Cada día vivimos partes ausentes, en las que no existimos. La madrugada sucede a diario pero no sabemos nada de ella a no ser por lo excepcional: los exámenes, la fiesta, el insomnio, la enfermedad de otros o la nuestra. Meterse en la noche es,  la mayoria de la vida, atravesar los umbrales del sueño. Sin embargo cualquier noche, por sorpresa, un niño llora, el teléfono nos despierta de súbito, un habitante de la casa no puede respirar o tiene un dolor en el pecho. La madrugada aparece entonces como un conocido lejano al que no hemos olvidado del todo y que nos inquieta.

Las cinco y media de la madrugada es una hora exótica situada en el inicio del descenso de la noche, donde el cielo parece detenerse un momento, antes de deslizarse hacia la luz apenas presentida de un día de verano.

En una habitación de la Residencia un viejo busca el aire como un pez fuera del agua. Tiene sesenta y cinco  años pero aparenta veinte más. Mientras lo ausculta, el médico detiene la mirada en la pierna que le falta, en los tatuajes verdosos que se van difuminando en el torax, en los brazos: un corazón deformado, un nombre de mujer, una espada. El monitor da silbidos rítmicos y sostiene el tiempo, la monja de la Residencia se mueve nerviosa buscando papeles, la enfermera coge una vía, el compañero de habitación mira la escena con los ojos fijos, en silencio, quizá temiendo cuando le tocará a él.

La ambulancia se desliza por una ciudad vacia. El médico observa los collarines amarillos que oscilan en una barra del techo y recorre con los ojos los objetos clínicos de su alrededor como si fueran animales dormidos. En la puerta del hospital un hombre delgado fuma en un poyete sombrío, una mujer con los brazos cruzados pasea con los ojos perdidos, un celador vestido de verde mira el reloj: la noche es tranquila.

Las caras conocidas esbozan una sonrisa cansada y facilitan el transito rápido a la REA* que se llena de gente que hace cosas muy rápido, entre ruidos metálicos y medias palabras. El viejo lo mira todo con resignación desde detras de la mascarilla de oxígeno, con ojos de despedida, sin decir nada. No todavía, se trasluce de frases hechas que sin embargo podrían no haberse producido y ya parecen evidentes, conformando una realidad: el electro está bien, está estable, parece solo una angina.

Salen del hospital como los que regresan del  campo de una batalla en el que  no han participado, a pesar de haber estado muy cerca, pero que les ha dejado un rastro en el cuerpo, un cierto sabor de boca. Todavía,  de nuevo, quiza se dicen para olvidarlo muy rápido. El mismo hombre sigue fumando en una esquina y el cielo ya es trasparente aunque aún relumbran los astros a lo lejos.

*REA: reanimación

Etiquetado en
Para seguir disfrutando de Ramón González Correales
Currículum, la vida que no cabe en unos folios
Hay algo incómodo en escribir un currículum. Tiene algo de examen, de...
Leer más
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *