Las Ramblas, aquella tarde

Mi padre siempre me hablaba de las Ramblas cuando era pequeño. Aún era esa avenida amable y colorida, llena de puestecitos de animales y flores, de gente disfrazada que dibujaba figuras geométricas con el cuerpo, de aquel sol tamizado por los árboles que parecía presumir el sabor dulce del mar al final del camino. La calle de los acentos extranjeros y la cultura catalana, de las novelas de Vazquez Montalbán y de alguno de esos fabulosos pasajes del diario de Pla, de las fotografías de Català Roca. La calle donde, de alguna manera, España se proyectaba y abría al mundo y recibía el calor de esa Europa a la que aún nos sentíamos raros de pertenecer. Siempre imaginé Barcelona a través de ese bulevar que aún no conocía.

 

Fotografía Catalá Roca

La primera vez que visité Barcelona, mi amiga tenía un estudio en uno de sus primeros números, nada más bajar Plaza Cataluña. Curiosamente, mi primera imagen de Barcelona fue la de aquella calle imaginaria que tantas veces había recorrido. Blanca era música, y aquella noche había invitado a sus amigos a tocar a casa. Uno de ellos comenzó a cantar  “Angie” y aproveché el momento para acercarme al balcón. Los acordes se mezclaban con el murmullo de los gritos lejanos y el alboroto nocturno. La farolas estaban encendidas y algunos lobos solitarios serpenteaban entre los susurros de las tentaciones de la noche. Me sentí muy consciente de estar allí, de estar presente allí. Todos los días de aquella semana bajé hasta el muelle del puerto a ver las gaviotas y a escribir un rato. La calle había cambiado, empezaban las prohibiciones y el avance imparable de las terrazas de los bares, pero seguía teniendo encanto perderse en los detalles de cada baldosa, pararse en los kioskos a ojear la prensa, contemplar los nidos de paja de los pájaros o esas postales cursis que ganan tanto con el tiempo. A pesar de tener que sacar los codos, a cada paso, por la gente que, sin embargo, era tan distinta y daba gusto ver.

 

Fotografía Catalá Roca

Luego viví en París, y en Mexico, pero tenía la intuición de que hacer cotidiana Barcelona durante un tiempo era algo más que una buena idea. Por aquella época había leído las memorias de Oriol Regas y mucho a Gil de Biedma, asi que aproveché la primera oferta de trabajo que tuve para alquilarme un piso al lado de Arco del Triunfo. Era noviembre, hacía un frío húmedo y no conocía a nadie. Tuve la suerte de que uno de los primeros días, una italiana, una holandesa y un alemán, mis compañeros de piso, me propusieran ir a patinar sobre hielo. Terminamos la noche entre sonrisas tímidas y alguna cerveza, paseando las Ramblas que, por aquel entonces, era una suerte de oasis en una ciudad desconocida porque traía ecos de un paisaje entrañable, un escenario donde relacionarse de esa manera que a veces soñamos.

 

Fotografía Catalá Roca

Estos días, después de vagar por periódicos que mareaban de lugares comunes, buenas intenciones, despropósitos y algun artículo memorable como el de Enric González, reparé en las fotos de los que el 17 de agosto fueron asesinados casi a la hora de la siesta paseando por las Ramblas. Miro, por ejemplo, los ojos de Bruno Gulotta y lo imagino decidiendo donde llevar de vacaciones a su familia; haciendo el click que compró sus billetes o decidió su hotel; bregando con las maletas y con el cochecito o los juguetes de sus hijos; sonriendo la noche antes de las ansiadas vacaciones con su mujer, Martina, que ahora está ilesa pero amputada para siempre, obligada a tener una conducta heroica para mantener los sueños de los tiempos felices. Lo imagino despidiéndose con la mirada, justo antes de saltar sobre la furgoneta blanca, para protegerlos.

 

De izquierda a derecha y de arriba abajo: Luca Russo, Francisco González, Silvina Pereyra, Elke Vanbockrijck, Jared Tucker, Bruno Gulotta

Miro a Jared Tudker sonriendo con Heidi, su mujer, al lado. Decidieron celebrar su aniversario de boda viniendo a Barcelona cuando quizá estuvieron a punto de ir a otro sitio, imagino sus motivos, justo ese momento en que se despidieron de sus padres o de sus amigos en el aeropuerto, estando seguros de que volverían. Miro la juventud esperanzada de Luca Russo un ingeniero que quizá veía posible comerse el mundo o cambiarlo, que quizá se había enamorado hacía poco de Marta esa chica que iba con él y que ahora tiene algo más que una pierna rota que ya le dolerá siempre. La ilusión de la abuela portuguesa, de setenta y cuatro años, que viajaba con su nieta de veinte quizá pensando en vivir la última aventura feliz que le propiciaba la vida después de tanto tiempo.

 

Fotografía Catalá Roa

Miro a Francisco López, a Elke Vanbockrijck, a Silvina Pereira. Los otros rostros que no veo, los de todos los heridos de más de veinte países que estaban paseando por allí esa tarde. Imagino sus cuerpos destrozados, que no me dejan ver, para no olvidar la diferencia entre la vida y la muerte, entre lo atroz y lo bello, para tener miedo de lo que hacen ciertas creencias con algunas cabezas, para saber de lo que debo protegerme, para no olvidar todo lo que de verdad amo, lo que habrá que defender en cada playa, en cada Rambla, con toda la inteligencia y la valentía que podamos encontrar.

Para no olvidar el privilegio de vivir en una sociedad abierta en la que incluso pueden conspirar sin miedo los que anhelan nuevas tiranías o esos asesinos tan jóvenes, ignorantes y estúpidos que  fueron ciegos a otra vida menos infame a la que podrían, sin embargo, haber aspirado.

 

Fotografía Catalá Roca
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