No se hablaba de otra cosa desde hacía días. Uno de los aristócratas que se hospedaban en los baños termales había organizado una fiesta. Correría el vino, abundarían los alimentos privilegiados y no faltarían las chanzas y los bailes. En apariencia, aquella era una más de entre las habituales recepciones a las que estaban acostumbrados los habitantes de la localidad. Sin embargo, casi todas las familias de alta cuna del municipio y de los alrededores aceptaron la invitación. Todos deseaban conocer al erudito francés llegado tras un periplo por Italia y, de paso, conversar con él, más que por afán intelectual por interés en sus negocios y en posibles lazos con la monarquía francesa.
Michel de Montaigne había abandonado su castillo en el Périgord púrpura para encomendarse al que muy probablemente fue su gran viaje, una travesía que enriqueció su mirada filosófica, su dominio del latín y del italiano, así como buena parte de su producción literaria. Montaigne recorrió durante quinientos veinticinco días buena parte del territorio de las actuales Suiza, Alemania, Austria e Italia con un séquito organizado para tal fin con la esperanza de que sus actos políticos consiguieran el favor del rey Enrique III de Francia y le ofreciese un cargo diplomático. Para el filósofo francés, aquel viaje supuso un descubrimiento. Disfrutó con placer de la observación pausada, reposó en los baños cuanto necesitó por su delicado estado de salud y cumplió -hasta donde pudo y las circunstancias le permitieron- con su embajada política. Tanto fue así que incluso cuando comprobó que el rey no iba a ofrecerle cargo alguno, Montaigne continuó su ruta durante unos meses más, eso sí, viéndose obligado a prescindir de personal.
Diario del viaje a Italia por Suiza y Alemania (1580-1581) es un libro encantador que embelesa como lo hacen habitualmente las anécdotas que escuchamos en cotidianeidad. Es la explicación de por qué subgéneros literarios como el anecdotario, la crónica o el diario son los best y los longseller de toda la familia del ensayo. Al creador de este último y primordial género le debemos el habernos confiado un magistral legado bajo la forma de estos diarios escritos más con el interés de dejar constancia que con una finalidad literaria. Y es precisamente el lenguaje distendido con el que están escritos lo que los hace aún más atractivos a la hora de leer. En el libro se pueden diferenciar dos mitades, cada una de distinta naturaleza. La primera, casi un libro de viajes, escrito por el secretario que acompañaba a Michel de Montaigne para realizar la tarea, se centra en dejar constancia del recorrido del gentilhombre francés desde Beaumont hasta Roma, visitando por el camino numerosas ciudades y pueblos de Suiza y Alemania. Esta parte de los diarios resulta, en mi opinión, una auténtica delicia y una invitación a viajar con la calma y el instinto sereno con el que se hacía en el Renacimiento, donde nada quedaba cerca y, al mismo tiempo, el mundo entero se percibía al alcance de la mano. La segunda parte, más personal que la primera, y ya escrita de la mano del autor de los Ensayos, se centra en la estancia de Montaigne en los numerosos baños y en sus dolencias, en sus impresiones íntimas y en algunos pensamientos sobre lo que veía y visitaba que se deslizan casi sin contención ni censura. Ambas mitades se complementan hasta tejer una crónica tan interesante como cómoda en su lectura.
Editorial Acantilado es la encargada de editar este magnífico libro con el mimo y la sapiencia que les caracteriza, en este caso con introducción, notas y traducción a cargo del profesor de Filosofía Jordi Bayod. Un descubrimiento renovado -se publicó en su edición original en la década de 1770- que, sin duda, saldará con creces la curiosidad del lector avezado y también la del diletante.