Hay tiempos o lugares inhóspitos que, sin embargo, revelan conductas esplendorosas y llenas de significados. Donde no parece posible la amistad se produce la amistad más sincera y arriesgada; donde no existe la justicia se producen actos inmaculadamente justos; donde el amor ha sido devaluado brota la intimidad más pura; donde la cobardía se disfraza de fortaleza aparece el heroísmo más legendario.
Un tañido de trompeta despidiendo a un amigo con las lágrimas resbalando por la mejilla; una pelea en un callejón que nunca verá nadie; un abrazo entre las olas que arriban encrespadas a una playa; una orden de seguir luchando cuando todo lo importante parece perdido para siempre.
La jaula social puede ser muy asfixiante en algunos momentos y es en ellos donde más nítidos se hacen algunos valores humanos. Esos por los que en esa situación merece la pena arriesgarse a morir para poder seguir viviendo.
“De aquí a la eternidad” de Fred Zinnemann (1953) es una película que puede verse muchas veces, sobre todo cuando haya que buscar consistencia moral para afrontar algunas batallas que parecen perdidas pero que, quizá por eso, son en las que nos jugamos el significado de nuestras vidas y que, también por eso, merece la pena intentar ganar. Mirad la fotografia, la música, los actores, el ritmo de la historia. Y comprendereis por qué le dieron ocho oscars en 1953