Desde hace como una semana y media el bochorno me embarga y ya no soy capaz de mirar a mi alrededor en esa suerte de inspección ociosa de construcciones megalíticas erigidas por la mano del hombre que es lo que hago a lo que me dedico cuando paseo por la calle o me lleva el autobús a barriadas desconocidas -lo de ponderar no sin cierta melancolía “beldades transeúntes”, como decía Ortega y Gasset, puede que lo haga a veces también, ahora no recuerdo. El motivo de mi circunspección es que descubrí en un artículo de El País que poseo el mismo gusto arquitectónico que el nuevo rey de la pérfida Albión, autonombrado como Carlos III (por cierto, el edificio de la universidad del mismo nombre que se encuentra junto a la Puerta de Toledo en Madrid está curioso, pero llama mucho más la atención la biblioteca que tiene a su vera, atravesando un pequeño parque: es guggenheimiana por fuera, diría yo, aunque en versión mate y modesta, pero de una gratísima sensación de curvada amplitud por dentro). Charles, en efecto, parece que lleva toda la vida metiendo sus reales narices en proyectos urbanísticos y arquitectónicos de Londres, tirando de hilos y de contactos (¿cuántos contactos puede no tener un príncipe?: pregunta para empezar a responder la cual basta con observar la trayectoria judicial de nuestro querido y respetado emérito) a fin de que unos fracasen y otros salgan a flote, y parece que hasta consiguió que en 1985 se impusiera un diseño del estudio de Robert Venturi y Denise Scott Brown -Denise sigue viva, mira por dónde y espero de verdad que el día de su desaparición resulte algo sonado en la prensa, no vaya a ser que el mundo se haya olvidado de ella- para el ala de una pinacoteca financiada por la rica familia Sainsbury. Carlos dio su bendición a la cosa y más hinchado que un pavo puso la primera piedra en marzo de 1987.
Así que las predilecciones de Su Nerviosísima Majestad son más bien tradicionalistas, y sueña con una capital del ex-imperio inspirada por un cuento de hadas romántico; me temo que yo también soy un poco así. Me gustaría, if i were a rich man, viviendas chaparritas pero cuadrangulares, fachadas coloreadas a la manera de Alemania o Noruega, edificios oficiales solemnes como la célebre catedral de San Pablo de Christopher Wren1, barrio latino bien abigarrado, barrio chino repleto de caligrafías de neones, bulevares parisinos y canales holandeses, patios interiores a la andaluza, esculturas experimentales las menos, railes de tranvía doquiera, hipódromo con galerías de cristal, calles peatonales con terracitas y musiquita, posadas y albergues a lo Charles Dickens, Estación Central de Amberes, nada de bloques de pisos como literas de almacenar humanos, avenidas anchas con vista al horizonte (la Avenida Nevsky del cuento de Nicolái Gógol…), Jardines de Sabatini, Campo de Marte y toda la pesca…. tampoco pido tanto, me parece a mí. Debo decir, antes de continuar, que yo de arquitectura estoy tan versado como Vladímir Putin de diplomacia, pero, como dicen los que están a punto de arriesgar un juicio completamente idiota, “sé lo que me gusta”. Hoy se celebra el Día Internacional de la Arquitectura, como cada lunes de primeros de octubre (sumad una Oktoberfest con carpas y trajes de tirolés a mi lista posmoderna de caprichos regularmente conjuntados), y reconozco que todo ese plantel de construcciones hipermodernas tipo High Tech, o brutalistas o deconstructivistas y demás son completamente fascinantes y colosalistas, sin duda, pero también menos entrañables y habitables que un simple garaje de suburbio bien habilitado. El London City Hall de Londres de Norman Foster es un bicho-bola o un cangrejo ermitaño acerado y grandioso, así como el portentoso falo cromado del Gherkin, pero me dejan un poco frío, tengo la sensación de que no me acogen con los brazos abiertos, de que más bien me echan como un portero malencarado y pijo a un ciudadano andrajoso, pobre y sin posición social.
En cambio, el Tacheles de Berlín, con sus agujeros de bala, sus sucias pintadas y sus columpios herrumbrosos (o la antigua Tabacalera de la Glorieta de Embajadores en Madrid, ¡Porn Ruins del mundo, uníos!) está pidiendo a gritos que te tomes una caña en su vientre. Igual sucede con las exactas y relucientes construcciones de Mies van der Rohe o las cajas de habitar de Le Corbusier, que figuran ahí para ser admiradas, no para ser vividas. Venturi tenía razón, yo creo: más que edificios susceptibles de ser poblados por gente son objetos para ser considerados desde fuera, como la casa-Pato de Long Island. Pertenecen más a la ciudad o al turismo que a sus moradores, si consigo explicarme bien. La Casa Ennis de Frank Lloyd Wright, de la que tenemos un evocador atisbo en el apartamento de Deckard en Blade Runner, o las últimas cosas tropicales del propio Le Corbusier poseen un encanto doméstico mucho mayor, sin perjuicio de futurismo. Un amigo mío italiano que había estudiado arquitectura decía que la obra de arte total no era, como pensaba Richard Wagner, el Teatro Musical, sino precisamente la Arquitectura, ya que envuelve e integra a todas las demás (es en el palacio, o en el hogar, donde tienen lugar la música, la pintura, la escultura, la literatura, etc.) Ahora como le digo, a mi amigo, que también él tiene preocupantes convergencias ideológicas con Carlos III…
1 En un capítulo del cómic From Hell Alan Moore muestra mediante un paseo en coche de caballos que todas las grandes edificaciones del Londres histórico conforman un pentagrama masónico de simbología ocultista…
Fatal argumentado: https://elpais.com/icon-design/2022-10-18/obra-maestra-sobre-el-papel-pesadilla-para-vivir-en-defensa-de-la-arquitectura-inutil.html
https://www.publico.es/viajes/esta-es-la-ciudad-mas-bonita-del-mundo-segun-la-ciencia/#md=modulo-portada-bloque:4col-t4;mm=mobile-big