Transparencia

Suele decirse que un buen método para saber si estás soñando consiste en pellizcarse. Si duele estás despierto y si no, estás soñando. Nada más lejos de la verdad: si estás soñando, a no ser que hayas sido entrenado en sueños lúcidos por Stephen Laberge, no sabes que estás soñando y no hay forma de saberlo. Por decirlo poéticamente, los sueños son unas prisiones perfectas: no puedes escapar de ellos porque, precisamente, no sabes que estás en uno de ellos. A esta propiedad la llamamos en filosofía de la mente transparencia.

La transparencia no es única de los sueños, sino que también es propia de nuestra percepción de la realidad. Todos nosotros nacemos realistas ingenuos (Naïve realism), pensamos que lo que observamos por nuestros sentidos es la auténtica y pura realidad al desnudo. Creemos que el árbol que tenemos delante de nuestros  ojos tiene esas formas y colores de un modo absolutamente objetivo. Es por eso que si viviéramos en la matrix de las Wachowski, no habría forma de escapar de allí hasta que Morfeo viniera a rescatarnos (solo pueden salvarte desde fuera, tú nunca podrías salir desde dentro). Pero, ¿es que acaso lo que percibimos no es el mundo real? ¿El árbol que veo delante de mis ojos no está, realmente, delante de mis ojos? No.

Fotografía Philippe Halsman

El primer argumento contra el realismo ingenuo va referido al tiempo. Creemos que lo que percibimos visualmente ahora mismo, está pasando, realmente, ahora mismo. Creemos que tenemos un acceso directo al presente. Sin embargo, esto es imposible: el cerebro necesita un tiempo para  procesar la información. Cuando vemos cualquier objeto, desde que la información visual golpea la retina y viaja por el nervio óptico, pasando por distintas áreas visuales y por el hipotálamo, hasta llegar a las zonas de asociación, pasan, como mínimo, unas milésimas de segundo. Por tanto, la representación mental que emerge en mi consciencia tiene, necesariamente, cierto lag, llega con retraso. No tenemos acceso directo al presente, sino solo a un pasado reciente. El árbol no está delante de nosotros, tan solo estaba delante de nosotros.

Fotografía Philippe Halsman

Otro argumento que a mí me parece muy sugerente (en la historia de la filosofía hay multitudes de ellos) es el basado en la teoría de la evolución que ya trajimos aquí con la teoría de la interfaz de Donald Hoffman.  Si la evolución biológica termina por premiar diseños eficientes, parece mucho más eficiente que no gastemos tantos recursos en percibir toda la realidad tal y cómo es, sino que utilicemos señales, símbolos, iconos, etiquetas, esquemas que nos permitan saber delante de qué estamos sin tener que saberlo todo. Si un tigre dientes de sable viene a devorarme, no hace falta que perciba todo lo que realmente es un tigre dientes de sable, sino solo lo necesario para saber que tengo que huir rápidamente de allí. Hoffman sostiene que nuestra mente es como el escritorio de nuestro ordenador, en donde los iconos representan los objetos que percibimos. El icono del reproductor de vídeo no se parece en nada a toda la serie de procesos electrónicos que suceden dentro del ordenador cuando ves un vídeo. Verdaderamente, a no ser que seamos ingenieros, no tenemos ni idea de cómo funciona todo ese mecanismo interno de voltajes, circuitos y transistores. Sin embargo, el icono funciona: cuando yo hago clic en él, el vídeo se escucha.

Fotografía Philippe Halsman

Pero aquí cabe otra pregunta: ¿por qué la evolución nos hizo realistas ingenuos? ¿Por qué hizo que la realidad se nos hiciera transparente? ¿Por qué engañarnos cual genio maligno cartesiano? Una posible respuesta nos la da Thomas Metzinger en la misma línea que Hoffman: porque requeriría un nuevo coste metabólico sin una finalidad evolutiva clara ¿Para qué me sirve saber que el icono “Tigre dientes de sable” no representa a un tigre dientes de sable real? Lo único que tengo que saber es que es muy peligroso y que hay que huir.

Aunque claro, aquí podemos entrar en un peligroso círculo vicioso: ¿Por qué yo he sido capaz, ahora, de darme cuenta de que no percibo la realidad tal y como es? ¿Por qué la evolución ha permitido que Hoffman y Metzinger lleguen a esta conclusión si no hay finalidad evolutiva alguna para ello? La respuesta está en que esta conclusión es el efecto colateral o secundario de otras habilidades que sí que tienen función evolutiva clara: nuestra capacidad de razonamiento, el lenguaje, la imaginación, etc. nos valen para sobrevivir, pero también para hacer otras cosas que no nos valen para nada. Es lo que llamamos el excedente cognitivo, si bien, para desarrollar esta idea convincentemente, requeriríamos muchas más explicaciones. Dese cuenta el lector que estamos ante una teoría no falsable en términos popperianos: afirmamos que todo tiene un origen biológico evolutivo, cuando lo encontramos todos contentos, pero cuando no, decimos que es un efecto colateral, exaptación, órgano rudimentario, etc. con un origen, igualmente, evolutivo. Siempre tenemos respuestas para todo y así siempre tenemos razón. Sospechoso. Hay que mejorar las explicaciones, afinar más: hay que profundizar mucho más en la teoría de la evolución. No me canso de afirmar que solo hemos tocado su superficie.

Fotografía Philippe Halsman

La transparencia solo se aplica a la observación directa de la realidad, al mundo que percibimos. Los demás contenidos de nuestra mente no son transparentes: cuando pienso, recuerdo, imagino, hablo… en los contenidos de esos procesos mentales no hay transparencia. Diferenciamos perfectamente la imagen mental de un coche de un coche de verdad. De la misma forma, la palabra “coche” no es un coche. Aquí la función evolutiva es clara: difícilmente sobreviviríamos si no supiésemos diferenciar el recuerdo de un tigre dientes de sable de uno de verdad. Y gran parte de la disfuncionalidad que causan ciertos trastornos psiquiátricos va en esta línea: los objetos mentales se vuelven transparentes, no hay forma de saber que no son reales.

Para seguir disfrutando de Santiago Sánchez-Migallón
Herramientas cognitivas (2)
Continuo comentando las herramientas cognitivas que inicié en el anterior artículo. Glitch...
Leer más
Participa en la conversación

4 Comentarios

  1. says: Oscar S.

    La “evolución quiere”, la “evolución diseña”, la “evolución ha hecho”? Bienvenido al bando de los neolamarkianos!!

  2. says: Santiago

    Óscar:

    Es una forma de hablar, un mero recurso estilístico. La evolución no pretende absolutamente nada ni orienta al mundo biológico hacia ningún fin predeterminado, solo y únicamente genera individuos mejor adaptados a ecosistemas locales.

  3. says: Óscar

    Lastima… Pero lo has vuelto a hacer, has empleado “genera” y, enseguida, “mejor”! No tiene remedio la cosa: pensamos en lamarckiano. Yo prefiero ser consecuente.

  4. says: Óscar S.

    Y es que, pensándolo, hasta la expresión “selección natural”, rubricada por el propio Darwin, induce a equívoco. Remite a la selección artificial, en la que él estaba pensando, donde, en efecto, la selección se produce conforme al télos del criador. Sin embargo, por lo que el darwinismo fue tan revolucionario no fue por eso. Fue porque -tú lo sabes-, eliminaba la finalidad en la naturaleza, que ya Kant había convertido en un postulado estético en la Crítica del Juicio. Lo que implica el viejo darwinismo… ¿cómo me lo explicaría a mí mismo? Supongamos que tengo una ametralladora, y veinte enemigos delante, como en la Gran Guerra. Pero soy un novato, y estoy muerto de miedo. Aprieto el gatillo y disparo sin mirar. Tengo tanta suerte -es un decir…- que diecinueve mueren y sólo uno sobrevive. Sería una falacia decir que ha sobrevivido “el más apto”. Ha sido pura chiripa. Lo mismo ocurre con la naturaleza tal como la concibe El origen de las especies, y por eso resulta una visión tan terrible que los cristianos se le echaron encima. La naturaleza acribilla a los organismos con “ecosistemas locales”, como tú dices (¿y qué sería un “ecosistema global?”), catástrofes inesperadas y rivales de todo tipo. La especie, o el individuo, que sobrevive no es el o la mejor preparada, sino el que por pura casualidad tenía la alteración que encajó. Como si yo estoy tan loco que salgo todos los días con paraguas, hasta que cae una lluvia ácida de esa que nos hablaban antes, y entonces el único loco de la ciudad se salva. Sólo el taradete del paraguas transmitirá sus genes taradetes, en perjuicio del futuro. De modo que lo que yo he leído en tu texto me sigue pareciendo lamarckiano. Pero no sólo tú, creo que todos los que escriben por aquí y por allí sobre neurociencias mantienen ese mismo concepto positivo de “evolución”. Un concepto muy empresarial, muy de ideología de “prepárate para las transformaciones inminentes que te van a cambiar la vida te guste o no, pero es que además te van a gustar, si no eres un fósil…” Estupendo, ya digo que yo soy neolamarckiano. Hasta espero que hoy, en el foro de Davos, los ricos de la tierra se den cuenta de que o se moderan un poco o van a necesitar pagarse un ejercito privado cada uno de ellos (y eso que he oído en la radio que los muy zorros ya se están agenciando las zonas ecológicamente protegidas del planeta, para cuando aumente la temperatura a 2 grados o más…)

    Pero me parece que el darwinismo no era eso. Para el darwinismo no hay algo así como “evolución”, no como agente ni tampoco como resultado. Lo que hay es matanza sistemática, y suertudos que se libran. En el mundo real de los humanos los suertudos se buscan su suerte intencionadamente, como los privilegiados de Davos. Por eso prefiero el neolamarckismo: espera más de una naturaleza que ya hemos reequilibrado en nuestra contra. Si fuesemos darwinistas puros no tendríamos muchos motivos para defender a esa madrastra parricida. Pero corrígeme si me equivoco…

Leave a comment
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *