En otoño veo crecer las grúas en mi barrio. Se elevan al cielo como árboles deshojados, desafiando hielos y ventoleras, afrontando las zozobras de las leyes físicas sin estridencias.
Con fortaleza y destreza van organizando las incertidumbres que los operarios acumulan a sus pies, reubicando sólidos informes para revelar estructuras geométricas. Así, pausadamente, van configurando construcciones que algún día albergarán hogares.
Son los anti-árboles de la anti-primavera que convierten las grises columnas y los densos forjados, en firmes suelos y seguros tejados para cobijar nuestras convivencias.
En invierno, las grúas se yerguen férreas contra la oscuridad y el frío, en verano solemnes frente al tórrido fulgor, infatigables contra el desorden y la gravedad.
Son verdaderas heroínas anti-entrópicas, que, tras cumplir una misión se avienen dóciles a una nueva tarea, temporeras que se acomodan a lo que toca sin discordias.
Siento ahora por ellas un respeto antes inaudito, y me pregunto: ¿será nuestro ancestral miedo a la debilidad lo que nos hace elevar estas absurdas estructuras siderales?
Las contemplo en un bello amanecer rosado, desde un altozano por el que paseo mi edad provecta, pero no caduca, y pienso, ¿será acaso la ansiedad temerosa la que nos haga ingeniar tantos artificios para protegernos de las amenazas de la existencia?, ó ¿será tan solo que con la edad pausada se perciben estas naderías otrora insignificantes?
No sé bien qué responder, ni con quién compartir estos dislates, como no sea con mi perrita, que me acompaña siempre en las mañanas. Por cierto, Mina, ¿tú qué crees que harán con las grúas cuando las jubilen?
Dejémoslo ahí ,y volvamos a casa, que ya se nota el frío del otoño y hay que ponerse con las tareas propias de nuestra edad.