Cine clásico: “Harper”, teoría del detective privado

Cine clásico

Los detectives hard-boiled de la estirpe de Dashiell Hammett y llevados con lucimiento al cine de Hollywood (más tarde al francés y otros…) en realidad sólo tienen un caso que llevar durante toda su vida, que es el caso de sí mismos. Quiero decir que es como si ellos mismos se presentasen en su despacho, ese de letrero deslustrado y botella de whisky en el cajón, y se encargasen a sí mismos buscarse a sí mismos, puesto que ya no saben quiénes son, ni si su apartamiento deliberado pero doloroso de las convenciones sociales les ha convertido en una bestia o en un dios, por decirlo con el Filósofo. Ayer noche volví a ver Harper, con Paul Newman, del año 1966, y así era, pero creo que es extensivo a todos los avatares del “hombre justo” que aspira a ponerse a prueba a sí propio desde Sam Spade hasta Kurt Wallander –conste que yo de Wallander sólo he visto la serie de Branagh. En Harper, que proviene de una novela de Ross McDonald que no he leído (leí otras dos, El caso Galton y El coche fúnebre pintado a rayas, las cuales encontré sumamente chandlerianas), la cosa está más clara que los ojos de Lauren Bacall. Harper, como Philip Marlowe, se crece en su proximidad a los ricos, a la clase alta, a los que desprecia a la vez que se siente atraído por ellos. Al fin y al cabo, son únicamente los acomodados los que pueden pagarse los servicios del sabueso privado, además de ser los únicos que disponen del ocio necesario para hacer y hacerse daño (sin embargo, a Hammett este elemento no le interesó en absoluto, él prefería sacar a escena el mundo del hampa).

Harper, yendo un poco más lejos, desprecia incluso a las mujeres, a las que como mucho utiliza como descanso del guerrero, algo que no estaba en Marlowe, que era un enamoradizo irónico, pero sin remisión. Hay un momento en la película en el que Shelley Winters entra en el cuarto de baño femenino de un local y en la puerta reza un “Dolls”, con lo cual creo que ya está dicho todo. Tanto es así, que el final de la historia, que no voy a revelar, consiste precisamente en eso, en una apología a la camaradería masculina a despecho de la atracción frívola y culposa por las mujeres. Una historia de detectives relata la misión del verdadero hombre en la ciudad del pecado, y debe estructurarse como un descensus ad ínferos que al terminar devuelva al protagonista purificado ante su propio espejo (así, La última seducción, con Linda Fiorentino, es una estupenda película, pero que parasita el género, mientras que las dos partes de El Crack de Alfredo Landa son cine policiaco puro y de grandísima calidad).

Harper, en la película -que pueden revisitar en una página web denominada Zoowoman-, es el único hombre maduro entre una panda insufrible de niñatos. Hasta el cuerpo de policía local está compuesto de niñatos, y los gangsters van de duros, pero tienen un cerebro de mosquito y anhelos infantiles. Aquellos personajes que mueren lo hacen por haber cometido el gran error de enamorarse, el delito en sí no tiene la menor importancia para Harper, que bien podría llegar hasta a comprenderlo. Newman se pasea por la película comiendo chicle y sacando chepa, indolente y sarcástico, como burlándose de todos sus adversarios, cuánto más ricos mejor, y esa burla es efectiva, real, porque a Harper la resolución del caso tan sólo le afecta en tanto que adensa en él una vez más la constatación de su propia talla viril e intelectual. Los detectives han de pasarlo mal, muy mal en el centro oscuro de su pesquisa (el que peor de los que yo conozco Ned Beaumont, en La llave de cristal de Hammett, que llega a plantearse el suicidio, sin ser propiamente un detective; en Hammett todo suele ser a menudo algo distinto e inquietante, por la sencilla razón de que él sí sabía de lo que se hablaba), donde se libra una batalla a brazo partido con el mismísimo Diablo en algún lugar sucio y desolado que alguna vez fue humano pero que ahora está pavorosamente dejado de la mano de Dios. Si se piensa bien, el cine negro no puede ser calificado jamás de cine de aventuras, porque es cierto que empieza a plena luz, y alegremente, pero las cosas luego se ponen terriblemente serias y terminan por poner en juego el alma misma de los participantes de la intriga, y no sólo su vida. En Harper  hay también una crítica directa de la falsa religión, de la idolatría pagana sustentada por los ricos, para que quede bien claro que la ordalía teológica en la que se ve envuelto el detective es de otra clase, de un cariz más hondo y radical…

Harper  fue, en 1966, un éxito internacional de crítica y recaudación, lo cual resulta un poco extraño si se tiene en cuenta que hablamos de los años triunfales de The Beatles. En un mismo mundo y una misma cultura convivían los geniales chicos de Liverpool cantándole al amor y la nostalgia de la hombría propia de la generación anterior, los que habían regresado quizá quemados de la guerra. Así es la vida…

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