Siempre sentí el futuro como una sombra que viene hacia nosotros y nos obscurece, mientras que el porvenir me parecía una luz que proyectábamos hacia el futuro iluminándolo.
Puede que esa imagen o metáfora solo sea el espejismo de un náufrago en el tiempo, pero emocionalmente no creo que sea tan desacertada, o al menos eso espero que sintáis; y, por otra parte, el análisis filo-etimológico de ambas palabras, una vez más, ratifica mis presentimientos.
En efecto, futuro viene de futurum, la forma neutra de un participio del verbo latino sum, esse (ser, estar), que se puede traducir al español llano como “lo que ha de ser”, locución que denota esa manera de aceptar lo que venga tan española; “lo que tenga que ser será”, decimos acomodaticios con decimonónico pesimismo.
Sin embargo, porvenir es una palabra compuesta que denota lo que podemos hacer por cambiar lo que está viniendo, no en vano sus sinónimos incluyen destino, fortuna y suerte. El porvenir siempre tiene algo de ilusión, venía a decir Freud entre las líneas pesimistas de su conocido libro (El porvenir de una ilusión, 1927). Sus hipótesis sobre la riqueza de la cultura humana y la posibilidad de que, mediante su cultivo decidido desde la infancia, se pueda alcanzar una elevada capacidad de autodesarrollo y autogobierno para los seres humanos, o al menos para una minoría selecta que algún día nos ha de dirigir, son, quizá un tanto ingenuas, pero agradablemente optimistas.
Mas, sin necesidad de subir tan alto, recordaremos que cuando éramos niños oíamos ¡este chico/chica tiene mucho porvenir!, lo cual era elogioso y esperanzador. Luego, puestos a elegir, me quedo con el porvenir.
Pero ¿y nuestros jóvenes, que tienen ellos? Aquí es donde -lo siento, pero me lo pide el cuerpo-, abandonamos el pensamiento y recaemos en política.
Contraviniendo el sucinto optimismo freudiano, contemplamos atónitos, a golpe de telediario, lo que hacen -o no hacen, algunos, quizá muchos, obviamente no todos-, políticos de acá y allá que cobran buenos sueldos por parlotear como cotorras, gandulear tumbados, engordar cuerpos y bolsillos, carcajearse de sus propias ocurrencias y acabar escupiendo al suelo para perjurar verdades de barquero, mientras desprecian la Verdad con informaciones maleables y virulentas.
Eso no es política, no tiene un pasado que lo avale, ni un porvenir que iluminar, ni un futuro borrador siquiera, es puro presentismo estéril, sin más ocupación que frecuentar con codicia la droga más dura que existe, que no es la del dinero corrupto, si no la del poder que lo facilita todo, pasta, sexo, galas, glorias y, siempre con el adhesivo, ¡todo gratis!, la palabra más peligrosa del castellano locuaz.
Mientras tanto, nuestros hijos, más sabios que ellos y menos codiciosos, pero que no cuentan con invitación a esa fiesta, se tienen que conformar con contemplar el espectáculo desde una escalera inestable y fatigosa, por la que han de escalar sin ascensores ni favoritismos, o atolondrarse con una pantalla que, más que a la soflama, les convoca a la resignación, y con tener, a lo sumo, un futuro imperfecto de indefinido, ya que con un porvenir ni siquiera se pueden permitir soñar, acuciados como están por pagar la renta del cuchitril que comparten con otros como ellos.
Pero yo os digo, jóvenes, que hay una solución, y es sencilla. Mirad, no penséis más en qué carrera, máster, cursillo tiene más fácil entrada y más postrera salida, preguntaos a vosotros mismos a qué partido político os conviene más apuntaros, y, una vez hecho, teñíos de rubio y escupid sobre la tumba de ellos.