Creo que lo conocí al poco de llegar a Madrid, quizá a principios de 1976, en uno de esos magníficos programas de literatura que había en las tardes de RNE, entre las tres y las cinco o las seis, la hora de sestear un poco antes de ponerse a estudiar la jodida bioquímica, cuando el sabor de las historias, de las palabras, es más dulce y se engarzan con una duermevela que no se quiere abandonar del todo y que promete otra vida en la tarde que presentimos que se irá escapando poco a poco. Una locutora lo presentó como un escritor conocido que yo no conocía y me llamó la atención su voz de andaluz poco convencional, un poco enfática, segura de sí misma, que parecía tener criterios claros sobre algunos gustos literarios que yo tampoco conocía en esa época.
Luego ocurrió uno de esos milagros que siempre comienzan de forma inadvertida, por sorpresa: un grupo de colegios mayores de Madrid entre los que estaba el mío había organizado un seminario de literatura sobre “La generación del medio siglo” y lo dirigía José Manuel Caballero Bonald.
Así que una noche, después de cenar, allí me fui al colegio de al lado, con uno de esos amigos que acababa de conocer y que luego duran toda la vida. Creo que hacía frío y que quizá llovía y que nos juntamos unas quince o veinte personas muy jóvenes en una sala austera y cálida a la vez, donde había sillas y sofás y estábamos cómodos. Allí estaba él, con su barba y su voz, contándonos de qué iba a ir la cosa. El seminario iba a durar unos meses, cada 15 días. En cada reunión nos presentaría un autor y nos recomendaría un libro para leer. En la siguiente, si era posible, llevaría al autor para que lo conociéramos, habláramos con él y comentáramos el libro.
Así comenzó un viaje que para mí fue maravilloso. Empezó hablando de los tiempos del realismo, de Aldecoa, de Ferlosio, de Jesús Fernandez Santos. De lo que supuso para todo el grupo la aparición de “Tiempo de silencio”, el cambio de lenguaje, la conexión con la literatura europea que ya buscaba otras cosas. Como influyó eso en los Goytisolo, en él mismo. Nos hablaba como a amigos, como a iguales, aunque evidentemente no lo éramos; nos contaba anécdotas, historias, nos leía fragmentos de novelas. Una de las primeras que nos recomendó fue “Tiempo de silencio” y luego “El gran momento de Mary Tribune” lo que nos trajo quince días después a García Hortelano, otro escritor atípico y entrañable, amante del alcohol y de las noches, conocedor de una vida madrileña de los cincuenta y primeros sesenta quizá ya olvidada, pero que permanece fresca y viva en los diálogos memorables de esa novela, donde parece que puede tocarse con las manos.
Y así seguimos, noche a noche: “Ultimas tardes con Teresa”, pero no vino Marsé, “Señas de identidad”, pero no vino Juan Goytisolo, “Recuento” pero sí vino Luis Goytisolo, que era tímido y se comunicaba mal en persona, pero que nos contó con suma amabilidad, creo que sentado en el suelo, su titánico esfuerzo de diseño de la tetralogía a la que pertenece esa novela (“Antagonía”), mientras estuvo en la cárcel. Lo mejor es que a veces las despedidas se prolongaban un rato más, a veces acompañándolo al taxi, y nos quedábamos charlando con él unos pocos, de cosas que se me han olvidado pero que de alguna manera me han acompañado siempre. La sensación de haber estado allí, de haber conocido a escritores de verdad, de haberlos oído bromear, beber café, opinar mucho de todo y de todos, reírse o ser un poco malignos. Algo bastante importante en cierta época de la vida cuando te gusta escribir y tras el rastro de la literatura se busca también un cierto tipo de vida, de gestos, de relaciones.
También aceptó estar de jurado en un concurso de cuentos y poemas que organizamos, con Jesús Fernández Santos y Elena Soriano, y que curiosamente ganó Nino Velasco otro personaje excéntrico y talentoso que pasó por Ciudad Real unos años. Recuerdo que se tomó aquello con la misma seriedad que si hubiera sido jurado de un premio importante, lo que era congruente con todo lo anterior, con una pedagogía en la que parecía creer de veras y que practicaba con naturalidad.
Luego lo volví a ver tres o cuatro veces a lo largo de los años. Una tras una conferencia que impartió sobre el vino, en Ciudad Real, y que organizaba un viejo amigo de aquella época de Madrid. Recuerdo lo elocuente que fue defendiendo una forma mediterránea de beber, justo lo necesario para aumentar unos puntos la intensidad del ánimo e iluminar la vida, no como en la cultura anglosajona donde se beben compulsivamente alcoholes muy fuertes, para mitigar un sentimiento de culpa que no saben quitarse de otra forma de encima. Al final al sol, como sabía que era médico, me preguntó por el pronóstico del cáncer de pulmón, que le acababan de diagnosticar hacía algunos meses a su amigo Juan García Hortelano. Noté en su voz esa melancolía tibia que adquirimos los hombres cuando pasamos de cierta edad, cuando ya se admite que hay que decir “adiós a todo eso” y en su caso, sobre todo, a ser el hombre de acción que tanto le había gustado ser; cuando se comienzan a morir los amigos y van desapareciendo, también con ellos, partes de nuestra propia memoria.
Por suerte ha seguido viviendo veinte años después de aquello. Lo volví a a ver hace un par de años, en un recital poético, pero ya no me acerqué a saludarle, quizá porque temía que se hubiera olvidado de mí y sobre todo porque le rodeaba mucha gente, desconocida y pensé que no iba a haber tiempo de hablar de nada. Le oí recitar sus poemas con esa voz tan tensa y rotunda, como queriendo resistir al tiempo y queriendo mantener, todavía en alto, algunas banderas muy queridas. Supuse que seguiría bebiendo jerez, indignándose con lo que ve y no le gusta, añorando amores y la tierra que tanto amaba: el coto de Doñana. El ámbito que describe de forma memorable en “Ágata ojo de gato”, otro libro que leímos en aquellos tiempos.
Así que me he alegrado mucho que le den el Premio Cervantes. Se lo merece por muchos motivos, literarios principalmente. Pero sobre todo porque ha sido también la imagen vital de un escritor admirable, auténtico, y también un gran divulgador de la literatura en su dimensión más profunda. Un tipo que cambió mi vida quizá sin saberlo y que me ha acompañado siempre. Beberé una copa de jerez a su salud mientras releo fragmentos de algunos de sus libros, que siempre tengo por aquí cerca.
En mi opinión es un autor grande, que sin embargo no ha tenido la trascendencia pública, social, cultural… que se merecía. Pero enhorabuena por el artículo y por difundir la figura de este personaje un tanto atípico, genial y poco conocido.
Lo que me pregunto es cómo, con tan ilusionantes relaciones, no escribiste la novela propia… O si lo hiciste, y tienes secretos sentimentales negro sobre blanco en un recóndito cajón?
(Ese “sI” con una tilde que el chisme móvil no me permite…)