotado. De cómo el arte poco a poco fue colándose en sus diseños. Cremalleras de colores, turbantes, los zapatos de cuña y los botones que parecían cualquier cosa menos botones. Escarabajos, las abejas y los grillos que ella utilizó como joyería de fantasía. Trajes que la mayor parte de Hollywood pasearon por sus películas, Zsa Zsa Gabor, su amiga Mae West, Katherine Hepburn…
Se sienta en el tocador, se ahueca el moño antes de salir a cenar, se mira en el espejo. La Place Vêndome sonríe, se diría que le guiña el ojo, aunque ella tiene la mirada fija en el armario. No se decide. Pero como sucede tantas veces, mientras se retoca el rojo de labios, la cuestión queda zanjada como quien de un manotazo acaba con el zumbido molesto de una mosca. “Qué más da si soy una costurera italiana… qué más da si mis trajes son extravagantes y no son para la mayoría, qué más da todo…. A fin de cuentas las mujeres visten igual en todo el mundo. Al fin y al cabo, visten para molestar a otras mujeres, también yo.”