Cualquiera que haya estado en Grecia en verano y haya buscado lo que persiste tras los nombres míticos quizá ha tenido un primer momento de decepción. Tebas es una pequeña ciudad desconchada con un museo muy humilde y Esparta un pueblecillo con luces mortecinas que apenas iluminan la noche. En Olimpia solo quedan trozos de columnas en medio de una solanera donde reinan las cigarras y el Agora es solo un descampado desde el que se vislumbra la Acrópolis, los únicos restos que transparentan la grandeza de la era de Pericles. Sin embargo en algún momento, quizá en el teatro de Epidauro o vislumbrando el mar de olivos de la llanura de Delfos surge la fascinación de saber que allí, justo allí hace 2.500 años algunos hombres se dedicaran a pensar y a dar sentido a la vida con tanta profundidad cuando podrían no haberlo hecho, cuando podrían haber sucumbido al miedo y a la superstición. Y no lo hicieron. Porque allí sucedió el principio de lo que nos constituye como europeos, una deuda que no habría que olvidar, ahora que tanto se habla de deudas.

El Principio

Dos griegos están conversando: Sócrates y acaso Parmenides.
Conviene que no sepamos nunca sus nombres; la historia, así, será más misteriosa y más tranquila.
El tema del diálogo es abstracto. Aluden a veces a mitos, de los que ambos descreen. Las razones que alegan pueden abundar en falacias y no dan con un fin.
No polemizan. Y no quieren persuadir ni ser persuadidos, no piensan en ganar o en perder.
Están de acuerdo en una cosa: saben que la discursión es el no imposible camino para llegar a una verdad.
Libres del mito y la metáfora, piensan o tratan de pensar.
No sabremos nunca sus nombres.
Esta conversación de dos desconocidos en un lugar de Grecia es el hecho capital de la Historia.
Han olvidado la plegaria y la magia.

Jorge Luis Borges

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