Reflexiones acerca de las formas de autocidio, sus causas y prevenciones.

Fotografía Antonio Biasiucci

Pretextos

El suicidio es un asunto realmente serio. Se relaciona, por un lado, con la conducta humana más ancestral y evolucionada, por otro, con los desórdenes de salud mental, y, en tercer lugar, con complejos determinantes sociales relacionados con el estilo de vida de la humanidad moderna.

Estos asuntos nos preocupan mucho en estos tiempos pos-covid, quizá ahora de forma alarmista, pero es evidente que ya estaban ahí latentes, soterrados, y sin respuesta.

Por eso parece oportuno reflexionar sobre qué es, qué significa y qué podemos hacer para abordarlo con el fin de reducirlo, en los casos en los que sea posible, o comprenderlo, cuando no lo sea.

En esta misma revista ya hay aportaciones señeras sobre este tema (v. Pablo Malo Ocejo). Son realmente valiosas, complejas, profundas y alejadas de la superficialidad de los titulares mediáticos. Pero lo que se pretende en este texto breve es ponerlo al alcance de la comprensión de cualquier persona, y hacerlo con ánimo de utilidad, acaso preventiva o quizá meramente paliativa.

Espera el autor que el texto resulte al menos liviano, teniendo en cuenta la tozudez y gravedad del asunto.

Planteamiento

Somos los únicos animales capaces de controlar voluntariamente su nacimiento y su muerte. Estamos capacitados para crear y destruir vida a nuestro antojo. Una vez concebida, podemos extinguirla mediante ingeniosas formas de autolisis -abortos, eutanasias, suicidios-, que a su vez hemos relacionado con conceptos abstractos, como normalidad o patología, licitud o legalidad, moralidad o ética, necesidad o conveniencia.

Es decir que entre su propia génesis y su extinción voluntaria, la humanidad ha introducido diversos factores intercurrentes -inteligencia, afectividad, voluntad, libertad, sociedad, cultura…-, que las promueven o las anulan. Incluso lo hemos aderezado todo con la savia de la ciencia y la sal del arte.

Son graves y gruesos asuntos, que darían para un voluminoso tratado, pero ahora, en este mes que va del 10 de septiembre, Día mundial de la prevención del suicidio, al 10 de octubre, Día mundial de la Salud Mental, nos preocupan en concreto las conductas de autolisis por suicidio.

Fotografía Antonio Biasiucci

Análisis

Sabemos que la especie humana se suicida desde que tenemos registros históricos conservados. Concretamente en las culturas babilónica, egipcia, griega y hebrea hay descripciones evidentes, pero posiblemente antes, desde el principio del neolítico, ya hubiera suicidios, coincidiendo con la estructuración de las primeras agrupaciones sociales y sus consiguientes conflictos, patologías y ayudas solidarias.

La conducta de suicidio, pese a parecer contraria a la evolución natural de la especie -¿porque algo que nos extingue, no se extingue?-, no sólo no disminuye sino que aumenta con los siglos, y aun no ha habido ningún plan, intervención, recurso o tratamiento que haya conseguido aminorar, de forma sustancial y sostenida, su frecuencia. ¿Por qué sucede esto? Es difícil responder brevemente, pero lo intentaremos.

La respuesta más obvia es que se deba a que las diferentes formas de autolisis sean recursos adaptativos -no inadaptados- que tengan algún sentido evolutivo. Es decir, que sirvan para algo bueno de cara a la evolución de la especie, para mejorar de alguna manera la vida humana, su capacidad de adaptación y persistencia, o, de lo contrario, lentamente, se habrían ido extinguiendo.

La evolución es premiosa, no piensa ni indaga, no persigue nada, pero nunca se equivoca, luego tendremos que entenderla en este contexto, o nunca comprenderemos bien el sentido y significado de unas conductas humana tan complejas.

Una hipótesis plausible para apoyar esta teoría evolutiva del suicidio sería relacionar las conductas de autocidio -en general- con el sufrimiento mental, físico y social. Veámoslo.

De acuerdo con ella, los humanos habríamos desarrollado esas conductas para evitar los tres tipos de sufrimiento, para anticiparnos a ellos o anularlos, y ese proceso lo habríamos sofisticado añadiéndole condicionantes culturales y sociales, elementos fenotípicos y meméticos sobreañadidos a los genéticos, que lo amplifican, sofistican y mantienen. Analicémosla sucintamente.

Primer fin: El suicidio sirve para evitar el sufrimiento mental

Solo las personas que sufren angustia o tristeza grave saben cuánto duelen esos sufrimientos, pues afectan a lo más intimo, nuclear y específicamente humano, al “Yo”. Una vez percibida esa forma de desazón vital, desarrollamos un intenso miedo a que vuelva, nos hacemos intolerantes a ella, alérgicos a la angustia y la depresión, y, a nada que despunten, las percibimos con alarma, con desasosiego, con impericia para evitarlas, de ahí que, llegados a cierto extremo, la única solución sea, o al menos eso le parezca a la persona afectada, la extinción del yo, el autocidio.Obviamente no es solución, pero para ellas, en ese trance, es el único alivio factible para su profundo sufrimiento. ¡Están equivocadas!, pero…

Segundo objetivo: Nos suicidamos porque sufrimos dolor y somos conscientes de ello y de su significado

Cuando algo nos duele físicamente -en sentido amplio del concepto: dolor, laceración, hundimiento somático- además de sentirlo, lo percibimos, lo concienciamos, rumiamos mentalmente sobre él y eso lo magnifica y hace que merme nuestra capacidad de tolerarlo. Nos alarma su intensidad o su persistencia, pues lo interpretamos como señal de riesgo para la vida, una anticipación de la muerte. Sentirlo, percibirlo y concienciarlo, sin poder hacer nada para librarnos de él, nos perturba en lo más íntimo, nos anula el yo físico y abate el yo mental.

Padecer dolor físico intenso e intolerable, sea cual sea su modalidad u origen, y cuánto deterioro implique, es insufrible en ciertas condiciones, sobre todo si además de doler produce angustia, miedo y merma la capacidad de adaptación, afrontamiento y atenuación del mismo. De ahí al suicidio, se abre otra ruta terrible, de una celeridad imparable.

Tercera explicación: Los seres humanos tomamos la decisión de acabar con nuestras vidas porque tenemos libre albedrío y autoconciencia

Cuando nuestra conducta y autovaloración cae en el pozo de la vergüenza y el oprobio, podemos tomar la decisión de desaparecer como único modo de librarnos de la indignidad que supone esa degradación.

Sentimos, pensamos, juzgamos nuestra propia conducta y nos condenamos con una dureza contumaz e intransigente, y nos suicidamos. Pero también nos puede suceder lo mismo cuando somos víctimas inocentes de conductas degradantes por parte de otras personas o instituciones, y lo sentimos como injusto, ruin e inevitable.

Comportarse ruinmente sin tener forma de redimirlo, ni de ser perdonado, o sufrir el vilipendio injusto sin poder defenderse o perdonarlo, siempre fue una causa honrosa de autocidio, que en los tiempos modernos se ha ido desvirtuando a tenor de la laxitud de ciertas exigencias del yo ético. Pero en general, dadas esas condiciones sociales, éticas o morales, salvo ciertos malvados con conciencias cristalizadas o algunos cobardes no disculpables, los seres humanos no concebimos seguir viviendo sin dignidad y, no siempre, pero con cierta frecuencia, tomamos la ruta más expeditiva.

Este autor no encuentra otras razones que no estén contempladas en cada uno de esos argumentos, que en ocasiones, y no tan infrecuentemente como sería deseable, acontecen de dos en dos, o incluso las tres juntas. Por ejemplo dolor físico y mental a un tiempo, o afrenta social y dolor mental juntos, etc. Obviamente, cuando se dan juntas, el riesgo de autoextinción se multiplica.

Fotografía Antonio Biasiucci

Colofón

En mi larga experiencia como psiquiatra clínico, después de décadas de conocer y afrontar los sufrimientos físicos, morales y éticos de miles de personas, y tener noticia de cientos de ellos que ejecutaron su propia muerte, creo que esas tres condiciones o modalidades engloban todas las causas de las conductas autolíticas por medio del suicidio.

A veces, antes de ellas o como consecuencia de ellas, hay enfermedades mentales -neurosis, depresiones, psicosis, adicciones…- pero no siempre, ni siempre son la causa última del suicidio, antes bien muchas veces son la clave que nos permite intervenir y detenerlo. Pedir ayuda y prestarla con agilidad son claves, pues es el sufrimiento humano insoportable el que hace que se pase del pensamiento al acto autolítico.Luego, si queremos hacer algo para disminuir la frecuencia e impropiedad del suicidio, hay que detectar lo antes posible los tres modelos de sufrimiento -físico, mental y social- e intervenir de la forma más rápida y eficaz posible.


Pero debo admitir que hay una pequeña contradicción en esta teoría: el suicido genera tanto o más sufrimiento que el que trata de evitar. Por eso, muchas personas, grupos, sociedades, estados…, se apresuran a plantear planes para prevenir o disminuir la frecuencia del suicidio. Quijotesca misión, como se constata, sobre todo si esos planes se dirigen, o se limitan, a intervenir en la detección y tratamiento de patologías mentales, sin afrontar, de forma inmediata y decidida, la tarea de aminorar el sufrimiento que afecta al “Yo” más íntimo

Posteriormente, después de cada intento de suicidio, y aun más tras cada consumación autolítica, es cardinal atender a las víctimas que han sobrevivido y a los supervivientes allegados, para aliviar su sufrimiento y que el riesgo no se extienda.

Quizá esta propuesta, que tal vez peque de ingenua, sea la única manera de detectar casos de alto riesgo, de evitar alguno, y, sobre todo, de ayudar a las personas concernidas antes y después del suicidio. Y si no fuese posible, habrá que abrir sobre cada muerte por suicidio un expediente a perpetuidad, y dejar que el tiempo lento de la evolución lo resuelva.

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