Quizá sea en la adolescencia, esa edad donde se levantan las grandes pasiones y cuando el mundo parece tan nuevo, donde sea más importante que exista la posibilidad de que se abran puertas al pasado; que haya puntos de relativización y también de apoyo; que se produzcan vinculaciones emocionales con los que vivieron en tiempos lejanos y sin embargo se parecían tanto a nosotros que fueron capaces de describir las mismas sensaciones o cometer parecidos errores o llegar muy lejos cuando no lo esperaban.
El pasado es un mar inmenso que puede anegarnos pero en el que tenemos que aprender a navegar porque siempre forma parte, de alguna manera, del mar del presente. Un mar que permite muy distintas travesías, que siempre tendrá movimiento y en el que es importante no dejarse engañar por cantos de sirena, plantearse sus relatos como hipótesis que precisan pruebas, descubrir lo que ya fracasó aunque tuviera elocuentes argumentos, las apariencias que engañan y las que nunca lo harán porque forman parte de una sabiduría auténtica que trasciende el tiempo.
Conectar con los hombros de los gigantes que nos sustentan…
“(…) Parece que el objetivo sea que las nuevas generaciones sólo tengan información (más que conocimientos) sobre su presente y su mundo; que desconozcan lo que ha llevado a cabo, pensado y escrito la humanidad con anterioridad, lo que ha descubierto e inventado. “Conocer todo eso es inútil”, se afirma; “no ayuda a encontrar trabajo, no sirve para ganarse la vida ni aporta nada práctico a la sociedad. Lo pasado es inerte, una rémora, un lastre. Acabemos pues con ello y dejemos de perder el tiempo”.
¿De veras se cree así? No sé, para mí el pasado siempre ha sido tranquilizador. Entre otras cosas, porque ya es pasado y no nos puede causar zozobra, o sólo al modo de las ficciones; porque, pese a las dificultades y catástrofes, no nos ha impedido llegar hasta aquí, lo cual nos ayuda a pensar que de todo se sale y que casi todo se supera, antes o después. Con incontables bajas y estropicios, desde luego, pero también con supervivientes que permiten la continuidad. En aquello a lo que dedico mis horas, saber que antes de mí estuvo una pléyade de autores mejores, que perfeccionaron las lenguas, que se afanaron por contar lo mismo que se ha contado siempre, pero de maneras innovadoras y adecuadas a sus respectivas épocas, me sirve para tener un asidero y cierta justificación, para ver cierto sentido a lo que hago; para pensar, vana y optimistamente, que alguien puede entender mejor el funcionamiento del mundo y la condición humana, complejos y contradictorios, como los he entendido yo en Cervantes y Montaigne, en Conrad y Rilke, en Darwin y Freud, en Nietzsche y en Runciman y en Tácito y Tucídides y Platón. Imaginar que mis educadores me hubieran privado de ello, que me hubieran transmitido la idea de que “eso no importa ni nos va a valer de nada en nuestras vidas”, me crea una sensación de desamparo y angustia y radical empobrecimiento, de falta de suelo bajo mis pies, que a nadie le desearía. Y aún menos a los niños y jóvenes, cuyos pasos son siempre frágiles y titubeantes. Y sin embargo es a eso, a ese brutal desamparo, a lo que los están condenando los crueles zopencos que hoy diseñan y dictan nuestra educación.”
JAVIER MARÍAS “En favor del pasado”
Cuenta la leyenda que Newton, que era huraño, misántropo y prácticamente anti-social, sólo se rió una vez, a carcajadas. Fue siendo joven, cuando a la asombrosa edad de veintipocos años ya tenía dominada y sobrepasada en solitario toda la ciencia de su tiempo. Un compañero del college de Cambridge le dijo que era del todo inútil estudiar a ese vejestorio de Euclides y su geometría. Ya digo: a carcajadas…