Una década sin Francisco Umbral

No en vano las vanguardias son hijas naturales de Baudelaire, y han tomado de él el dandismo de decirlo todo cínicamente, pero decirlo con tanta belleza que la estética sustituye al pudor burgués.

Francisco Umbral, Ramón y las vanguardias

 

Para los muertos también pasa el tiempo. No para ellos exactamente, claro, no para la conciencia/Umbral, que sigue ahí, transformándose y profundizando en su sueño vegetal, y para el cual ya no queda de Francisco Umbral (Paco Umbral, Pacumbral) sino lo que tenga de literario helecho arborescente. Pero sí para la figura/Umbral, el individuo social Umbral, que condensa todo lo que sabemos de él antes y después de que cruzase eso: el último umbral. Sabemos, por ejemplo, algo que él quizá apenas sabía nada, o sólo de oídas: quién fue su padre y a qué se dedicaba. Porque Umbral no se apellidaba Umbral a la primera, naturalmente. La partida de nacimiento no está hecha para los artistas snobs, para el hijo único de Greta Garbo (ni su propia madre, tan glosada, tiene nombre real…), esa señora tan idealizaba que le recortaba las garras en la niñez, como se cuenta en Los males sagrados. Umbral descreía de la vida real, un coñazo pesado y pastoso, y sólo creía en la vida lírica, una vida que en su caso sólo se podía expresar por escrito. Para la vida real, de hecho, sólo reservaba una pose entre cachonda y cruel, mientras que para la vida lírica atesoraba todo lo demás: un manantial inagotable de confesiones íntimas transfiguradas en mentiras líricas, en invenciones melancólicas y fulgurantes. Nadie conoce a Umbral si sólo le ha visto en la televisión o en la presentación de un libro, es imposible adivinar todo lo que cuenta de sí mismo en sus numerosos textos siempre y cuando haya podido convertirlo en belleza reflexiva y prosa luminosa.

 

Así, por ejemplo, en Las ninfas comienza refiriéndonos sus onanismos adolescentes en un cuarto de baño, si no recuerdo mal, de precisas a la vez que oníricas baldosas azules. Pero lo hace tan bonito, tan evocador, tan compartible, que expulsa todo lo sucio o impúdico que pudiera haber en contar algo así. Por eso aquella frase suya que he reproducido en epígrafe es tan apropiada, no solo para Ramón Gómez de la Serna, sino para él mismo, que la escribió sobre él. Casi resulta su divisa, la divisa de un poeta cínico sumido en la aglomeración urbana. Uno (aprendí precisamente de Umbral el gusto por el uso del “uno” como sujeto de oración cualesquiera) lee eso y entiende que todo el mamoneo que se traía Pacumbral con los famosos, las tonadilleras y los políticos en las fiestas de alterne no era más que la ocasión de atrapar observaciones que llevarse a la máquina de escribir. Él, con su whisky con agua y su pañuelo-bufanda en ristre, diciendo en alto chorradas con voz grave pero diseccionando por lo bajo material con bisturí agudo. Volviendo, siempre, a la habitación en penumbra de la pubertad en la que se fingía escritor frente a un espejo luciendo aspecto de dandy con mitones y pluma de ganso. Umbral fue bastante feliz, a su manera, puesto que no necesitaba salir, no necesitaba viajar, sólo necesitaba lirificar todo lo que experimentaba en la soledad de su prosa. Eso y, claro, ser leído, había que envenenar, que inundar al mundo con el estilo de uno (porque el mundo sólo es objeto de compasión en tanto que carece de espíritu, que es su verdadero alimento…).

 

El libro que más me impresionó en su momento fue El día que violé a Alma Mahler, donde Umbral daba rienda suelta a su capacidad para crear párrafos brillantes a partir de la nada. Nada en el domingo. Creo que había, por ejemplo, algo así como una mudanza, pero era la mudanza más loca y des-objetualizada, por decirlo así, de la literatura. Los muebles fluían poéticamente. Esa libertad absoluta para ir creando según se va escribiendo, por eso a Umbral se le daban mal las novelas, las novelas había que prediseñarlas, seguir con ellas un plan previo, y Umbral era poco disciplinado para planes. Mientras que se pierde el tiempo trazando un plan para una novela, bien se podrían haber escritos dos crónicas y un artículo para quien sea. Juan Marsé llamó una vez a ese carácter improvisado y filigranero de Umbral y otros -pero más de Umbral, de quien lo aprendieron- “prosa sonajero”, y no le faltaba razón. Sólo que el lector, en realidad, no es ningún bebé (de hecho, Umbral escribía para un público que de antemano hubiese aceptado la amoralidad baudeleriana del arte, y de ahí que hiciese cosas como colocar un políticamente incorrecto “violé” en un título), muy al contrario: el lector de Umbral debe asumir lo imprevisible, la digresión y el goce del puro transcurrir de la escritura. Hay demasiada ironía en los textos de Umbral, demasiada ternura en algunos de ellos como para cautivar a lectores inmaduros, aunque tampoco haya que ser demasiado serio -sin contar ahora con sus asiduas “memorias eróticas” de aquí y de allá, mixtificadas todas ellas de cabo a rabo, estoy convencido.

A mí lo único que me disgustaba de la actitud/Umbral no era su chulería castiza, o su descaro macho/machista, sino que hubiera aprendido parte de ello de ese fascistoide feo (un amigo decía que parecía que tenía la cara como en cinemascope) e impresentable que fue CJC –Camilo José Cela-. De él aprendió, en efecto, la técnica de la entrevista confianzuda y casi rayana en la grosería, y de él ese carácter trepaque en algunas ocasiones le impedía pararse ante nada con tal de continuar en el “candelabro”. Pero Umbral, después de todo, era más delicado que Camilo, y tenía otras admiraciones que le salvaban del gallego, además de que escribía mejor sobre cualquier cosa. Resulta sorprendente todavía recordar lo mucho que Umbral podía disertar sobre el tema que fuere en el medio impreso que se le pusiera por delante, acertando con la esencia de la cuestión pero sin abandonar un sentido lúdico y casi juerguista de la escritura. Era el Giocondo de la prensa española, el hombre que había pasado por el café Gijón para retratárnoslos a todos sin piedad pero también sin cólera innecesaria, el tipo que saludaba a sus queridos editores con un “¿cómo estás, amor mío?”…

 

En sus últimos años de columnista diario Umbral defendió a Rajoy como primera opción de la baraja de Aznar para la sucesión. Hasta ese punto dominaba la ironía. Hoy opinaría cosas muy distintas sobre él, lo cualo, como Paco diría, muestra también cómo pasa el tiempo para los muertos…

 

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4 Comentarios

  1. says: Ramón González Correales

    En la vida, lo queramos o no, tenemos que elegir de contínuo. Pero elegir, a menudo, también es renunciar a cosas que nos pueden gustar o interesar de alguna manera. Algo que, por suerte, no tiene por qué producirse en el ámbito de la literatura aunque también elijamos, de otra forma, pero no necesariamente con coherencia.

    Para mí la literatura es también el reino del capricho, de lo que gusta, de la posibilidad satisfacer los deseos o las estéticas más contradictorias, como siempre lo es el reino de la fantasía. Actualmente, de nuevo, los puritanos incesantes de muy distintas ideologías, quieren reducirlo todo a alternativas de blanco y negro, a simplificar a una anécdota las emociones y las vidas, a reducir la experiencia humana a un moralismo estupido, inútil y siempre falso que, al final, se resume en si un escritor en concreto, es o no “de los nuestros” manifestándolo públicamente. La cultura como arma política tan querida de todos los totalitarismos. Los artistas como militantes o enemigos, algo de lo que parece mentira que no nos haya vacunado el siglo XX con todos sus fiascos y tragedias.

    Creo que explicas muy bien lo que Umbral tenía, lo que valoramos los que lo hemos leído con placer e interés en algún momento de nuestras vidas. Algo muy alejado de su imagen pública y de sus poses o sus voces a veces, es verdad, muy estridentes y hasta pateticas. Pero Umbral era también un escritor que se dejaba transparentar, que jugaba a desvelar sus emociones más íntimas con todas sus contradicciones y sus ficciones y con eso conseguía un nivel de identificación que era catarquico, que podía producir otro nivel de compresión en el lector, porque además utilizaba las palabras con un cierto lirismo, casi como una música, que burlaba, a menudo, los prejuicios y permitía gozar la realidad con más intensidad, con más posibilidades de significación. Incluso, como escribió tanto, permite vislumbrar sus altibajos, sus cambios, las tonterías que se pueden escribir cuando se baja un poco la guardia o nos confiamos en exceso.

    La literatura, en mi opinión, debe permitir conocer la intersubjetividad, la condición humana en toda su complejidad y en su sentido más amplio, lo que podemos ser, lo que los otros pueden ser o han sido, sin estupidos moralismos y con una escritura puesta al servicio del objetivo concreto que el escritor se plantee. Lo bueno es que hay muchos buenos escritores vivos y muertos que nos pueden gustar o dejar de gustarnos en distintas épocas de nuestras vidas. Está bien que existan todos incluso para llevarnos la contraria o demostrarnos que esas coherencias ideológicas con las que a menudo nos orientamos ( “si a alguien le gusta esto, le gustará también esto y defenderá esto y será esto”) o las etiquetas arbitrarias que se pretenden imponer son simplificaciones a menudo muy elementales y por tanto falsas.

    Estupendo artículo

  2. says: Óscar S.

    De acuerdo en todo, al menos para el caso de Paco. Niño de derechas y socialista sentimental, entendía la política como una épica, es decir, estéticamente, como todo. Los estetas no son muy de fiar política ni éticamente, eso es verdad, ellos están engolfados en su sentido de la belleza y cuando salen de casa lo encuentran todo feo y repleto de gente vulgar. Pero en el caso de un escritor es diferente. Umbral siempre se quejaba de no tenía sensibilidad para la música, que es la abstracción estética suprema. Tenía que tener cosas, gentes que observar y rapsodizar, y supongo que eso le salvaba del escapismo más extremo…

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