Thomas Bernhard: Mañana Cerrada…

Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor
Samuel Beckett


Desde España carecemos de la vecindad suficiente con la ignota Centroeuropa como para determinar si Thomas Bernhard fue un tonto o un genio. He terminado los cinco tomitos de su (parcialmente falsa, según Miguel Sáez, su intercesor en Iberia) autobiografía y antes sólo había leído el del sobrino del filósofo aquel, que bien se podría considerar el sexto de la saga. Creo que la primera clave de su incontestable éxito reside en que Bernhard parece sincero hasta la locura, sin perder por ello jamás la dignidad (es decir, que está en las antípodas de Henry Miller, pero tal vez sólo a dos climas de distancia de Joe Fante…) Y la segunda quizá resida en que lo que nos cuenta no sólo parece pertenecer a otro lugar, más extraño de lo que pensábamos, de entrada, sino también a otro tiempo, como si entre su siglo XX y el nuestro hubiera algún tipo de desajuste -el suyo es, en efecto, más vetusto que el nuestro. Thomas Bernhard será un maniático, será un tarado, pero se trasparece que amó o desearía haber amado una cordura alciónica que apenas demuestra y los lectores nos tragamos tal pura disposición o disposición a la pureza olímpicamente. Nada en la literatura anterior parecía presagiar nada parecido, salvo las ganas con las que los editores acogieron una transgresión así, tan aparentemente poco deliberada. Porque Bernhard es como un humorista inconsciente de que lo es, a la manera de Kafka, y sus presuntas memorias se leen con una rápidez y facilidad pasmosas, como si el espectador de sus arduos ensayos de violín, atormentados pensamientos de suicidio y desgracias varias disfrutase todo lo que se dejó por disfrutar él a la sazón. Es más que curiosa, por no decir sospechosa, esa tendencia humana nuestra a gozar con el espectáculo del dolor ajeno, como si la distribución universal de las penas aboliese el malestar mismo de esas penas, eso que precisamente en alemán se conoce muy bien (tan bien, al menos, como lo conocía el público del extinto Sálvame) y que se denomina con la famosa voz Schadenfreude...

En la dirección opuesta” es una de las frases más repetidas de las muchas que vuelven e insisten en El sotano, quizá la obrita que más representa un giro épico dentro de la desdichada biografía del autor. Pero es una épica del chico triste que sin embargo acierta y acertó en lo importante, lo cual deja fuera a muchos de los avispados que no ven ni el contorno de la puta diana. En los seis desoladores capítulos de sus recuerdos -para mi los libros más característicos de la editorial Anagrama, con esos escuetos y estremecedores títulos- no se aprende nada, ni sirven de nada, es prosa libre, libre hasta del listón impuesto por los que han sido sus antecesores. Bukowsky, que no se cuenta entre ellos, parece un simple guarrete ingenioso a su lado, aunque sólo sea porque claramente Bernhard es un schopenhauriano, mientras que Bukowsky parece más bien un miembro tardío de la secta del perro. Debe tener, Bernhard, muchos seguidores tantos años después, sobre todo en los países de lengua alemana, entre ellos Austria, a la que tanto odió y con cuyo enconado y alambicado odio (todo en Bernhard es repetitivo y helicoidal, como una suerte de ADN de la fatalidad) se regocija tanto el lector en estas páginas. Mark Twain dejó dicho que “no ha existido nunca una sola persona inteligente que consintiera en vivir de nuevo su vida”; Bernhard estaría de acuerdo, él nació a una mañana cerrada de la vida (al igual que hablamos en castellano de “noche cerrada”, muchas infancias amanecieron cerradas, sin resquicio de luz atravesando el cielo permanentemente encapotado, como poetizó una vez un viejo amigo). Para darse cuenta de hasta qué punto la mirada de Bernhard nos resulta tan ajena a los meridionales, tan sólo hay que echar un vistazo a El imitador de voces, colección de noticias y observaciones que más parecen octavillas desesperanzadas lanzadas al gélido viento que literatura. Y es que, según el propio Bernhard “Las palabras echan a perder lo que se piensa, el papel ridiculiza lo que se piensa“ -en la novela La calera.

Inicio de In hora mortis.

Salvaje crece la flor de mi cólera
y todos ven cómo la espina
atraviesa el cielo
y gotea la sangre de mi sol
crece la flor de mi amargura
de esta hierba
que lava mis pies
mi pan
oh Señor
la flor necia
que se ahoga en la rueda de la noche
la flor Señor de mi trigo
la flor de mi alma
despréciame Dios
estoy enfermo de esa flor
que se abre roja en mi cerebro
sobre mi pena.


(1) Ejemplo de , de 1978: “… y con ninguna otra he hablado nunca sobre todo lo imaginable con mayor intensidad y, por tanto, disposición para comprender y, por tanto, he podido pensar con mayor intensidad y disposición para comprender sobre todo lo imaginable, y nadie me ha dejado nunca mirar nunca dentro de sí más profundamente y a nadie he dejado mirar nunca dentro de mí más profunda y desconsideradamente y cada vez más desconsiderada y profundamente”

(2) En Cartas de Satán desde la Tierra, un librito poco conocido y sorprendente donde el alegre y satírico Twain se muestra más ferozmente ateo y anticristiano de lo que lo fuera jamás Nietzsche, por ejemplo…

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