Hace escasos días y a propósito de la conmemoración de Marcel Duchamp (Marcel Duchamp ¿bautizo o entierro?), salía lateralmente a relucir el trabajo irónico-crítico y desmitificador, que sobre el artista francés, realizara Eduardo Arroyo, junto Gilles Aillaud y Antonio Recalcati en 1965: El fin trágico de Marcel Duchamp. Y ahora, días más tarde de aquello, lo que entonamos es el final, no sé si trágico, de Eduardo Arroyo (Madrid 1937-Madrid 2018).
El obituario que sobre Arroyo traza Jesús Ruíz Matilla en El País, deja ver alguna obsesión personal, entre otras muchas sostenidas a lo largo de los años por Arroyo: desde cierta pintura hipervalorada, al interés por la literatura, el gusto por el boxeo o el mundo de los toros en momentos de antitaurinismo militante. Obituario que actualiza su trabajo del pasado 26 de febrero de 2017 en el mismo periódico, al cumplir Arroyo los 80 años. “Desde hacía algunos años vivió con una doliente obsesión: ‘¿Cuál será mi último cuadro?’. Eduardo Arroyo lo repetía en algunas conversaciones a dos, mientras pintaba, esculpía, escribía compulsivamente y exponía por todas partes en una angustiosa —y terapéutica— huida hacia adelante. Él, que amaba el boxeo y acudía a las plazas de toros como un feligrés, se resistía al KO y escurría la parca a capotazos”.
Razón obsesiva sobre su última pieza pintada o escrita, que aparecía, en el que tal vez haya sido su último texto publicado Autorretrato del artista contradictorio (Babelia, 17 de febrero de 2018). Donde deja ver algunas pistas ya esbozadas en sus anteriores trabajos memorialísticos: Minuta de un testamento (2009) y Bambalinas (2016), al que se suma su última entrega inédita, Diez negritos, que compone un no velado homenaje a Agatha Christie. Allí anotaba Arroyo: “Me han gustado mucho El retrato de Dorian Gray y Robinson Crusoe. La primera de estas novelas comienza en el taller de un pintor; la segunda se desarrolla en una isla desierta. Es innegable: me he pasado media vida dentro de unos espacios donde pinto o escribo, en teatros para combatir la soledad y trabajar con los demás, en imprentas de arte, en talleres de cerámica. Esta ha sido mi vida. En el fondo todo esto me parece trivial. He conservado mis talleres, pero no mis casas. No quería rozarme con nadie en aquellos lugares de trabajo cuyo acceso no permitía ni a los colegas ni a los críticos de arte. Vanidad y orgullo. Tal vez. Pero también rabia frente a los elogios falos. Ya he dicho que hoy el mundo del arte no me interesa, que no tiene nada que ver con el que conocí cuando tenía 20 años”.
Además y pese a la enfermedad, Arroyo había dejado su última exposición de esculturas en Segovia, inaugurada en el último Hay Festival montada por él junto a Fabienne di Rocco, su más cercana colaboradora y comisaria de casi todas sus muestras. Todo ello cuanto aún no se habían apagado los ecos de la exposición del 2017 en la Fundación Maeght con el título En el respeto de las tradiciones, y que el citado Ruiz Matilla denominó como Arroyo, en la cima del arte de la Costa Azul (El País, 1 de julio 2017); y que mereció los elogios de Calvo Serraller al advertir que “era la mejor exposición de las muchas suyas que he visto”. Preparaba, de forma final, dos muestras más: una sobre su infancia en el Instituto Francés y otra en la sala del Botánico de Madrid, organizada por Alberto Anaut. “Fueron los coletazos a un año y medio hiperactivo, en el que arrasó con su antológica en la Fundación Maeght, de Saint-Paul-de-Vence (Francia) -donde solo antes habían expuesto un contado puñado de españoles: Picasso, Miró, Chillida, Tapies y Barceló-, su recorrido por el siglo XXI en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, invitado por Miguel Zugaza o el estand de El País en Arco”.
Pero en las últimas semanas de su vida intuyó la respuesta, prosigue Ruíz Matilla en el texto fúnebre anteriormente citado. “Eran dos [Las obras pendientes y finales, como no podía ser de otra forma en Arroyo]. Una pieza que terminó este verano en su casa de Robles de Laciana (León). Un óleo extraño que pintaba de noche, con dos submarinos acorralados en una entretela de fantasmagóricas imágenes. Y otro cuadro, que dejó a medias en su estudio de la calle de Costanilla de los Ángeles, en Madrid, sobre el que saldaba cuentas con los monstruos totalitarios de su bestiario particular: Stalin, Lenin, Mao…”.
Arroyo en 1958, se traslada a París con la intención de convertirse en escritor. Allí se relaciona con el grupo de artistas e intelectuales de exiliados españoles y comienza su afición por la pintura. Sus primeras obras son claramente figurativas como La corrida de la mariposa (1960) que presenta en el Salón de La Jeune Peintre, o los cuadros de retratos militares y personajes eclesiásticos que muestra en su primera exposición individual en 1961 en la Galería Lèvin de París y que serán utilizados más tarde en forma de libro.
En 1963 expone en la III Bienal de París, formando parte del grupo L’Abbatoir. Su oposición al régimen franquista queda manifiesta en esta muestra y en la realizada, en el mismo año, en la galería Biosca de Madrid que sería clausurada poco después de su inauguración. En 1964 participó en la muestra Mitologías diarias, fundadora del movimiento de la figuración narrativa en el Museo de Arte Moderno de París con Bernard Rancillac, Hervé Télémaque, Antonio Recalcati, Jacques Monory, Leonardo Cremonini; y el año siguiente en la muestra epónima La figuración narrativa en el arte contemporáneo, donde presentó con Gilles Aillaud y Antonio Recalcati el políptico Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp, que constituye el manifiesto de este movimiento. Y es que Arroyo rechazaba la devoción incondicional por algunos vanguardistas (Marcel Duchamp, Joan Miró, Salvador Dalí), que consideraba impuesta por modas. Pero aunque le han etiquetado de reaccionario, es doblemente rebelde en realidad: desmitifica a los grandes maestros y defiende el papel del mercado como protector y termómetro del arte, frente a la red de museos e influencias sufragada con el dinero público.
En 1965, participa en París en la muestra 25 años de paz en oposición al XXV aniversario del franquismo. Durante esos años, otras de sus preocupaciones es la polémica entre el compromiso político del arte y la vanguardia. Nacen las serie Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp (1965) y Miró rehecho (1966). Su obra se integra de lleno en el Pop Art, al que agrega otras variaciones nítidamente españolas. Y esta actitud crítica la que lo conecta con las propuestas pictóricas del Equipo crónica o del Equipo Realidad; formulando tanto una revisión crítica de asuntos pictóricos como una revisión crítica de asuntos políticos. Características de muchas de sus obras son la ausencia generalizada de profundidad espacial y el aplanamiento de la perspectiva.
En 1973 regresa a París y, al año siguiente, viaja a Valencia donde es expulsado de España. A partir de entonces y desde la visión de un refugiado se hacen obsesivos los temas y asuntos del exilio. En 1976, tras el fallecimiento de Franco, se le permite regresar a la España y comenzar una nueva etapa. Volvió ya consagrado, no solo como pintor y escritor, también como escenógrafo de ópera y teatro en todo el continente junto a su amigo Klaus Michael Grüber. Con él había debutado en 1969 en el Piccolo Teatro di Milano. La suya fue una relación fructífera y monógama que les hizo triunfar como tándem en Francia, Italia, Alemania, España o el Festival de Salzburgo, siempre de la mano, hasta 2008.
El reconocimiento de su obra se produce con el otorgamiento del Premio Nacional de Artes Plásticas del Ministerio de Cultura en (1982), o con el título de Caballero de las Artes y las Letras concedido por el gobierno francés y en las retrospectivas de su obra como las de la Biblioteca Nacional de Madrid, el Centro Pompidou o el Museo Guggenheim de Nueva York. En el año 2000, el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte le concedió la Medalla de Oro al mérito en las Bellas Artes
En todos esos años Arroyo no dejó de escribir, su otra gran pasión confesada. Su obra literaria posee un estilo directo y sobrio, que aúna la erudición aderezada con ironía, la precisión de la mirada del reportero que era en orígen, la maestría memorialística y la preclara teoría personal de la creación en cualquier campo. Piezas como El exilio anterior (1998), El trío calavera (2003), el dietario pictórico Un día sí y otro también (2004), Escenografías (2005), Al pié del cañón (2011), La oficina de San Jerónimo (2015) –que mereció el comentario de José Luis Pardo La oficina del movimiento, en Babelia de diciembre de 2015– y A la pata coja (2017). Lo mismo cuajó un perfil del boxeador Panamá Al Brown, que confeccionó su propia e insólita guía del Museo del Prado en Al pie del cañón, todo ello más allá de sus tres tomos de memorias ya citados.