Hubo un momento en los años sesenta en que pareció que The Byrds, banda de soft-rock estadounidense, podía competir en igualdad de condiciones con The Beatles, que ya sabemos que eran y son de Liverpool. La fantasía duró poco, y en cuanto los ingleses abandonaron las giras y se metieron en un estudio a sintetizar maravillas alquímicas The Byrds se quedaron a verlas venir, pese a que muchos de sus fans siguen considerándolos geniales. En esa primera composición de la banda estaba ya David Crosby, que murió ayer de sexo, drogas y jartura de años. No era muy carismático, Crosby, comparado con sus compañeros, primero Gene Clark (del que mi amigo Álvaro Alonso escribió una magnífica biografía en castellano) o Robert McGuinn en The Byrds, y luego el montaraz Neil Young en Crosby, Stills, Nash and Young. Neil Young, en particular, que sigue entre nosotros, era demasiado buen compositor como para seguir perteneciendo a una banda que más bien parecían los Mocedades del folk, y su carrera en solitario ha sido una de las más grandes y exitosas de la historia del rock.
Crosby, en cambio, siguió siempre fiel a su estilo de coros vocales y evocaciones melódicas de paraísos de marihuana y fraternidad humana, que riman y no sólo en Jamaica. A mí me recordaba un poco a Jerry García, líder de los Grateful dead, pero Jerry vivió menos y en cierto modo triunfó más o tuvo una audiencia más fiel (los Grateful llevaban detrás de sí a toda una población de seguidores devotos en sus giras, como flautistas de Hamelín de la jam session jipi). Leo en que en 2006 Crosby declaró: “Teníamos razón sobre los derechos civiles; teníamos razón sobre los derechos humanos; teníamos razón sobre que la paz es mejor que la guerra. Pero creo que no sabíamos distinguir nuestro culo de un agujero en el suelo en materia de drogas y eso nos afectó duramente”. Y es que Crosby fue durante aquellos años un gran activista político, pero se diría que eso siempre pasaba factura a la sazón en términos de adicciones y vida errática y tumultuosa, como vemos en las novelas de Thomas Pynchon. Sin embargo, es natural: si uno va por ahí pregonando la inminencia del cielo sobre la tierra, no está de más intentar experimentarla de antemano a ver a qué sabe. Tal vez el jipismo no fuera más que eso: no únicamente soñar con el Cielo, sino metérselo en el cuerpo. Si así fuera, David Crosby estaría ahora en el Más Allá como Marcel Proust con su magdalena, pero envuelto en fragantes volutas de humo…