Fotografía de Roy Jones/Getty Images

Esta mañana me he levantado asombrosa, anómalamente pronto, incluso de noche cerrada aún, para ser domingo, any given sunday, que diría Oliver Stone… Me he mirado al espejo y tenía los pelos alborotados, media sombra de barba canosilla, cara de circunstancias y para colmo esa misma parodia de rostro recién arrancado al sueño se deformaba en la mueca caprina de mascar automáticamente y con desgana un chicle de nicotina, lo que, sin haber buscado expresamente la rima, es como tratar de encontrarle sabor matutino a una especie de pasta blanda de cemento. Teniendo en cuenta además que no soy un tipo muy alto, que se diga, y que he sobrepasado ampliamente ya la mediana edad -me queda mucho menos por delante que lo que cargo por detrás-, cuando me lavaba, remozaba y revocaba la fachada frente al inclemente espejo me he dicho a mi mismo que es del todo inútil, que nunca llegaré a parecerme ni en el blanco de los ojos a un tipo moderno, cool y fardón como Chris Hemsworth, que de buena mañana se viste de punta en blanco y se toma su café de marca contemplando el skyline de su ciudad, y que todo lo más, mi única esperanza factible, es envejecer orlado de una cierta decadencia carismática y cachonda como la del viejo y querido Al Pacino, uno los actores favoritos de medio mundo.

Chris Hemsworth

Hemsworth está muy bueno, se cuida mogollón, es un padre ejemplar y sale de su casa por las mañanas dispuesto a comerse el mundo precedido por una nube de perfume caro. Casi parece mentira y un regalo del cielo para las féminas del mundo el que sea hetero, y por todas esas cualidades tan sobresalientes ha merecido un papel permanente nada más y nada menos que de dios nórdico del trueno, mientras que Al Pacino, nuestro ídolo cinematográfico, que lleva ahí toda la vida, lo más alto que ha llegado en la escala metafísica de los seres es a “padrino” oscuro de la mafia italiana en Nueva York o a cubano trepa que termina acribillado en su propio trono. Es cierto, por otra parte, todo hay que decirlo, que Pacino es mucho mejor actor que Hemsworth, y que ya en su más tierna juventud le tocaron varios premios gordos de la interpretación, pero a cambio el ario mazao de Chris representa para nosotros hoy por vía de imagen comercial el ideal de la nueva masculinidad, o de ese tipo debastado y acicalado de macho demachistizado que es el que nos piden que seamos todos los varones ahora, tal vez con toda la razón, visto el salvajismo caníbal que pulula por las calles, pero tal vez también un poco tarde para muchos.

Porque el hecho de que las mujeres ahora, y por fin, puedan ser lo que quieran, hacer lo que quieran, y alcanzar sin trabas todo aquello que se merezcan no significa que el pobre hombre hetero al que le gustaría postularse como compañero suyo pueda igualmente transformarse de un día para otro en lo que le dé la gana o le pidan, como el camaleón de Pico della Mirandola. No: los tíos de la generación de Al Pacino, o, por lo menos, que veíamos siendo más jóvenes que él las películas de Al Pacino (Pacino es como una secuela de Bogart pero con más collares, pendientes y pulseras horteras colgándole del cuerpo, y más cuanto más viejo), tenemos la plasticidad existencial muy limitada, el feminismo justiciero del 8-M nos pilla con el pie cambiado, y en general no podemos aspirar a ser más que lo que tenemos que ser. Eso que no podemos por menos que ser, que sentimos que es nuestra obligación masculina ser -cosa o deber intangible pero muy concreto del que, por cierto, parecen estar libres para su suerte las mujeres-, no es, desde luego, el exmilitar narcisista y palabrotero de Esencia de mujer, o el vendedor cínico y amargo de Glengarry Glen Ross; se parece más, diría yo, al seductor de barrio risueño y plasta de Frankie y Johnny, o al intento de rehabilitación fracasado y charlatán de Atrapado por su pasado –en inglés Carlito´s way…        

Hay un Pacino para cada ocasión, pero, desgraciadamente, no una ocasión para cada Pacino. Uno puede quedarse en Pacino malogrado, y entonces darse a la botella o al maldito Candy Crush. El propio Pacino ya es de por sí, en todos sus personajes, un poco la versión malograda de sí mismo, alguien que ha nacido tropezándose y enderezándose a cada paso. Por eso a Pacino, el actor, le gusta tanto hacer cosas de Shakespeare, en las que hay que sacar pecho lírico de los defectos irremediables de uno. Pero para ir por la vida creyéndose muy hombre y pisando fuerte hay que ser más bien carne de gimnasio y un mendigo del éxito al estilo de un amago del Hemsworth pero no tan favorecido por la genética. Cuidado, pues, con los Hemsworths de pacotilla del mundo, que no se conocen a sí mismos y se creen dioses hasta que al hacerse viejos y menos fotogénicos se ponen de muy mala gaita; y un voto de confianza para los viejos remedos de Pacinos del mundo, que desde que se miran al espejo por la mañana ya se saben tristemente mortales, pero gracias a eso, me parece, luego se lo toman todo mejor y con mayor humor… 

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