A veces precisamos “convalecer“, restaurarnos y comenzar de nuevo, dar tiempo a nuestro organismo para que cierre las heridas que el vivir y los años producen en sus células, en sus sensaciones. Convalecer trae imágenes de Sanatorios lejanos, de tumbonas con mantas de cuadros, al primer sol de la tarde, que miran a sierras verdes de cumbres nevadas. Cuando la tuberculosis, para mejorar, parecía precisar paréntesis muy largos, vidas aplazadas, suspendidas un tiempo en la juventud, al borde mismo de la muerte. En ocasiones esa experiencia creó una sentimentalidad, un forma de anhelar, de crear, incluso de amar de otra manera.
Ahora parece que no hay tiempo para nada. El trabajo se lo lleva todo por delante pero también el ocio, un tiempo al que se diluye con multitud de actividades casi obligatorias que hace mucho que dejaron de ser apetitosas o quizá nunca lo fueron, porque no tenían nada que ver con nosotros. Las semanas pasan como días y el año se precipita cada vez más rápido, sin dar tiempo a acariciar su ritmo, a sentir el murmullo, las huellas de su paso que tanto pueden enriquecernos.
El oficio fundamental de un médico de familia, un arte lleno de incertidumbre aún en estos tiempos, es discriminar ante los síntomas que una persona le relata, cuales hay que investigar porque pueden corresponder a una enfermedad, de los que sólo son el resultado pasajero de estados corporales no patológicos, generalmente muy relacionados con la edad o el estilo de vida. El cuerpo se expresa, se tensa, duele, se restaura. A veces es mejor esperar y observar. Descansar de verdad y ver que pasa, establecer nuevos relatos con lo que nos rodea y coger impulso. Convalecer. No hay que estudiarlo todo ni con todos los recursos posibles. Ese es un nuevo modo de iatrogenia, cada vez más frecuente, que lleva a desconfiar de la medicina científica porque quizá no es un asunto de su competencia, ni es bueno que lo sea.
Pero parece que existe la obligación de sentirse siempre sanos, cualquier síntoma da miedo y hay que eliminarlo muy deprisa, descontextualizarlo, medicalizarlo, perseguirlo con pruebas muy sofisticadas y medicinas milagrosas. Cosa que, sin duda, con algunos hay que hacer algunas veces. Pero no con todos los que nos van acompañando con los años y que pueden depender del cansancio, del malvivir, de sentirnos incómodos en el relato que hacemos del mundo.
Seguimos necesitando saber convalecer y quizá no sólo como individuos. También las sociedades tienen que saber hacerlo, para salir de algunos estados de postración y peligro en que a veces se encuentran, con algunas lecciones aprendidas bien aprendidas…
“La convalecencia es el periodo de tiempo necesario para que el organismo se recupere después de haber sufrido una enfermedad. Se trata de un concepto hipocrático que tuvo su apogeo durante el siglo XIX y el XX, con instituciones propias, casas de reposo, balnearios, etc, sobre todo a partir de enfermedades infecciosas como la tuberculosis una verdadera pandemia en esa época. Aunque convalecer se aplica no solamente a las enfermedades infecciosas sino también a intervenciones quirúrgicas o a accidentes puede definirse como el tiempo necesario para recobrar la salud -la restitutio ad integrum- después de una enfermedad.
El concepto de convalecencia está unido al concepto de vix medicatrix, es la espera necesaria para que el organismo supere una enfermedad y se restablezca de ella por sus propios medios, usualmente porque se carecía de tratamientos. De manera que convalecer en origen era el subproducto de una carencia de tratamientos efectivos o de un cirugia que minimizara los riesgos quirurgicos.
Si reflexiono sobre este concepto es a raiz de una serie de conversaciones que he tenido recientemente sobre una cuestión adherida a la anterior: el tiempo de reposo. ¿Reposamos lo suficiente’¿Sabemos descansar?”
Francisco Traver “Convalencientes” en “Neurociencia Neurocultura”
“Dos jornadas de viaje alejan al hombre —y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia— de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera.
Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.
¿Iatrogenía o medicalización? Ya Ivan Ilich trabó la paradoja de las sociedades crecientemente medicalizadas, que no impiden el proceso de una enfermedad creciente, pese a las mejoras de gestión sanitaria y al avance de la investigación. ¿Será que Sanidad y Salud divergen en sus objetivos? Por lo demás, queda todo el proceso de relatar la enfermedad como objetivo literario: desde Fritz Hörn a Susang Sontag, desde Mann a Proust.
Por ello, resulta relevante el alto numero de médicos pasados a la literatura: Chejov, Baroja, Rabelais, Celine, Conan Doyle, Döblin, Martín Santos, Freud, Castilla del Pino, Marañón, Miguel Torga, Lobo Antunes, John Keats, Bulgakov o Somerset Maugham.