El toro que mató a Joselito

Mi abuelo que antes de la guerra era carpintero de la plaza de toros ya de viejo, había nacido en 1892, cuando llegaban las corridas de la feria de Agosto comenzaba, después de comer, a dar vueltas por el patio. Aquel patio de aspidistras y  calas blancas, a medias empedrado, a medias embaldosado de sobras, con unas columnas de madera pintadas de verde, dos mecedoras y una gata gris. No decía nada, solo cavilaba y esquivaba a la abuela mientras esperaba el reproche que le impediría ir a la corrida: porque ya había tenido bastantes juergas, por sus tres hijos muertos, por lo caras que eran las entradas, porque ya era viejo, por lo jodida que había sido la vida. Al final quizá se escapaba a ver pasar a la banda de música por la calle Toledo o se acercaba a la plaza a ver llegar a los toreros con sus Mercedes y su cara de miedo, esperando que alguien lo reconociera y lo colara y pudiera volver a ser joven.

Lo que mi abuelo nunca dejaba de hacer era llevarme, los días antes, al desencajonamiento de los toros. Me recuerdo mirando por unas ventanas a los corrales, viendo como los toros emergían deslumbrados de sus cajones, escuchando los comentarios técnicos de los que estaban por allí, fumando y muy concentrados, para adivinar el carácter de los animales por su estampa, por sus gestos más leves, por cómo embestían a un leve capote o derrotaban contra un burladero. El día de la corrida por la mañana, me llevaba al sorteo, ese azar dentro de un sombrero que podía determinar tantas cosas, la posibilidad de un toro noble o de un manso traicionero que embistiera al bulto en cualquier momento. Eran los tiempos de el Cordobés, un mito popular sin demasiada técnica, dispuesto a jugarse la vida con un salto de la rana por salir de pobre (O llevarás luto por mi” se llamaba la novela de Dominique Lapierre y Larry Collins escribieron sobre él), de Paco Camino un torero elegante y regular al que le faltaba chispa, del Mondeño que terminó metiéndose a monje para admiración de aquellas beatas que veían los toros con la capillita de la virgen al lado. Mi abuelo por aquella época siempre me decía que el mejor había sido Joselito mientras me enseñaba los carteles de raso con las corridas de 1915 que tenía enrollados en el cajón de su banco de carpintero, entre las herramientas, los restos de virutas antiguas y los mecheros de gasolina. Me hablaba de que lo vió en Almagro, de los tiempos en que los caballos de picar no llevaban peto y de Bailador, el toro que lo mató en Talavera de la Reina el 16 de Julio de 1920, cuando tenía 25 años.

Así que resulta que el 16 de Mayo de este año del COVID se han cumplido 100 años de su muerte y las cuadrillas de toda España no han podido guardar el minuto de silencio que siempre guardaban, desde entonces, la tarde de su muerte, haciendose eco de la importancia que tuvo en el toreo moderno y también lo que socialmente suponían entonces los toros como fenómeno de masas en lo que luego se denominó la “edad de oro del toreo” de la que participaron Juan Belmonte y Rodolfo Gaona. Quizá el opio del pueblo que proyectaba sus esperanzas en los héroes que intentaban salir de pobres a base de valor y suerte pero también algo más profundo y transversal que tiene que ver con el juego de la vida y la muerte, con la ambivalencia del riesgo, el miedo y el destino. La ceremonia que rebela la brutalidad y la posibilidad estética de la vida, su injusticia esencial y la posibilidad de trascendencia en la memoria de los otros, la fuerza del temperamento y la búsqueda de un sentido de algunos que lo encuentran “haciendo lunas” en una dehesa a la que llegan atravesado campos y ríos para enfrentarlos a un toro que puede eliminar de un derrote su juventud y sumirlos para siempre en en la noche. También la estructura social según el sitio que se ocupe en la plaza, la proyección de afectos y odios, el ritual que se inicia en cada toro y que admite la redención de un bronca estruendosa con solo una media verónica que de pronto conecta con un gesto que los aficionados interpretan como una conexión sagrada y supone la posibilidad de un nuevo comienzo, de una nueva esperanza de recuperar el afecto de público, la gloria para un torero y también su adicción.

Joselito y Juan Belmonte

Joselito el torero rico que nació predestinado en la dinastia de los Gallo, hijo y hermano de toreros, cuñado de Sanchez Mejías, con sangre gitana en sus venas, sabio de toros desde niño, novillero de exito a los quince, matador de toros a los diecisiete, sobrado de sabiduría y de técnica, haciendo fácil lo difícil, orgulloso como un dios en su primera época, cuando el público lo adoraba como a un ser superior y toreaba más de cien corridas al año, cuando no había antibióticos y las carreteras eran tan malas. Cien días casi seguidos notando que la barba crecía más rápido (esto lo jura Juan Belmonte), esquivando a duras penas el miedo que llena de telarañas el despertar, navegando por supersticiones y argumentos que no funcionan, irritable con los más cercanos, notando el sudor frío según llega la hora de vestirse, de salir para la plaza, de escuchar los clarines. Joselito que no buscaba dinero sino quizá gloria, que tuvo todo tan aparentemente fácil hasta que el publico se aburrió de verlo triunfar y de que el toro no lo matara. El amor imposible que también atormentaba al que creía poder conseguirlo todo, los reproches injustos que se le clavaban como puñales su última temporada.

Igancio Sánchez Mejías

Leo con sumo placer el libro de Chaves Nogales sobre Juan Belmonte (que refleja también un tiempo con una escritura magnífica), su gran rival, el niño pobre que ascendió desde las calles de Triana jugandose la vida, poniendo el corazón y encontrando, a través de él, una técnica no menos segura, el que toreó con él tantas corridas a través de los años y al final encontró al único cómplice que podía comprenderle. El que se aficionó a la lectura y frecuentó al grupo de Valle Inclán y Perez de Ayala, el que toreó con él en Madrid el día antes de su muerte y observó como lo hería la bronca injusta de la gente. El que escuchó de sus labios que no iba a volver a torear en Madrid en un tiempo, ni siquiera al día siguiente como le correspondía. Por eso hizo gestiones y se fue a Talavera a un mano a mano con Ignacio Sanchez Mejías su cuñado. Aquella corrida mítica con dos toreros ya marcados por el destino. Bailador el quinto toro burriciego que mató a los caballos, que se refugiaba en tablas y le rompió la femoral y le abrió el vientre.

Juan Belmonte ante el cadaver de Joselito

Manuel Chaves Nogales. Juan Belmonte, matador de toros.

La foto de Juan Belmonte comtemplando el cadaver y anticipando el toro que lo mataría, el que tardaría todavía en llegar, y tendría el ojo fijo de un revolver que se disparó en la sien después de despedirse de todo lo que amaba, antes de sumergirse en la oscuridad y la dependencia de la vejez. El toro que no estaba dispuesto a torear, eso de lo que Bailador libró a Joselito.

“El 15 de mayo de 1920, Joselito, Sánchez Mejías y yo toreábamos en Madrid una corrida de Murube. Aquella tarde, el público estaba furioso contra nosotros. Los toros eran chicos, y los aficionados protestaban violentamente cuando aún no había empezado la lidia. Llegaba entonces a su apogeo aquella irritación de la gente contra Joselito y contra mí, de que he hablado antes. Toreábamos muchas corridas, no nos pasaba nunca nada, cobrábamos bastante dinero y el espectador llegó a tener la impresión de que le estábamos estafando, de que habíamos eliminado el riesgo de la lidia y nos enriquecíamos impunemente. Estábamos aquella tarde en el patio de caballos esperando a que comenzara la corrida, cuando vimos llegar a un grupo de espectadores furiosos, que, agitando en el aire sus entradas, nos gritaba:

—¡Ladrones! ¡Estafadores!

El grupo de los que protestaban creció y se produjo un gran tumulto, los toreros nos vimos acorralados por aquellos energúmenos que nos injuriaban. Ante aquella avalancha, yo me encogí de hombros filosóficamente y me limité a coger por la chaqueta a uno de los que más gritaban y a decirle en voz baja:

—Y si le robamos, ¿por qué no nos denuncia usted a la policía?

A Joselito, aquella agresión, aquel furioso ataque de los aficionados que le gritaban desaforadamente le produjo una gran impresión. Se quedó cabizbajo durante un largo rato, y luego me llamó y me dijo: —Oye, Juan, hace tiempo que quería hablarte de esto, y creo que ha llegado la ocasión. El público está furioso contra nosotros, y va a llegar un día en el que no podamos salir a la plaza.

—¿Y qué podemos hacer? —Esto hay que cortarlo.

—Cuenta conmigo para lo que sea.

—Creo que lo mejor va a ser que dejemos de torear en Madrid durante una temporada larga. Así no podemos seguir. El público está cada día más exigente, y nosotros no podemos hacer más de lo que hacemos. Vamos a dejarlo. Vámonos, Juan, de la plaza de Madrid. Que vengan otros toreros. A nosotros ya no nos toleran. Dejemos libre el cartel de Madrid, a ver si el público se divierte y entusiasma con otros toreros más afortunados. Tal vez dentro de algún tiempo podamos volver en mejores condiciones. ¿No te parece?

—Si esto sigue así, no vamos a tener más remedio —le contesté. Joselito se quedó un rato pensativo, y agregó con tristeza: —Sí, hay que irse. Es lo mejor.

Éstas fueron las últimas palabras que cruzamos. Al día siguiente tenía Joselito que torear otra vez en Madrid. Rompió el contrato y se fue a torear a Talavera de la Reina. Allí le tenía citado la muerte”

https://www.youtube.com/watch?v=KZq7OT8hwbY

(…) “Lloré como no he llorado nunca en la vida. El llanto me hacía mucho bien. Hubiera querido seguir sollozando durante mucho tiempo, porque la extraña conmoción del llanto, a la que nunca, hasta entonces, me había entregado, me libraba de aquel martilleo seco del cerebro, que repetía: «¡A Joselito le ha matado un toro! ¡A Joselito le ha matado un toro!». Pero advertí que aquel llanto estaba produciendo en los míos una impresión desastrosa. Al verme llorar, mi mujer, sobrecogida, lloraba también. Lloraban, además, allá en el fondo de la casa, los familiares y los criados, y hubo un momento de tal desesperación, que me asaltó la idea de que era a mí y no a Joselito a quien lloraban. Creo que yo mismo sentí un poco mi propia muerte aquel día. Este sentimiento egoísta fue el que me permitió reaccionar enérgicamente. Volví a sepultar en el pecho la congoja que en un instante de abandono había dejado desbordar, y con un tono seco y duro hice a los míos recobrar el dominio de sus sentimientos. Llegaba la hora de la cena y con una artificiosa impasibilidad me senté a la mesa e hice a mi mujer que me acompañara y a los criados que nos sirviesen. Era aquélla una grotesca parodia. Recuerdo que para dar ejemplo intenté llevarme a la boca unas hojas de ensalada, que se me agarraron como si fuesen esparto a las fauces resecas. Simulaba que comía con la cara metida en el plato, y no me atrevía a levantar la cabeza ni a mirar a mi mujer, que sentada frente a mí se tragaba desesperadamente las lágrimas. Una vez la miré y hallé en sus ojos tal expresión de espanto, la vi mirarme con tanta alma, que me sentí anonadado.

Dos días después había toros en Madrid. Salí a la plaza con Varelito y Fortuna para lidiar una corrida de Albarrán. Tuve aquella tarde uno de los triunfos más grandes de mi vida. Era el día en que se llevaban a Sevilla el cadáver de Joselito.”

Desde la izquierda, primera fila: Pedro Salinas, Ignacio Sánchez Mejías y Jorge Guillén. Detrás, Antonio Marichalar, José Bergamín, Corpus Barga, Vicente Aleixandre, Lorca y Dámaso Alonso. Fundación García Lorca

(…) ¿Quién ha dicho que las multitudes no tienen conciencia? A raíz de la muerte de Joselito, el público de los toros fue víctima de un curioso fenómeno de remordimiento colectivo. Pude observar entonces que súbitamente se había despertado en el espectador de las corridas de toros un exagerado temor y un cuidado celosísimo por la vida de los toreros. Durante cierto tiempo hubo en las plazas una extraña tensión nerviosa. El público tenía más miedo que el torero. Cada vez que, a lo largo de la lidia, el diestro sufría una colada peligrosa de la res, o ésta hacía algún extraño, un ¡ah! angustioso de la muchedumbre ponía al torero sobre aviso. Parecía como si aquellos hombres que el día antes de la tragedia de Talavera nos agredían furiosos pidiéndonos que nos dejásemos matar o poco menos, se considerasen íntimamente culpables de aquella desgracia y el remordimiento les impulsase a evitar que se repitiera. Toreé casi a diario durante la temporada de 1920. Tuve un par de percances en Sevilla y Barcelona que me alejaron de los ruedos durante unas semanas y sirvieron para ponerme aún más de manifiesto aquel miedo que entonces sentía la gente por la vida del torero. En el mes de septiembre dejé de torear. La falta de Joselito hacía que recayese sobre mí todo el peso de las corridas, y empezaba a sentirme agotado. Los que tan enconadamente habían disputado sobre nuestra rivalidad, no sabían hasta qué punto nos completábamos y nos necesitábamos el uno al otro”

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2 Comentarios

  1. says: José Rivero

    El toreo no es tan cutre ni raro como quieren hacer ver los antitaurinos. Probablemente la realidad social de ese mundo esté en trance de desaparición, como tantos oficios y palabras, fruto de tiempos con otra configuración.Y desde ese precipicio de muerte, consuela encontrar textos como este. Que deja ver el arraigo emocional del pasado de lo taurino y su indudable poso cultural. No solo los conocidos Picasso, Goya, Hemingway y Bergamin.

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