Aprender a mirar el mundo o más bien aprender a contemplarlo con los prejuicios imprescindibles es uno de los retos fundamentales del ser humano. Necesitamos paradigmas que aporten inteligibilidad, predictibilidad y un cierto sentido a la realidad pero a la vez necesitamos distanciarnos de ellos para tratar de contemplarla con ojos limpios y quizá vislumbrar otras perspectivas. A veces un exceso de conocimiento académico aleja de la posibilidad de descubrir verdades esenciales que sin embargo descubren otros que son capaces de observar el mundo sin anteojeras o que simplemente están abiertos a hipótesis que hasta ese momento parecían descabelladas. En la historia de la ciencia hay muchos ejemplos de descubrimientos hechos desde fuera del conocimiento ortodoxo imperante en la época y en muchos casos ayudados por la suerte que fueron capaces de saber aprovechar. La serendipia forma parte muy importante de la historia de la humanidad en general.
Aprender a mirar de una forma creativa depende sobre todo de una actitud previa que determina los propios conocimientos que adquirimos. También de un entorno cultural que lo posibilite, que valore el talento y no solo el de las buenas notas que se sacan tras masticar sumisamente apuntes obsoletos de profesores más o menos mediocres y enchufados. Se trata de saber leer en buenas fuentes, de tener profundidad y visión, energía y entusiasmo. Curiosidad en suma. Lo que lleva al concepto de estado de flujo, la capacidad de concentrar la energía psíquica y la atención en planes y objetivos de nuestra elección, proyectos que sentimos que vale la pena realizar porque lo hemos decidido nosotros, lo que produce el disfrute de cada momento, el olvido del tiempo. Algo que a veces no se comprende si no se ha experimentado. Una buena droga contra la ansiedad y el aburrimiento, la posibilidad de acariciar la felicidad como producto secundario, lo que siempre será una conquista personal.
Curiosidad y creatividad alentadas por el entorno. Richard Florida dice que la decisión de donde se va a vivir es algo muy importante para las personas (siempre que pueda elegirse: pero a veces puede hacerse y no se hace). Es lo que determina nuestras posibilidades de trabajo, los amigos que vamos a tener, el ambiente social más o menos tolerante en el que nos movamos, las posibilidades de ocio y cultura, incluso la estética del escenario en el que se va a desarrollar nuestra vida. Para él puede hablarse de ciudades creativas que concentran talento, tecnología y desarrollo económico. Megarregiones distribuidas a lo largo del planeta que concentran la quinta parte de la población mundial donde se concentran las dos terceras partes se la producción económica y un 85% de toda la innovación. Existen unas 40 megarregiones. Las cuatro más grandes son el Área Gran Tokio que incluye la ciudad japonesa y su área metropolitana de 22 millones de habitantes; la megarregión de Bos-Wash que es el corredor de ciudades que va desde Boston a Washinton y que pasa por nueva York; la megarregión de Chi-Pitts, que es el área que va de Pittsburgh a Detroit y Chicago y la de Am-Bus-Twerp, zona que incluye a Amsterdan y Bruselas. Ciudades donde es más fácil que ocurran cisnes negros positivos, sucesos inesperados, impredecibles, serendipidad que puede cambiar para bien nuestra vida.
Tomo estas notas mientras llevo meses tratando de comprender, sin demasiado éxito, una crisis económica que apareció en nuestro mundo como un cisne negro, un suceso inesperado que produce un impacto extremo y al que se le trata de buscar predictibilidad retrospectiva. Oigo a presuntos expertos que verbalizan con aparente seguridad argumentos contrarios a los que defendían solo hace unos meses con la misma seguridad. Oigo predicciones contradictorias basadas en argumentos tan elementales e interesados que producen vergüenza. Escucho a otros que dicen que han hecho lo contrario de lo que les he visto hacer todos los días y que proyectan las culpas en los sospechosos habituales. Veo a gente diciendo exactamente lo mismo que ha venido diciendo durante los últimos treinta años y que no ha aplicado en la práctica nunca con éxito.
Trato de no anegarme con la estupidez releyendo “El cisne negro”un libro pertinente en este momento. En él Nassim Taleb aconseja tener cuidado con lo que nos gobiernos predigan y no creernos nada de lo que dicen (simplemente no pueden predecir lo impredecible); no desperdiciar el tiempo intentando luchar contra los vaticinadores, los economistas, los analistas de bolsa y los científicos sociales. Recomienda concentrarse en no perder la moral y mantener una mentalidad abierta tratando de estar preparados para cambios inciertos que inevitablemente terminan apareciendo. Crear un estado de flujo orientado a la acción. Porque este es el momento de estar a la altura de las circunstancias o por lo menos de no perderse en un nihilismo estéril. Puede que al final en la vida siempre haya estado todo perdido. Pero por eso, mientras tanto, tiene sentido intentar vivir, amar y trabajar como se desea, atreverse a soñar como si fueramos capaces de hacer algo por acariciar nuestros sueños. No perder la alegría ni la capacidad de tomar el sol como gatos en verano.


Ante la cantidad de noticias que nos abruman, nos desalientan y que nunca llegamos a comprender del todo, puesto que son solamente imágenes, necesitamos encontrar nuestro hueco entre el mundo pero siempre con el mundo.
Parece que todo cambia y que por eso nada cambia. Siempre han existido crisis, y siempre parecen la misma.
“Era el mejor y el peor de los tiempos,
una edad de sabiduría y de necedad,
una época de creencia y de incredulidad,
un momento de luz y de tinieblas,
la primavera de la esperanza,
el invierno del desaliento,
todo lo teníamos ante nosotros,
nada teníamos ante nosotros,
íbamos derechos al Cielo
o directamente al otro sitio.
En pocas palabras, aquellos tiempos eran tan sumamente parecidos a los actuales,
que algunas de sus autoridades, aquellas que más se oían,
insistían en calificarlos, para bien o para mal, sólo en superlativo”.
(Dickens, Ch. Historia de dos ciudades)