Algunas voces parecen mostrar varias dimensiones en cada escucha. Más allá del sonido y de la textura de la voz, disfrutar del fraseo, de la cadencia y el ritmo en determinados cantantes permite levantar rápidamente un escenario a nuestro alrededor. Estemos donde estemos mientras le damos al play. Eso es lo que ocurre con Billie Holiday. Su voz rota, que imaginamos calentada por un whisky, y la sensualidad con la que afronta cada frase nos dejan asomarnos a sus ojos entrecerrados, disfrutar de la manera en la que acaricia el micrófono y acerca sus labios a él, para que ninguna de las notas se pierda en el leve espacio de aire que los separa. Podemos imaginar que estamos en un viejo club, a finales de los 30, en pleno Harlem neoyorkino, repleto de humo. Una niebla que hace muy sencillo percibir solo lo mejor de quien tenemos al lado, su cercanía, y dejarnos llevar por las sensaciones que llegan desde el escenario.
Holiday, desde esa altura, por encima de las cabezas de quienes se quedaban enredados en su voz, probablemente olvidaba una vida complicada: una infancia difícil con una madre adolescente a cuestas; múltiples relaciones tóxicas y una fidelidad eterna a la marihuana, el alcohol y la heroína, que fue finalmente la que se la llevó.
Queda claro que casi siempre es posible encontrar belleza y transmitirla con pasión, aunque lo que nos rodee no sea precisamente el paraíso. Ese lugar en el que, pese a todo, no pasa un día en que no estemos al menos un instante, como creía Borges. Instantes eternos como los 3 minutos y 32 segundos que dura este I,m a fool to want you.
Y yo que estoy convencido de que esta mujer nunca escapaba de su infierno… ni del suyo, ni del de los demás.
Es por esto que las personas como ella mueren pronto. Nadie llega a viejo en el centro del infierno… nadie llora como si cantara… a no ser que se lleve al demonio dentro.