Laura y Ljoha 

Empezar el domingo buscando “1,5°C”, en el informe Cambio Climático 2022: “Impacto, Adaptación y Vulnerabilidad “no era, quizás, una buena idea. Acabarlo viendo la segunda película del finés Juho Kuosmanen, Compartimento N° 6, basada en la novela homónima de Rosa Liksom, ha sido el mejor antídoto contra la desesperanza. Laura nos introduce al universo en el que se desarrolla el filme a través de un piso en Moscú a principios de los años noventa. Un grupúsculo de intelectuales juega a citar a personalidades y que el resto adivinen su autoría. Para huir no debes saber a dónde huyes si no de dónde. Solo algunas partes de nosotros llegarán a tocar partes de los demás. Juho con su arte y metaarte nos prepara para lo que viene, un viaje emocional donde la soledad y el Amor se confunden.

La película se desarrolla en tres escenarios. Esta fiesta primigenia donde se huele la incomodidad de un amor con a minúscula. Un vagón de tren. Una ciudad septentrional y sus alrededores. En el informe científico se habla de probabilidades, hay un 50% de probabilidad de que superemos el umbral de calentamiento menos apocalíptico en el futuro próximo. Es la misma probabilidad de que Laura y Ljoha se gusten. Laura es una estudiante de arqueología que va en búsqueda de petroglifos, unos grabados rupestres con miles de años de antigüedad. Ljoha es un obrero ruso. Un chico simple. Un don nadie. Un borracho. Un maleducado.

Supongo que mi subconsciente me ha llevado a ésta entre las 97 películas que la revista Fotogramas ha seleccionado como las mejores de este año. Hay un viaje en tren (puedes leer mi relato Once aquí), hay “Encuentros con extraños” (leer aquí) y ocurre en Rusia (leer De mi insólita fascinación por Limónov aquí). Un mejunje de líneas narrativas que me hacen elegirla.

Mi mirada binaria me lleva a presenciar un cruce de bloques en ese primer encuentro entre nuestros protagonistas, encarnados por Seidi Haarla y Yuriy Borisov, que nos la cuelan, nos hacen creer algo en principio inverosímil. Lo micro de ese momento de desconfianza entre dos desconocidos, me lleva a lo macro de la realidad que rodea a los espectadores, un mundo en guerra, en crisis…de bandos buenos y malos. Ljoha puede parecer estereotípico. Necesita alcohol hasta para despertarse mientras conduce. El machismo impregna sus palabras. Y el silencio muchas otras ¿Es mejor hablar o morir? Gracias a la ochentera banda sonora, me acuerdo de esta frase de Call me by your name ¿Qué pueden tener en común la Lombardía y la península de Kola – el lugar hacia donde se dirigen nuestros protagonistas? Poco. O todo. Y, de hecho, Ljoha decide que lo mejor es insultar.

Laura guarda las distancias, se aguanta las lágrimas de rabia por un viaje que iba a ser romántico (con su pareja, mujer, que deja en Moscú) y acaba siendo otra cosa. Su premisa es que conocer el pasado nos ayuda a entender mejor el presente, pero es a través de Ljoha que llega a conocer mejor la versión más actual de sí misma. Laura y Ljoha comparten un vagón durante los 2000 kilómetros de su trayecto al norte. Pero no es el tiempo ni el espacio lo que los lleva a acercarse. Es otra cosa. Su soledad compartida, los va engatusando poco a poco. No descubren hobbies en común. Ni entienden su jerga particular. Y, sin embargo, es su hambre humana, el animal que llevan dentro, que no entiende de clases sociales, ni de idiomas, cultura, nacionalidad o género, lo que los lleva a reconocerse. Laura y Ljoha. De la violencia y el rechazo iniciales, pasan a una extraña intimidad. Ese superpoder del que habla Brené Brown llamado vulnerabilidad. Ya con la curiosidad encendida, Laura acompaña a Ljoha a ver a una amiga en una de las paradas nocturnas que hace su tren infinito en la Rusia rural. Después de una breve interrupción de su intimidad por la presencia de otro viajero – que canta en inglés con su guitarra de mochilero -, los muros van cayendo. No para llegar a entender a Ljoha y sus decisiones. Sí para creernos porqué se convierte en su grillo de la suerte, porqué la ayuda y protege. Sin nada a cambio. O todo.

Su historia es, para mí, en este último domingo de agosto, una alegoría de la esperanza. De encuentros entre extremos. De saber que, a pesar de que los mares suban, y que minas destripen nuestro planeta, los humanos nos reconoceremos mientras sigamos siendo humanos. Que hay veces que no tenemos respuesta a situaciones complejas y que entendemos a medias. Y, aun así, podemos sonreír en nuestra sabida ignorancia de lo pequeños que somos y de las grandes cosas que, a veces, nos pasan en un vagón de tren.

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