Recordé de pronto, en el Hotel Ambos Mundos de la Habana, que Hemingway había estado en Ciudad Real. No sé por qué me vino eso a la cabeza estando tan lejos, contemplando aquella habitación muy ordenada, con una mesa pequeña donde casi solo cabía una máquina de escribir, con un amplio ventanal que daba la calle Obispo y desde la que se vislumbraba el mar y el horizonte del Floridita donde, al parecer, pasó más de un rato entre los años 1932 a 1939, cuando se hospedó allí antes de comprarse la Finca Vigía, la casa en la que vivió desde entonces cuando estaba en Cuba, hasta que la situación política se lo impidió. Quizá me lo había contado mi padre que creo que me dijo que lo había visto salir del Hotel Alfonso X el Sabio antes de la corrida y también lo había comentado, muchos años después, con Pepe Rivero cuando leí su libro “Viajar de Noche y otros relatos” donde aparece ese hotel que fue el único mínimamente confortable durante muchos años y por donde pasaron fugazmente algunos personajes conocidos que llegaron a la ciudad en los años cincuenta.
En 1959, poco antes de cumplir los 60 años, a Hemingway le quedaban solo dos años para morir. Él quizá lo presentía cada día en múltiples sensaciones de su cuerpo que cada vez aullaba o claudicaba más. Estaba obeso, tenía la tensión arterial muy alta, dormía muy mal y su ánimo era muy variable cayendo en frecuentes baches de melancolía de los que cada vez le costaba más recuperarse. Además su carácter se había vuelto a menudo desagradable, con accesos de irritabilidad en los que descargaba abundantes insultos sobre cualquiera que lo rodeara, sobre todo sobre su mujer Mary Welsh, que lo soportaba estoicamente aunque probablemente con creciente amargura y también con mucho alcohol al que se había hecho adicta. Hemingway había bebido mucho toda su vida y más en los últimos tiempos, para tratar de recomponerse y conseguir un ánimo que le permitiera escribir pero eso solo conseguía empeorarlo y dañar, aún más, un hígado ya frágil por la hemocromatosis que había heredado de su padre. También lesionaba irreversiblemente su cerebro, ya muy dañado por todos los accidentes que había tenido en su vida. A esa alturas era un hombre lleno de miedo a envejecer (y muy viejo físicamente para su edad), que no soportaba que le tocaran su nuca para que no le descolocaran el pelo con el que trataba de disimular la calvicie, con ideas paranoicas de que querían perjudicarlo (incluido el FBI, lo que luego se supo cierto). Era, en fin, un escritor, al que cada vez, le costaba más escribir, algo que había hecho cada mañana, casi obsesivamente, toda su vida, algo que le resultaba esencial y también ahora necesario, porque tenia varias obras por terminar. En 1959 tenía a medio escribir El jardín del Edén, Islas a la deriva, Paris era una fiesta y Al romper el alba.
Por eso cuando recibió el encargo de la revista Life de escribir un artículo de 10.000 palabras sobre la rivalidad entre Luis Miguel Dominguín, que había vuelto a los ruedos tras una retirada, y la nueva figura emergente Antonio Ordóñez, hijo de su amigo Cayetano Ordóñez lo vio como una oportunidad de volver a vivir una experiencia vigorizante como otras veces le había ocurrido en España. Su editorial Scribner´s también lo animó y pensó en anexar el artículo a una nueva edición, que estaba preparando, de Muerte en la tarde. Así, a bordo del Constitución, acompañado de su mujer desembarcó el 1 de Mayo de 1959 en Algeciras para instalarse en una finca cercana a Málaga (La Cónsula) que le había ofrecido un acaudalado anfitrión americano, Nathan Bill Davis. A ella volvería otras veces en ese verano y allí preparó Mary, un par de meses después, su fiesta de cumpleaños, conjunta con la de Carmen Ordoóez (la esposa de Antonio), que había nacido también el 21 de Julio y que resultó bastante accidentada. De allí viajó a Madrid, donde se hospedó en el hotel Suecia para presenciar la feria de San Isidro y dar comienzo a una larga temporada donde viajó de ciudad en ciudad, en un Ford color rosa alquilado, en olor de multitudes. Aunque en 1953, cuando regresó a España, a los San Fermines, tenía reticencias por el recibimiento que le haría el régimen de Franco por su apoyo a la República en la guerra civil, no fue molestado y menos lo iba a ser en 1959 donde Eisenhower vendría el 21 Diciembre para cerrar una alianza entre los dos países y cuando él ya había ganado el premio Nobel y era muy conocido en todo el mundo lo que significada una buena propaganda para un Régimen que quería romper su aislamiento. Su paseo por las plazas de toros lo hizo en olor de multitudes.
Desde que en 1923 conoció los toros en la Feria de San Fermín, animada por su amiga Gertrude Stein, sintió que el espectáculo representaba la ritualización de una tragedia, que contenía la muerte, sobre la que él estaba muy interesado en escribir. “Así pues fui a España para ver los toros y para tratar de escribir sobre ellos por mi cuenta. Creí que encontraría el espectáculo simple, bárbaro cruel y que no me gustaría; pero esperaba también encontrar en él una acción definida, capaz de darme ese sentimiento de la vida y de la muerte que yo buscaba con tanto ahínco“. Buscaba poder escribir de la realidad de la muerte violenta, reflejando exactamente lo que ocurre, sin cerrar los ojos, como suele hacerse: “La muerte violenta no tiene las complicaciones de la muerte por enfermedad ni de la muerte natural, ni de la muerte de un amigo, ni de la de alguien a quien se ha querido o se ha odiado; pero de todas formas. es la muerte uno de los temas sobre los que un hombre puede permitirse escribir.” dice también en “Muerte en la tarde“. Quedó tan impresionado que se propuso aprender de toros en serio porque suponía que la afición al espectáculo era como la afición al vino: desde el principio podía gustar o no gustar, pero si gustaba, podía ampliarse mucho el placer aumentando el conocimiento, educando un paladar que llevara a apreciar “la pureza y la emoción verdadera, sin trucos; la pureza clásica en la ejecución de las distintas suertes.” Aunque al principio le repugnaba el sufrimiento de los caballos pronto se dio cuenta que en la plaza no experimentaba horror ni malestar de ninguna clase y el espectáculo le pareció defendible moralmente porque “es moral todo lo que hace que me sienta bien. e inmoral todo lo que hace que me sienta mal: y juzgados por ese criterio que no intento defender, los toros son absolutamente morales para mí, porque durante la corrida, me siento muy bien, tengo sentimiento de la vida y de la muerte, de lo mortal y de lo inmortal, y una vez terminado el espectáculo, me siento muy triste pero muy a gusto.
Aquel “Verano peligroso”, desde el principio estuvo decantado por el toreo de Antonio Ordóñez que, para él, representaba la pureza clásica frente al de Luis Miguel Dominguín (seis años mayor) al que consideraba un buen torero, dotado físicamente y con una gran técnica, pero que tenía tendencia a recurrir a adornos para halagar al público que lo alejaban de la hondura auténtica. Además había desarrollado con él una amistad casi paternal incluso teñida de cierta superstición: pensaba que le aportaba suerte y por otro lado se sentía rejuvenecer estando con él, siendo objeto de su admiración. Su mirada tiene probablemente un sesgo y también pudo magnificar la rivalidad o el riesgo, ya que entonces era raro que muriera un torero en la plaza, pero el hecho es que, antes de llegar a Ciudad Real, un toro cogió a Luis Miguel en la Feria de Valencia (donde lo operó el Dr. Tamames, el cirujano taurino más conocido entonces, padre de Ramón Tamames el economista que militó muchos años en el PCE) y a Ordóñez en Palma de Mallorca. Ambos descansaron en La Cónsula antes de actuar en la Feria de Málaga donde Hemingway escribió que fue una de las mejores corridas que presenció, un “mano a mano” donde los dos estuvieron especialmente bien a pesar de que a Dominguín le dolían todavía las heridas. Después fueron a Santander donde al parecer Antonio mostró una gran superioridad sobre Luis Miguel que se resentía de un rodilla. Por fin, desde Biarritz, tomaron un avión hasta Madrid para llegar a Ciudad Real por carretera el día 17 de agosto donde iba a celebrarse otro “mano a mano”.
Cuenta Hemingway que la plaza no estaba llena y que los toros de la ganadería de Gamero Cívico de Salamanca eran desiguales aunque el mejor lote. correspondió a Ordóñez. Luis Miguel estuvo voluntarioso y cada vez con peor cara a medida que avanzaba la corrida y él tenía serias dificultades para hilar una buena faena y matar con eficacia. Mientras Antonio Ordóñez consiguió hacer faenas espléndidas que le llevaron a cortar cinco orejas, dos rabos y una pata. El cronista local, Juan Pérez Ayala (“Un aficionado del 5”) también quedó cautivado por el toreo de Ordóñez que le parecía heredero del de Belmonte, lleno de arte, de gracia y de pureza en esa esencia de del “parar, templar y mandar”. Hemingway aprovechó para apuntalar su relato de la superioridad de Ordóñez llegando hasta casi la crueldad cuando lo compara con Manolete como otro ejemplo de torero que emocionaba al público con toros hechos de encargo y faenas mediocres aunque aparentaran espectacularidad (las “manoletinas” las tenía como un truco barato). Ademas ante una pregunta de Hotch – el jugador de beisbol americano, amigo de ellos, que había hecho el paseíllo – (¿Por qué le cuesta tanto bajar la izquierda?) respondió con la insinuación de que esencialmente le faltaba valor (“Peligro de muerte”) algo probablemente bastante injusto y que proyecta su propia visión de la vida que, en el fondo, lo tenía atenazado: siempre preguntándose si era verdaderamente valiente, el más valiente, si poseía el verdadero valor que quizá buscaba, a esas alturas desesperadamente, en su identificación con Ordóñez). Cuando quizá nunca se había sentido así del todo por dentro y, como dejó intuir en alguno de sus escritos, cuando se comportó como si lo tuviera, en algunas ocasiones al menos, actuó más bien movido por una supersticiosa sensación momentánea de invulnerabilidad, como si hubiera descifrado un destino que le aseguraba que ese día no iba a morir, como si solo huyera hacia delante protegido por dioses traicioneros en los que no creía del todo.
Desde allí se fueron a Bilbao donde Ordóñez siguió triunfando. Por fin, cuando la temporada llegó a su fin, el matrimonio regresó a Estados Unidos por separado porque Mary se había adelantado para preparar la invitación que habían hecho a los Ordóñez, primero a Cuba y luego a Idaho. Hemingway llego a Nueva York agotado después de una gripe y con las primeras 500 palabras de la crónica del viaje a España. Cuando a mediados de Enero de 1960 retornó a Finca Vigía ya llevaba escritas más 63.000 que pronto llegaron a las 100.000 y se veía incapaz de editarlas para cumplir el encargo. Aaron Hotchner, que hacía funciones de secretario, llegó a Cuba para ayudarlo y finalmente lo dejaron en 90.000 que Life exigió recortar aún más, aunque acordó pagar 90.000 dólares por los derechos de publicación en la revista y 10.000 más por los derechos de traducción al español. En el verano de 1960 volvió a viajar a España solo, para acompañar a Ordóñez pero se sentía mal de salud, con el ánimo bajo y la atmósfera fue mucho más sombría. El 2 de Septiembre de 1960 Mary le mandó un telegrama anunciándole que la primera entrega de Verano peligroso se había publicado en Life y había sido muy bien acogida por los lectores. Pero al recibir el ejemplar no le gustó su rostro, ni las fotos de los toreros. Estaba deprimido y cada vez con mas ideas paranoicas. Cuando llegó a Estados Unidos su mujer lo vio tan mal que lo ingresó en la clínica Mayo donde le dieron los primeros electroshocks. El momento de la verdad se estaba acercando para él cada vez más rápido y esta vez la tragedia iba a concretarse.
Ernest Hemingway. “El verano peligroso”
“Desde Pamplona, Hotch y Antonio habían estado cambiando sus identidades. Ordóñez estaba muy satisfecho de tener dos muy distintas. Una de ellas era el hombre y la otra el torero. Cuando quería descansar en privado cambiaba de identidad con Hotch, al que llamaba Pecas o el Pecas. Lo admiraba y apreciaba mucho.
—Pecas —solía decir—, ahora eres Antonio.
—Bien, Pecas —respondería Hotch—. Más vale que te pongas a trabajar en el guión sobre la vida de Papa.
—Dile que estoy en ello. Voy por la mitad —me diría Antonio—. ¡Qué día he pasado escribiendo y jugando al béisbol!
A medianoche en la víspera de la corrida, Antonio solía decirle:
—Vuelves a ser Pecas. Y yo Antonio. ¿Te gustaría ser Antonio desde ahora?
—Dile que puede ser Antonio —me advertía Hotch—. Me parece excelente. Pero quizá deberíamos sincronizar los relojes para estar seguros.
Era en la medianoche de la víspera del mano a mano de Ciudad Real. Antonio iba a hacer que Hotch, en su misma habitación, se vistiera con uno de sus trajes de luces para salir con él en la plaza como sobresaliente, encargado de matar los toros en caso de que tanto Ordóñez como Luis Miguel resultaran heridos. Quería que Hotch fuese Antonio el día de la corrida y durante la corrida. Era ilegal por completo e ignoro cuál sería el castigo si alguien llegaba a descubrirlo. Como es lógico, no iba a serlo de verdad. Pero Antonio quería que lo creyese. Hotch figuraría como un banderillero más, pero todos lo tomarían por el sobresaliente.
—¿Quieres hacerlo, Pecas? —le preguntó Antonio.
—Naturalmente —respondió Hotch—. ¿Quién no?
—Ese es mi Pecas. ¿Ves por qué me gusta ser Pecas? Quién no.
En aquel viejo y oscuro hotel, de estrechas escaleras y habitaciones, que no tenía ni ducha ni baño, nos sirvieron un buen menú campesino en el atestado y ruidoso comedor. Ciudad Real se veía repleta de gente de los pueblos vecinos. Está al borde de una tierra vinícola y había mucha bebida y mucho entusiasmo. Hotch y Antonio se vistieron en el cuarto de este último y fue la más despreocupada preparación para una corrida de cuantas he visto. Miguelillo los ayudaba a ambos.
—Exactamente, ¿qué debo hacer? —indagó Hotch.
—Haz exactamente lo que yo haga cuando esperemos a salir. Juan te dirá dónde debes ponerte y se asegurará de que vas bien. Luego, síguenos y haz lo que nosotros hagamos. Después, vete detrás de la barrera junto a Papa y haz exactamente lo que él te diga.
—¿Y qué hago si he de matar a los toros?
—¿Qué actitud es esa?
—Quiero saberlo.
—Papa te dirá exactamente lo que debes hacer. ¿Cómo vas a tener dificultades? Papa advierte enseguida lo que yo hago mal o lo que Luis Miguel hace mal. Ese es su oficio. Así gana dinero. Te dirá lo que hemos hecho mal, lo escuchas con atención y no lo haces. Luego te indicará cómo debes matar el toro y tú le obedeces.
—Recuerda que en tu primera aparición no debes dejar en mal lugar a los matadores, Pecas —le advertí—. Sería de mal compañero. Espera al menos haberte inscrito en el sindicato.
—¿Puedo inscribirme ahora? —preguntó Hotch—. Tengo dinero en la cartera.
—No pienses en el dinero —contestó Antonio cuando lo hube traducido—. No te preocupes por el sindicato ni por cuestiones comerciales. Piensa tan solo en lo bien que vas a quedar, en la confianza que tenemos en ti y en lo mucho que vamos a enorgullecernos.
Los dejé con sus devociones y bajé para reunirme con los demás. Cuando ellos, a su vez, lo hicieron, Antonio mostraba el rostro sombrío y concentrado que solía tener antes de las corridas, sin mirar a nadie. La pecosa cara de Hotch y su aire de segundón eran los de un novillero veterano ante su primera gran oportunidad. Nadie podía adivinar que no era torero, y el traje de Antonio le caía a la perfección.
Al poco rato estábamos en la plaza esperando bajo el arco de las gradas y junto a la enjalbegada pared de ladrillos frente al portón rojo. A Hotch se lo veía perfecto apoyado en el muro entre Antonio y Luis Miguel. Al primero lo alcanzaba ya la realidad de la corrida y se había sumido en el gran vacío habitual antes de que se abriera el portón. La realidad del toreo dominaba a Luis Miguel desde hacía tiempo. Estaba mucho más tenso que en Málaga.
Di una vuelta para ver qué clase de monturas tenían los picadores y supe que debía salir de allí para irme al callejón a reunirme con Miguelillo, que estaba disponiendo los pertrechos, y esperar a Antonio y Hotch cuando concluyese el paseo. Hablé con los banderilleros, con Luis Miguel y con Antonio.
Alguien se me acercó para preguntarme:
—¿Quién es el sobresaliente?
—El Pecas —respondí.
Asintió con la cabeza.
—Suerte, Pecas —le dije a Hotch.
Asintió brevemente. También él intentaba sumirse en la nada. Me dirigí al lugar en el que Miguelillo y su ayudante desplegaban las capas, los estoques en sus fundas y apretaban los tornillos en los palos de las muletas. Bebí del cántaro y vi que las gradas no estaban llenas.
—¿Cómo se encuentra Pecas? —quiso saber el mozo de estoques.
—Ahora reza en la capilla por la salud de los otros toreros —respondí.
—Cuídalo —me advirtió Domingo Dominguín—. Puede saltar un toro.
Comenzó el paseo. Todos contemplábamos a Pecas. Andaba con la cantidad justa de modestia y tranquila confianza. Volví la vista para comprobar si Luis Miguel cojeaba. No lo hacía. Tenía buen aspecto y parecía seguro de sí mismo, pero estaba triste al ver los lugares vacíos en las gradas. Antonio salió con aires de conquistador. También vio los lugares vacíos pero los borró de su mente.
Hotch entró en el callejón y se detuvo junto a mí.
—¿Qué hago ahora? —indagó en voz baja.
—Quédate a mi lado y pon mirada inteligente y decidida, pero sin excesiva ansiedad.
—¿Se supone que te conozco?
—No muy bien. Te he visto torear. No eres un amigo.
Salió a la arena el primer toro de Luis Miguel. Había elegido aquel animal de mediana talla entre un lote de uno pequeño, uno medio y uno grande. Lo estaba lidiando con la capa y no parecía resentirse de la pierna. El público lo jaleaba a cada pase. Trabajaba a la res frente a nosotros con la muleta. Comenzó bien, con buen estilo, mejoró y, cuando llegaba a ser excelente, el toro se apagó a causa del abuso de varas y de la pérdida de sangre. Le habían hecho mucho daño, pero sin cansarle los músculos del cuello. Luis Miguel se tiró a matar siete veces, pero solo lo consiguió con el segundo descabello.
—¿Qué le pasa? —indagó Hotch.
—Mucho —dije—. En parte es culpa del toro y en parte suya.
—¿Se va a quedar así de nuevo, sin poder matar?
—No lo sé. El animal no puso nada de su parte, pero él no podía mantener baja la mano izquierda y lanzarse a fondo.
—¿Por qué cuesta tanto bajar la izquierda?
—Peligro de muerte.
—Comprendo —dijo Hotch.
Había salido el primer toro de Antonio y lo estaba trabajando con la capa lenta y bellamente. Sin embargo, había elegido para comenzar la tarde un animal pequeño y el público no se lo tomó en serio. Las reses eran de Gamero Cívico, de Salamanca, y constituían un lote muy desigual. Dos pequeñas, una bastante grande y tres de media talla. Cuando Antonio advirtió que, mientras realizaba un trabajo clásico con la muleta y daba auténticos pases, los espectadores no se tomaban en serio al toro, cambió a los de Manolete, que hacen que cualquier animal parezcabueno, y llevó a cabo todo el repertorio de ese diestro mirando al tendido. Mató de una sola estocada, algo baja y a un lado, y le dieron una oreja.
El siguiente toro de Luis Miguel era grande y potente. Derribó un caballo en su primera embestida y los picadores hicieron todo lo posible para rebajarle el brío y la agresividad. Quedó tan mal parado que solo le pusieron un par de banderillas.
Luis Miguel recibió la res medio destruida e intentó realizar con ella una buena faena. Dio algunos pases excelentes pero no podía unirlos, excepto aquellos que daba en torno a sí mismo, en los que parecía buscar apoyo en el animal mientras lo guiaba.
Dominguín acabó bien, hundiendo el acero hasta la empuñadura, y cortó la médula con el descabello en el primer intento. Obtuvo una oreja. Dio con ella una vuelta al ruedo y luego saludó desde el centro. Una parte del público no estaba entusiasmada y lo demostraba.
En la arena, Antonio inició su lenta magia con la capa. El toro atacaba rápido y recto y el engaño, sostenido con delicadeza, se hinchaba moviéndose ante él a su misma velocidad y solo a milímetros de sus cuernos. Antonio lo cuidó mucho, lo mismo con los picadores que con las banderillas. Con la muleta comenzó con cuatro pases, quieto como una estatua y con los pies juntos, sin moverlos un solo instante desde la primera embestida hasta que la res pasó bajo la muleta por cuarta vez con los pitones rozando el pecho del diestro. Se inició la música y Ordóñez comenzó a hacer que el animal girase en torno a sí, primero en cuarto de círculo, luego medio y por último lo obligó a dar una vuelta completa.
—¡Nadie puede hacer eso! —dijo Hotch.
—Puede hacerle dar vuelta y media.
—No va a quedar mucho de Luis Miguel.
—Dominguín estará bien en cuanto le mejore la pierna —opiné, confiando en que sería verdad.
—Luis Miguel está afectado —insistió Hotch. Mírale la cara.
—Es un toro muy bueno —dije.
—Hay algo más —respondió Hotch—. Antonio no es humano. Hace cosas que ningún ser humano podría hacer. Mírale la cara a Luis Miguel.
Lo miré y parecía triste y profundamente preocupado.
—Está terriblemente pálido —comentó Hotch.
Antonio, que había concluido, cuadró la res y apuntó para, tras respirar hondo, lanzarse por encima de los cuernos con la muleta casi en el suelo. Mató de una sola estocada, que se hundió hasta la empuñadura y derribó al animal. Cortaron las dos orejas y el rabo para dárselos. Se acercó a nosotros sonriéndome y miró a Hotch como si no lo viese. Me dirigí a él para hablarle.
—Dile a Pecas que tiene un gran aspecto. —Dijo en inglés las últimas palabras—. ¿Le has indicado cómo debe matar?
—Aún no.
—Díselo.
Regresé junto a Hotch y vimos cómo salía el toro de Luis Miguel. Era el pequeño.
—¿Qué te dijo Antonio?
—Que tienes un gran aspecto.
—Eso es fácil —respondió Hotch—. ¿Qué más?
—Que te diga cómo debes matar.
—Sería útil saberlo. ¿Crees que tendré que hacerlo?
—No lo creo, a menos que quieras pagar por el de reserva.
—¿Cuánto costaría?
—Cuarenta mil pesetas.
—¿Puedo usar la tarjeta del Diners Club?
—No en Ciudad Real.
—Entonces lo mejor es que lo deje correr —dijo Hotch—. Nunca llevo más de veinte dólares en el bolsillo. Lo aprendí en la costa.
—Pero puedo prestártelo.
—No hace falta, Papa. Solo mataré si debo hacerlo por Antonio.
Luis Miguel trabajaba el toro a pocos pasos de nosotros. Ambos hacían cuanto estaba a su alcance; pero, después de la faena de Ordóñez, ninguno de los dos podía interesar más que a sus amigos íntimos, y los amigos íntimos del torero no estaban presentes. Este último mostraba cómo debe comportarse una res salmantina hecha por encargo, y el diestro mostraba cómo él y Manolete emocionaban al público con animales hechos por encargo hasta que un miura alargó demasiado el cuello y se llevó a Manolete. El toro se cansó y dejó su mediocridad para caer en el agotamiento y la desesperación. Le colgaba la lengua. Había cumplido su parte del compromiso y necesitaba el estoque casi a manera de regalo para ponerle fin. Pero Luis Miguel consiguió sacarle otras cuatro manoletinas antes de entrar a matar. No se lanzó con mucho entusiasmo y arrastraba la pierna. Se le cayó la espada. Se rehízo, atacó bien y el animal se desplomó de cansancio, de un trozo de acero que, como novedad, tenía en su interior, y de desesperanza. Había hecho cuanto se esperaba de él y desilusionó a todo el mundo.
—Luis Miguel tiene mal aspecto —dijo Hotch—. ¡Estuvo tan extraordinario en Málaga!
—No debería torear —opiné—. Pero quiere curarse toreando. Por poco lo matan en Valencia. Lo mismo en Málaga. El toro grande casi lo pudo hoy. Comienza a preocuparse.
—¿Qué es lo que le preocupa?
—La muerte —expliqué. No importaba decirlo en inglés si se hablaba en voz baja—. Antonio se la trae en el bolsillo.
Ordóñez había reservado para lo último su toro de mayor tamaño y se mostraba tan despiadado con Dominguín como de costumbre. Su manejo de la capa tenía el toque mágico habitual y era más ceñido, lento e increíble. El público no lo comprendía, pero le impresionaba y ya ningún otro trabajo de capa iba a significar lo mismo para ellos. Antonio reservó el animal en buena forma para la muleta. Luego dio una exhibición de grandes pases y de cómo debían hacerse, ciñéndose más y más hasta que pareció que nadie podía atraer los pitones tan cerca de su cuerpo. Hizo que el toro girase en torno a él, empapándose de sangre conforme el animal pasaba por su lado bajo el control del brazo extendido. Realizó los mismos pases que había hecho Luis Miguel y revivió todo el peligro y la emoción que había muerto con Manolete en Linares. Le constaba a Antonio que en realidad no eran tan arriesgados como los viejos pases, pero les dio cuanto antes tenían y aún más.
Ordóñez enrolló la muleta sin prisas frente al toro. Apuntó con la espada al lugar más alto entre las paletillas, abrió los apretados labios para respirar y se lanzó a fondo por encima de los cuernos. El animal estaba ya muerto cuando Antonio le tocó la espalda con la palma de la mano y, mientras este lo miraba con la mano alta, la bestia dobló las patas y se desplomó pesadamente.
—Bien, no tendrás que matar —le dije a Hotch.
Luis Miguel miraba al ruedo sin ver nada. Había despertado en el público la habitual histeria y cuantos fueron presos de ella estuvieron agitando pañuelos hasta que se cortaron las dos orejas, luego el rabo y por último una pata. Una oreja significaba antaño que el presidente otorgaba el animal al matador para que vendiera la carne, y el resto de los trofeos es un medio de juzgar la magnitud del triunfo. Hace mucho tiempo que se estableció junto con otras cosas que no benefician en absoluto el toreo.
Antonio hizo una seña a Hotch.
—Únete a la cuadrilla —le indiqué.
Hotch saltó la barrera y dio la vuelta al ruedo con Joni, Ferrer y Juan, siguiendo modesta y decorosamente a Antonio. Era algo irregular, pero el diestro lo había invitado. Hotch mantuvo la dignidad de sobresaliente sin devolver los sombreros ni guardarse los cigarros. Pocos de los que lo vieron pudieron dudar de que él, el Pecas, habría sido capaz de encargarse de la corrida en caso necesario. Se traslucía en su rudo y franco semblante y quedaba evidente en el modo como se movía. En toda la plaza tan solo Luis Miguel advirtió que no lucía coleta. Pero, de enfrentarse al toro, tampoco lo habría advertido nadie después de que el animal embistiese. Habrían supuesto que se le había desprendido al ser lanzado por los aires.
Cuando Bill y yo subimos a la pequeña habitación del hotel, Antonio seguía empapado en sangre. Miguelillo le quitaba los pantalones y la larga camisa de lino, que estaba tan húmeda que se le pegaba con fuerza al vientre y a los muslos.
—No es bueno para las camisas, Papa —me dijo Ordóñez.
Aquella noche se iría a Bilbao, después de cenar en Madrid, para dormir en esa ciudad y torear por la tarde. Nos encontraríamos en el Carlton de la capital vasca.
Antonio deseaba actuar en Bilbao, la plaza más difícil de España, donde los toros son más grandes y el público más severo y exigente, de modo que nadie pudiera decir jamás que hubo algo dudoso o turbio en la temporada de 1959, en la que lidió como nadie lo había hecho desde Joselito y Belmonte. No le importaba que Dominguín también fuese. Pero iba a resultarle un viaje lleno de peligros. Si a Luis Miguel lo hubiera representado su padre, que era listo y algo cínico y entendía el negocio, en vez de sus dos simpáticos hermanos, que necesitaban el diez por ciento de cada corrida suya y de Antonio, nunca habría ido a Bilbao para que acabasen de destruirlo.
Tengo entendido que la gota que colmó el vaso y dirigió la escopeta a su boca fue la impotencia…
Según he leído Hemingway tomaba de todo incluidos remedios ineficaces para la disfunción eréctil. Pero esto ya venía de más lejos probablemente debido al alcohol y a las patologías que tenía y a esas alturas probablemente era lo de menos. Al final fue su cerebro muy lesionado por los golpes (los últimos serios fueron en 1953 en un viaje a África donde sufrió dos accidentes seguidos con hematoma subdural incluido), por el alcohol, quizá afectado por la hemocromatosis lo que lo terminó llevando a una melancolía insoportable con ideación paranoide. Además tomaba Reserpina para tratar la tensión arterial, un medicamento que también puede producir depresión. Los muchos electroshocks que le dieron al final de su vida, aunque lo aliviaron al principio, terminaron de dañarlo casi del todo. Probablemente ya no quería vivir así. Hizo un intento que evitó su mujer. El siguiente fue definitivo.
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No el alcohol sin más, a la manera de Scott Fitzgerald, el alcohol en la misma función que las corridas de toros: sentirse viril, chutarse de ser alguien joven y fuerte que afronta peligros. Esa fue su adicción, como se entenderá más acuciante con el paso de la edad.
El mismo día de la noticia que citas y que te permite desarrollar el ‘Asunto Hemingway’ en Ciudad Real, aparecía una paradójica información estrictamente local. Sobre dos exposiciones, el II Salón Nacional de Fotografía (organizado por la Lugartenencia de la Guardia de Franco) y –aquí la sorpresa– de Pintura americana del siglo XX. No dicen si del Sur –lo más probable– o del Norte, los USA –más difícil–. La dificultad de que Hemingway pasara la frontera sin problemas, estaba resuelta como bien dices, en víspera del viaje de Eisenhower y de la normalización de las relaciones España-USA. Viaje que dio pie a Gonzalo Suarez para idear una fabulación novelística del doble magnicidio en su ‘Operación doble dos’. La otra cuestión de la que hemos hablado es la del silencio de Carlos María San Martín, subdirector del periódico, en esos días de presencia del escritor en Ciudad Real. Que bien podía haber dado pie a un entrevista que tendría difusión posterior. Pero CMSM se resiste y calla, cuando bien cierto es su inclinación por algunos valores y temas que representa Hemingway. Inclinación visible en su barba recortada temprana, su boina tupida y creo que su pipa humosa. Y la no menor y significativa, de la forma de denominar a sus crónicas deportivas del Grupo XIV de la Tercera división de fútbol, ‘Plomo y barro’ o ‘Goles y granizo’ como si fueran cuentos de don Ernesto