Killing time

Sé que sólo viviré unos años. Sólo soy un humano y mi tiempo está contado. Ante tal carestía detesto que el tiempo pase deprisa. Detesto que ancianos que saben mucho más que yo me digan que cuanto más mayor te haces, mayor es la velocidad con la que pasan los años. Los ancianos, cuya memoria del presente se va destruyendo, viven narrándose una y otra vez su pasado. Sus últimos años de vida no existen, sólo la añoranza de cuando fueron jóvenes, de cuando fueron presente. De aquí el extendido complejo de Peter Pan: no querer ser nunca pasado, querer ser siempre presente. También yo soy su víctima.

Nuestra percepción del tiempo es subjetiva, lo que provoca que una jornada laboral parezca durar mil años mientras que ese feliz tiempo de asueto pasa fugaz por el firmamento tan rápido como si nunca hubiese sucedido. Bergson distinguió muy bien entre el tiempo de la física: universal y objetivo, y el tiempo de nuestra vida: propio, subjetivo, variable. Nuestras vivencias no se desarrollan en el tiempo físico, no siguen una regularidad inmutable sino que sufren aceleraciones y deceleraciones, se paralizan como trozos de eternidad o pasan veloces como las agujas del segundero.

Para Heidegger somos tiempo, habitamos el tiempo, siendo nuestro rasgo más definitorio. No hay más que mirar la historia para darse cuenta de tamaña verdad. Los hombres han luchado en vano contra su inapelable paso. Aquiles buscaba en la gloria, en permanecer en los cantos de rapsodas y poetas, seguir en el tiempo más allá de la muerte. Y así eligió ir a Troya aún a sabiendas de que moriría allí. Eligió una vida corta y sufrida antes de una larga y cómoda con tal de permanecer en el tiempo. Los faraones construyeron los mausoleos más fastuosos imaginables siguiendo la misma tónica. La cultura egipcia estaba por completo volcada en la otra vida, en la inmortalidad, teniendo mucha más importancia el mundo de los muertos que el de los vivos. Cuando llegó el cristianismo la idea se mantuvo más egregia si cabe. Agustín de Hipona, el pensador que mejor entendió la esencia del cristianismo, subrayaba que la vida mundana era sólo un mero tránsito, un breve valle de lágrimas que sólo servía como puente a la auténtica vida en el Paraíso. Eran tiempos en los que se convivía mucho más cara a cara con la muerte que en la actualidad. Con una corta esperanza de vida, los treinta o cuarenta años que se permanecía expulsado del Edén, no eran nada comparados con la inimaginable bastedad de la eternidad prometida. Sólo allí, al otro lado, uno podía alcanzar la santidad y el auténtico conocimiento. En este lado sólo cabía el pecado y la degeneración. Heidegger lo entendió muy bien con su famoso ser-para-la muerte: el hecho de que vamos a morir determina toda nuestra existencia, relativiza o engrandece todos nuestros actos previos a la defunción.

Por eso, en días de calor y ocio como estos, me gusta plantar cara al tiempo. Me encanta buscar un lugar en donde pueda contemplarse un buen firmamento, no difuminado por la contaminación lumínica de nuestras ciudades. Para estos menesteres hay que alejarse de los hombres, hay que permanecer a diez mil años luz de las urgencias de la vida cotidiana. Me gusta sentarme en soledad en noches de poca luna y ralentizar el tiempo. Debes alejar de tu mente cualquier imperativo, cualquier exigencia del superego, cualquier necesidad del mañana. Hay que borrar el mañana y vivir como si esa noche fuera a durar para siempre. Vivir sin mañana pero no como si esta noche fuera la última, sino como si no existiera nada último.

Nietzsche lo entendió mejor que nadie. En su teoría del eterno retorno lanzó el imperativo moral más hermoso de la historia: vive como si todos los acontecimientos de tu vida, desde el más insignificante hasta el más colosal, tuvieran que repetirse una y otra vez, y así por toda la eternidad. La mayoría de nosotros pensamos en ello como en una terrible condena. Repetir todo, una y otra vez, parece la pesadez más absoluta, el infierno más horrendo. Vivir en un continuo día de la marmota sería la cárcel más opresora imaginable. No – advertiría Nietzsche -, si piensas eso es porque odias tu vida. Tienes que amarla tanto que desees repetirla eternamente. No conozco canto a la vida más poderoso que ese, modus vivendi meridianamente opuesto al obrar por deber de Kant. Para el ilustrado tenías siempre que obrar bajo la estricta vigilancia de un yo debo, sin mirar en ningún momento las perniciosas consecuencias que eso podría conllevar. Si tu vida era sufrimiento no pasaba nada siempre que obraras bien a pesar de que obrar bien te llevara al abismo. Nietzsche invierte el mandato: no obres por deber, obra por querer, obra por amor a la vida, saborea cada instante como si fuera a ser eterno. Entonces, toda tu existencia se hará eterna, se proyectará en el tiempo y obtendrás el paraíso terrenal.

No hay reloj, no hay nadie, no hay nada, absolutamente nada que hacer, sólo saborear el momento. Y entonces viene el fluir apacible de la conciencia. Llegan recuerdos, pensamientos, ensoñaciones teñidas de la placidez del ambiente creado. No hay ninguna exigencia que determine el caminar de esos pensamientos, no hay ningún deber ser, sólo la pacífica espontaneidad de una mente que no sabe quedarse vacía. Incluso puede llegar el tedio, el aburrimiento, signo indudable de salud mental. Hay que saber aburrirse, no enturbiando el momento por esa exigencia de hacer algo, de llenar el tiempo para acelerarlo. Quizá uno de nuestros grandes problemas es que no sabemos hacerlo, no soportamos quedarnos solos con nosotros mismos, no soportamos el vacío. Entonces, y sólo entonces, congelamos el tiempo y nos asomamos a comprender qué puede ser la eternidad. Vencidos por el thanatos freudiano, nos convertimos en piedra, en un ser que no exige nada, que simplemente contempla pasivo el paso de los siglos. Me gusta disfrazarme de vieja iglesia abandonada en un pueblecito del Pirineo. Cubierta de musgo y medio derrumbada, soportando el lento caer de la lluvia. Sin demasiada historia, sin demasiada importancia monumental, una antigua iglesia abandonada sin interés alguno para nadie, amando tanto su insignificante existencia como para querer repetirla eternamente. Siendo piedra desgastada puedes visualizar el más allá. Killing time, solamente cuando matas el tiempo lo conquistas. Abro los ojos, me había dormido. Vuelvo del Olimpo y huele a café y a tostadas. Me levanto, tengo mucho que hacer.


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