Diez minutos (no la revista) con Gonzalo Suarez

Durante un tiempo, yo viví en un ovni cuyos miradores daban a la Plaza de San Miguel del centro de Madrid. Había, y sigue habiendo, mucho chalado alcoholizado por ahí, pero eso da para otro artículo, pues a menudo me cruzaba esas mañanitas con un rostro interesante de Sócrates sin ironía, coronando un cuerpo gordinflón y enfundado en marrones, y yo pensaba que tal vez era mi admirado Gonzalo Suárez. Pero mi amigo Sergio me dijo que no, que lo suyo en el tal Suárez era vivir en Oviedo, así que le prometí preguntar al circunspecto sujeto. Esa tarde en particular salía yo del aparcamiento de Melquiades, el guarda, con mis niñíos “mayores”, es decir, dos mellizos, uno dormido y otro impaciente por desatarse, y de repente vira y viene hacia mí el digno viejito de mis inciertos reconocimientos faciales (en China lo harían sin duda mucho mejor). Así que me decido y le abordo contándole de las dudas inducidas por mi amigo -que, por cierto, estaba a su vez trabajando en un gran guion-, desechadas las cuales le felicito por Remando al viento y El detective y la muerte, esta segunda para paliar el posible cansancio de la primera -real, según parece, puesto que me confesó que él prefiere ser recordado por Don Juan en los infiernos, que reconocí ipso facto no haber visto (aunque omito que no queriendo, pese a que el peloteo aburra, máxime cuando también le añado mi asombro adolescente por Rocabruno bate a Ditirambo, prístinamente sincero, pues es el texto corto más sorpresivo e imaginativo que haya yo leído jamás semisumergido en una bañera de hogar de clase media-baja). Don Juan en los infiernos está realmente bien, serviría, en efecto, para hacer gran historia del cine español, pero no se puede comparar con El detective y la muerte, que es una hipnosis a cada minuto más profunda, o con Remando al viento, que a mi parecer es la definitiva huida del cine español fuera de España, muy por encima de nuestro querido Pedro Almodóvar.

El detective y la muerte

Creo que la razón por la que Gonzalo se decanta por Don Juan… es que la barroca poesía del film es toda suya, mientras que en Remando… gran parte del anecdotario lo toma del mentidero culto de la época. Pero qué importa, son todas geniales. La conversación continuó un poco más, y ahora sí, ahora llega la ocasión de un servidor de hacerse el listo, con la progenie clamando por salir de allí. Gonzalo me anticipa que publica en ese septiembre summas literarias en Alfaguara y Seix-Barral, y recuerdo que le expliqué mi preferencia por la catalana con algunos argumentos que de los que hoy no sabría dar razón. A reglón seguido hablamos de cine español, y le resumo mi fea impresión (seguramente teniendo en mente a Alex de la Iglesia), lamentando además que nadie sepa tanto de historia y literatura en tal terreno como él en este ignaro país. También parloteamos unos minutos más, tiempo de prórroga, acerca de la paternidad, ya que él crio tres hijos “más uno de propina” como yo, lo de la propina, y bien celebrada que fue. A estas alturas de la plática, mi mellizo-varón está hasta la coronilla, y a mi melliza-fémina, los dos muellemente tumbados en un carrito típico de Kensington Gardens, como los propios cachorros de Byron y Shelley, ya no hay quién la duerma después de una breve siestecita, conque el egregio y yo nos dimos los nombres en la despedida. Compruebo que, afortunadamente, ni él es Pablo Neruda ni yo de profesión cartero. Pero me vino a la cabeza entonces un diálogo de El detective y la muerte, que no he vuelto a ver, donde Javier Bardem charla con una chica y ella, como por descuido, pregunta:

-¿El amor?

-Si lo dices se va.

-¿Y el dolor?

-Si lo dices se queda.

Eso es puro Gonzalo Suárez, el escritor, guionista y director. Algo que en España tiene lugar de modo infrecuente: un Shakespeare del registro solemne con un trasfondo onírico inigualable. Una década después, sigue vivo, no sé si coleando. Le hicieron un documental muy malo, que lo mismo hasta le gustó. En su predilecta, Don Juan en los infiernos (que por cierto es un increíble poema de Charles Baudelaire) hay otra conversación entre criados que pone los pelos de punta: Dios ha reservado a los ricos pecados por los que merece la pena condenarse; y a los pobres nos ha dejado virtudes por las que no merece la pena vivir.

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