“Cuatro paredes blancas y un dorado pan sobre un desnudo tablero de pino representan el más elevado concepto de finura”
Azorín, “Lope en silueta“
La referencia azoriniana a ese interior sobrio y escueto de lo que podría haber sido la casa –una de ellas entre las varias habitadas, aunque todas parecidas en su escueta brevedad y en su vibrante pobreza– de Lope de Vega, bien pudiera ser una composición tardía de algún pintor metafísico; de Morandi por la brevedad cromática; o del mismo enigmático Chardin. Incluso, encontramos en el pan abierto y en el blanco de cal jalbegada, la sequedad breve de Zurbarán con sus manteles blancos con blondas y sus luces apagadas y yacentes. Por más que Azorín no quiera resolver un tema literario con materiales prestados de la pintura, sino subrayar ese raro concepto de finura, casi equivalente al enunciado recientemente por Vargas Llosa. “Hay que leer a este escritor, el más elegante que haya dado España y nuestra lengua”. Y esa finura o esa elegancia no son sino las valencias que Azorín despliega, con sutileza y esmero, en un trabajo breve de 1930, dedicado al poeta José Bergamín y a su trabajo El arte de birlibirloque. Donde contrapone lo clásico a lo castizo –no sólo en clave taurina: Joselito versus Belmonte–, sino en clave vital y literaria. Y allí parecen la Ligereza al principio, y al final la Gracia –tan taurina, como necesaria en otras lides– dentro del primer grupo que opone a la Pesadez y al Desgarbo –tan transitado hoy día– en las filas del casticismo. Obsérvese que algunas de las Siete Virtudes Clásicas azorinianas anidaron, cincuenta y cinco años después, en el trabajo interrumpido de Ítalo Calvino Seis cuestiones para el próximo milenio. Como otra suerte de anticipo. O como otro olvido.
Abría, días pasados, Vargas Llosa el sesquicentenario de José Martínez Ruiz, Azorín, (Monovar,1873- Madrid, 1967) con un texto interpretativo y retomando vuelos anteriores como veremos después, Azorín cumple 150 años –El País, 18 junio 2023– sobre el escritor alicantino, hoy casi invisible –pese a esfuerzos como el verificado recientemente por El Cultural, con la celebración y el mensaje “El renovador modernista no merece el olvido”– para el lector medio. Si es que existe ese espécimen estadístico y arbitrario de ‘lector medio’ en tiempo de desafecciones y de juicios apresurados. Abría, días pasados, MVLL el proceso Azorín por así llamarlo, pero igual deberíamos decir que se cerraba un ciclo desvitaminado en torno a ese roquedal de la literatura que es y representa Azorín, pese a las omisiones, olvidos y desafecciones. Y una de ellas es, justamente, la del marchamo aplicado de su hipotético franquismo o de su adhesión al mismo. No se dice si en clave política o literaria –si es que existe tal producto de franquismo literario–, pero ahí consta el vituperio crítico que justifica el desdén y bloquea las lecturas de sus obras y trabajos.
Bastaría postular en tal sentido, que tras su regreso de Paris donde huye en 1936 –“en Madrid, no se puede escribir con los bombardeos” llega a citar en alguna ocasión en alguna carta suelta– con su mujer, Julia Guinda Urzanqui. De esa estancia publicará en 1966 el trabajo Paris, que compone otro cuadro sobre sus crónicas urbanas y pinturas apaisajadas, como ya fueron Valencia, Toledo, Madrid o La Mancha. Piénsese lo que era Paris en vísperas de la segunda Guerra Mundial y recorrida por el doble espionaje del Komintern y de la Gestapo, con conocidos huidos y sospechosos: desde Marañón a González Ruano y Pérez Ayala o Baroja; o a Zuloaga que le acabaría retratando en 1941 –recién instalado en el Madrid de dura posguerra– componiendo uno de sus retratos más elocuentes: Azorín sentado ante una panorámica, obviamente castellana, rodeado por unas teatrales y pesadas cortinas, sostiene en su mano derecha el texto propio, Pensando en España, a su derecha un caminillo escasamente arbolado y tratado en su rodadura, tras la cortina teatral, serpentea hacia el otero del castillo y hay, pese a todo, un abatimiento en el retratado que bien podría forzar la caída del libro detenido bajo la bóveda azul majestuosa. Los retratos de Azorín que se verifican entre 1915 hasta la década de los 50, darían para un recorrido singular, no sólo sobre la pintura española –desde Ramón Casas, a Sorolla, pasando por Gregorio Prieto y Ricardo Baroja, para concluir con Vázquez Díaz y Juan de Echevarría– sino también por el cambio o los cambios que va experimentado Azorín en su larga vida: desde el monóculo señorial con que se le retrata en la portada de Los pueblos, hasta la boina de los muelles del Sena y los trazos finales casi cadavéricos. Siendo éste retrato de Echevarría, un anticipo del paisaje de fondo desplegado por Zuloaga en 1941, aunque aquí, en 1922, se reconozca la silueta de Ávila en un fondo de azules fríos y malvas terrosos que prolongan el color del gabán del escritor. El esfuerzo interpretativo de cierta pintura referida a un escritor, ya lo verificó Azorín, referido a Lope de Vega en su trabajo citado antes Lope en silueta. Libro, publicado en Argentina en 1960 por Losada, que congrega un grupo de textos de años diversos entre 1925 y 1946 y con un fondo común del perseguido Lope. Y de ese relato de retratos, Azorín recuenta las piezas de Pacheco, de Eugenio Cajés, del toledano Luís Tristan, de Carreño Miranda, de Van der Hamen y de Perret. Ese retrato de Echevarría de 1922 es un anticipo de lo que dos años más tarde verterá Azorín en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, con el tema Una hora de España, que subtitula largamente “Entre 1560-1596”, donde pueden rastrearse multitud de cuestiones.
Del discurso escribió Juan Cruz en Babelia –18 febrero 2012– un texto percutor: ¿Quién teme a José Martínez Ruiz? “Si se lee, por ejemplo, Una hora de España, que parte de su discurso de ingreso en la Academia, en 1924, se redescubre al Azorín que bebió apasionadamente en Montaigne y, que en ese momento, era un escritor moderno que combinaba la imaginación y la realidad como hoy la imaginaría gente como Sebald, Javier Marías, Muñoz Molina o Julio Llamazares”. ¿Qué ha pasado? Pregunta inquisitivo Juan Cruz, y le responde Pozuelo Yvancos: “El lugar de Azorín ha cambiado mucho con el paso del tiempo. Pocos lo relacionarían hoy con el mayor intento que hubo en la España de comienzos del siglo XX por la creación de una tradición cultural de espíritu laico”. Por todo ello, prosigue Cruz, “Entonces ¿Quién le teme, por qué no se le rescata? ¿Por qué los jóvenes lo rehúyen y los maduros lo soslayan, salvo excepciones?”. A lo que vuelve a contestar Cruz, por boca de Longares: “La excelencia de Azorín viene dada primero, por la radical transformación de la prosa…Si como novelista de raza no se le encuentra –a diferencia de su amigo Baroja–, Azorín es un maestro en la distancia pequeña– cuentos, ensayos breves–. Azorín está en esa tendencia minimalista hoy tan de moda”. Algo parecido en la contraposición Baroja/Azorín, fijaba Trapiello en Los nietos del Cid. La nueva Edad de Oro de la literatura española (1898-1914), texto de 1997: “La palabra que resumiría a Baroja sería la vida. La de Azorín la literatura. Uno es un hombre de acción, el otro persona contemplativa”.
Su regreso en 1939 se verifica gracias a la ayuda e influencias –que a lo visto fueron necesarias, pese a todo– que al efecto recibió del entonces ministro del Interior Ramón Serrano Suñer. El mismo que interceptó antes y en varias ocasiones algún escrito de Azorín –como cuenta Trapiello en Las armas y las letras– dirigido a Gregorio Marañón, en una suerte de confabulación blanca y blanda, para celebrar una mesa que posibilitara el regreso de la “intelectualidad ausente”. Y que merece, de parte del Ministro todopoderoso la afirmación de “inaceptables proposiciones del aprendiz de político”. Azorín se instala en Madrid en agosto de 1939 y donde ocurre lo previsible: “No veo a nadie, ni nadie me visita. Ni hablo, ni pablo, como se dice vulgarmente”. Más aún, aporta Trapiello, “durante los dos primeros años, 39 y 40 se dio orden de que no se le dejase escribir en los periódicos de España, porque se decía ‘Azorín es un tránsfuga”. Y esa es la razón de su regreso a publicar en La Nación de Buenos Aires, con sus artículos.
La otra cuestión es que, pese a que Azorín deja de escribir de política – y eso en alguien que ha sido cinco veces diputado maurista durante doce años, entre 1907 y 1919, y Subsecretario de Instrucción, y que verifica en 1916 su libro Parlamentarismo español, parece una renuncia imposible–, ciertos movimientos posteriores hicieron que “el ostracismo al que se le había condenado se hiciera más liviano con el paso de los años y a Azorín se le incorporó –por parte de los jóvenes falangistas– a la revista Escorial”. Pero no sólo eso, sino la boutade final, con Azorín ya muerto– de Juan Aparicio, responsable de prensa franquista –recogida, igualmente, por Trapiello– que en 1967 llega a afirmar: “El programa de Falange Española y de las JONS, ha podido redactarlo Azorín más con su conducta reciente que con sus párrafos lacónicos, reiterativos e influyentes”. Mejor, propone Trapiello, ante las dudas del falangismo improbable de Azorín, dejarlo en conservador verdadero, y mejor aún en “gubernamental” como lo definiera Baroja.
El mismo Vargas Llosa, citado ya, utilizó veintisiete años antes, el alegato franquista en los pliegues de la escritura de Azorín, en el discurso de ingreso a la Real Academia de la Lengua, verificado el 15 de enero de 1996 y denominado Las discretas ficciones de Azorín –El País, 16 enero 1996–. Donde puede leerse. “También fue un conservador en términos políticos, porque defendió a partidos o líderes de esa tendencia, y, en la etapa final de su vida, incluso llegó a solidarizarse con el régimen franquista, debilidad –lamentable, sin duda– que pagaría caro, pues su obra desde entonces, quedó muy injustamente exorcizada en su conjunto por buena parte de la intelectualidad como ‘de derechas”. Cerrando el bucle de las filiaciones y de las filias literarias. Por ello sorprende que el paso del tiempo entre el discurso de ingreso de MVLL y el texto reciente, haya moldeado la escritura del peruano. El texto Azorín cumple 150 años, se complace en el talento literario del monovero, llegando a fijar algunas cuestiones precedentes y centrales: “Porque lo importante son sus crónicas, el caso de un escritor que escribiendo todos los días nunca se equivocó y trazó una manera de ver España que es muy personal. En tanto que cuando escribía esos libros en los que él creía ser profundo, era superficial, más bien en esas crónicas que llenaban su vida cada tarde es donde estaba su grandeza, pues nos mostraba una manera de ver el paisaje, o de leer los libros que nos revelaban en toda nuestra desnudez”. Y esa es la desnudez de los juicios pasados, presididos por la corrección política del momento que –pese a las deudas evidentes, contraídas con Azorín–, MVLL considera central a Azorín para verificar su lectura de El Quijote. Operando de manera inversa a lo explicado por el mismo sobre el proceso intelectual de Jean Paul Sartre, quien tanto le influyó en sus primeros años franceses –a pesar del compromiso sartriano con la izquierda comunista y luego maoísta–, del MVLL acabó abjurando.