Eco y el Laberinto.

“En las letras de la rosa está la rosa”,

Jorge Luís Borges, ‘El golem‘.

 

También podemos tener visiones de libros aún no escritos“.

Umberto Eco, ‘El  nombre de la rosa’, página 11.

 

 

En un reciente trabajo sobre el Campo de retamas’ y a propósito de  Rafael Sánchez Ferlosio, escribe José Ángel González Sainz: “Como algunas veces los políticos, algunos escritores, conscientes de la diferencia de envergadura y de índole de la obra que se disponen a emprender, han estampado en sus primeros escritos las características fundamentales de la naturaleza de su empeño. Lo hizo Hitler, si se me permite el mal gusto de traerlo a colación, con Mein Kampf; y lo hizo también Juan Benet, ya en este caso traído muy al pelo (los esfuerzos literarios de Benet y Ferlosio se parecen mucho más de lo que les parece a muchos), con La inspiración y el estilo. En esas obras primerizas anticiparon casi al dedillo lo que iban a hacer después. También, si bien se mira, lo especificó Ferlosio en su lejano primer artículo en ABC”. ¡Anticipar toda una obra, en un artículo del ‘querido diario monárquico’! Ahí es poca cosa, y todo por la primacía de la lengua que va por delante de los acontecimientos que se van a narrar o que serán narrados. Y es que hay una probabilidad cierta, en el mundo de la creación literaria, y es el carácter anticipador de algunas obras y trabajos respecto a los que vendrán después.

Y algo así, del carácter anticipador de unos trabajos sobre todos los venideros después, pienso ahora valorando los trabajos primeros de Umberto Eco (Alessandria 1932-Milán 2016). Algo de eso pienso ahora sobre Eco, releyendo alguna piezas tempranas, donde no sólo todo estaba dicho, sino que estaba ya anticipado y prefigurado. Ese carácter de presentación del programa venidero, no sé si fijarlo en la canónica, por excelente ‘Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas‘ (1965, edición española de 1968); o reservarlo a la piezas más singular y temprana de ‘Obra abierta(1962, edición española de 1965).

 

 

Y ese es otro lugar común, el de que una obra de éxito relativo, como fuera ‘Apocalípticos e integrados’ había ocultado en parte al anterior trabajo editado por Umberto Eco, como ‘Obra abierta’ que contaba con el revelador subtítulo ‘Forma e indeterminación en el arte contemporáneo’. Trabajo que anticipaba intereses que serían desarrollados en los años y estudios siguientes, y trabajo en el que se visualizaban propuestas de ‘Teoría de la información’ (de Benedetto Croce a John Dewey) con el revelador estudio sobre la poética de James Joyce, desde el prisma de la ‘Summa Teológica’ aquiniana, y que visualizaban en parte, los intereses del movimiento de vanguardia literaria Gruppo 63 en el que se integraría Eco. De Aquino a la literatura, pasando por Joyce, sería parte del programa esbozado ya en 1962. Y esa mixtura de Tomás de Aquino a Joyce era por tanto, un barrunto de la dualidad de miradas y de la dualidad de intereses, y suponía de hecho la aplicación de cierta teoría del Collage Pop a los interese culturales de la High Culture.

Dando, por lo tanto ya Eco, en  esos primeros trabajos, las pistas de los desarrollos venideros en sus intereses: entre la Teoría del Arte, su comunicación y su significación; y sobre la sociedad de masas y su organización cultural en el alto-capitalismo. Y en donde de manera temprana, indagaba en el segundo texto cronológicamente citado, sobre los efectos advertidos en la llamada ya como ‘cultura de masas‘, donde se daban la mano fenómenos de estetización y de estilismo creciente, con la impostación del más imponente y campanudo kitsch. Cultura de masas, que contaba con los puntos centrales previos teorizados por Herbert Marshall McLuhan  (‘La galaxia Gutenberg’) y por Daniell Bell (‘Las contradicciones culturales del capitalismo’), y que advertían tanto de las innovaciones técnicas informativas que llegaban a la sociedad del primer bienestar, veinte años después del final de la Guerra Mundial y superada la Guerra Fría; como de la aparición de un nuevo continente de comunicación y reivindicación: desde la música Pop, al Comic, desde los Nuevos Movimientos Sociales a la minifalda de Mary Quant, desde la comunicación eléctrica y electrónica propiciada por la expansiva experiencia televisiva a las miradas fluorescentes de Andy Warhol.

 

De todo ello, Eco verificaba un cierre memorable en las últimas páginas del trabajo ‘Apocalípticos e integrados’ bajo la denominación del ‘Cogitus interruptus‘. ¿Había pensamiento a estas alturas del discurso? o ¿sólo restaba la gestualidad del cuerpo tatuado por flores hippies y por artificios diversos de la Sociedad de Consumo. Epígrafe en el que realizaba una relación comparativa y conflictiva, entre los trabajos, del apocalíptico Hans Sedlmayr La pérdida del centro’ y del integrado Marshall McLuhan ‘Understandig Media’. Y en el que se visualizaba mejor su voz personal, que ya se había desplegado en 1963 con el ‘Diario mínimo’, que tendría un tardía continuación en 1992 con el ‘Segundo diario mínimo’.

Y este es el perfil sostenido por Eco, profesor de Estética, teórico de la comunicación, semiólogo relevante, analista de las nuevas realidades artísticas y tratadista de varios saberes, durante cerca de veinte años, los que van desde su tesis temprana sobre  ‘El problema estético en Santo Tomás’ (1956), a su inmersión en las caudalosas aguas de la ficción de éxito. El rigor metodológico de ‘La estructura ausente. Introducción a la semiótica’ (1968), sus pausados consejos en ‘¿Cómo se hace un tesis?‘ (1977) o el relevante análisis en ‘El superhombre de masas‘(1978), fijaban ya parte de ese recorrido, desde la Teoría Estética, a la socialización del gusto, de la mano de la tripleta del ‘Highcult’, del ‘Midcult’ y del ‘Lowcult’.

 

 

Y así por esas sendas académicas y doctas transita ‘il professore’, hasta que en 1980, publica en Italia (la edición española llegaría en 1982) una llamativa novela ‘El nombre de la rosa’, donde organiza una pieza policiaca en plena Edad Media, con homenajes evidentes, que le lanzaría al estrellato de los denostados ‘Mass media’, y a los escaparates del conocimiento social. Y a partir de este momento, se marcaría la inflexión del profesor de Bolonia y de  Turín, al de un novelista de éxito sorprendente. Tan sorprendente ese éxito sobrevenido, que el mismo Eco, se vio forzado y obligado tres años más tarde, a practicar unas ‘Apostillas al nombre de la rosa’. Donde entre otras cuestiones, al margen de algunas anotaciones y aclaraciones textuales, daba cuenta de. forma indirecta, de su estupor ante el éxito desmedido. Y se veía forzado a teorizar y reflexionar sobre su propia trayectoria creativa, lo que antes había teorizado sobre el conjunto de la Sociedad de masas, de los ‘Mass media’ y del ‘Lowcult‘.

Aunque en ese viaje de la ‘Obra abierta’ a ‘El nombre de la rosa’ hay otras cuestiones relevantes, que permiten captar el sentido de la introducción de este texto, al fijar la visión  de ‘los libros no escritos’. O bien Eco es ‘il professore’ de semiótica y de la Teoría del Arte, seducido por la ficción que se desparrama desde 1980, y que por ello pierde pie y se adentra en otra concepción del conocimiento y su difusión; o bien todo el desarrollo postrero de su  obra, ficciones incluidas, está contenido desde sus iniciales estudios sobre Santo Tomás de Aquino y la ‘Summa Teologica’, como la semilla contiene al árbol venidero. Aunque, conviene subrayar que los aspectos recogidos por Eco en su tesis doctoral de 1956, sobre ‘El doctor angélico’, lo son, llamativamente, de problemas de Estética, que no de problemas de Teología, que fueron los centrales de la obra y de la voluntad reflexiva de Aquino en el siglo XIII. Pero ello no es óbice para visualizar el retorno del santo de Aquino a las páginas de Eco, revestido ya por los atributos de la ficción, como ocurriera en 1980 con ‘El nombre de la rosa’. Pese a que el desplazamiento del protagonismo del santo gravite en otras órdenes religiosas diferentes, franciscanos y benedictinos, y se constituya, de forma visible, la analogía de la obra magna de la Teología medieval con el denominado ‘Edificio‘.

 

 

Una pieza saliente o salediza, que remata la estructura conventual en los alto de los riscos septentrionales, y que aloja con severidad imponente a la gran Biblioteca de la Abadía.  Estructura conventual, que verifica una alteración significativa en su representación. Es frecuente, por no decir preciso, que las cartografías y planimetrías (al menos en el hemisferio Norte y desde que hay hábitos geográficos) se muestren a la vista del espectador, con el Norte en el borde superior del papel, lienzo, portulano o plano; quedando los demás puntos cardinales ordenados por esa prevalencia del Norte arriba. Eco o su cartógrafo, manifiesta su desdén a esa norma, y opta por situar arriba, en el borde superior de la hoja el Este, que es el punto del horizonte por donde se practica la entrada al complejo conventual. De igual forma que es el Sol Naciente o Levante, la referencia cardinal de la Iglesia. Que por ello, se organiza programáticamente en un eje perfecto de Este a Oeste. La otra contravención llamativa, es que la organización de las dependencias conventuales, adosadas a los bordes de Mediodía y del Poniente, carecen de leyenda. Aparecen rotuladas todas las dependencias, como Baños y Herrería, pero solo algunas de las piezas rotuladas cuentan con explicación en la correspondiente leyenda. Cosa diferente a la distribución advertida en la Biblioteca: todas sus piezas, cuartos, meandros y dependencias cuenta con rotulación propia, aunque ignoremos el contenido de los libros que puedan albergar.

Biblioteca que cuenta con un programa planimétrico que esconde una gran complejidad interna, tanto de recorrido como de lectura, pese a la claridad aparente de su exterior y en contraste con la claridad organizativa del recinto entero; donde los torreones heptagonales, que cerraban los vértices del octógono mayor, apuntaban a los cuatro puntos cardinales y componían ya en su  interior, una suerte de recorrido por las geografías conocidas en el siglo XIII; de forma que “La biblioteca estaba realmente construida y distribuida a imagen del orbe terráqueo“. Aunque los anclajes y relaciones con el exterior, quedan amortiguados, al omitirse la representación de puertas, ventanas y escaleras. como si todo en ella aspirase a una suerte de ‘esencialidad interior’.

 

 

Por ello es posible identificar la solemnidad de la Biblioteca con el llamado ‘misterio del laberinto’; y por eso mismo Adso de Melk puede afirmar que “El misterio del laberinto nos ha resultado más fácil  de aclarar desde fuera que desde dentro” (página 390). El carácter central de la Biblioteca, como sede del conocimiento posible, debe tener no sólo su reflejo arquitectónico, sino también su esquema dispositivo y distributivo. Y así es como recoge Panofsky su lectura del corpus teológico. “El conjunto está dividido en partes que, como la segunda parte de la ‘Summa Theologiae’  de Tomas de  Aquino, pueden estar divididas en partes más pequeñas, las partes a su vez en membra, quaestiones o distinctiones y estas en articuli“. Ese esquema lógico de partes que se subdividen y segregan, es el reflejo constructivo adoptado en el seno del ‘Edificio‘, recorrido por saberes que se articulan y se prolongan, se dividen y segregan, en secciones, apartados y subsecciones.

Haciendo Eco con ello, una prolongación de la pretensión desarrollada por el citado Erwin Panofsky en su trabajo ‘Arquitectura gótica y pensamiento escolástico‘. Donde podemos leer que: “Es muy probable que los constructores de los edificios góticos hayan leído a Gilberto de la Porrée y a Tomas de Aquino en sus textos originales. Pero además estaban inmersos en la doctrina escolástica de mil otro modos, independientemente de que su actividad los pusiese en contacto con quienes ideaban los programas litúrgicos e iconográficos“. De igual forma que el trabajo desplegado en ‘El nombre de la rosa’ no habría sido posible sin la fundamentación previa del estudio de la tomística y del credo medieval por parte del escritor alessandrino.

 

 

Y esta es la hipótesis que yo llamo la del laberinto en Umberto Eco. Ya sabemos que la definición de laberinto del DRAE es tanto “El lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir al que se adentra en él, de modo que no pueda acertar con la salida“; como “la composición poética hecha de manera que los versos puedan ser leídos al derecho y al revés y de otras formas, sin que dejen de formar cadencia y sentido“. Y ambas dos concepciones nos interesan, por recoger la idea de laberinto como ‘cosa artificiosa‘ y no tomada del natural; aunque ello no impida que determinadas formaciones boscosas, geológicas y naturales puedan ser tomadas como ‘cosa laberíntica‘.

Pero lo que conviene a nuestros fines es tanto el primer sentido de ‘producir pérdida o extravío en un tercero’ que se adentra en ese lugar complejo; como la posibilidad de organizar una composición poética, de forma palindrómica o de otra cualquiera manera y que predica por ello, múltiples lecturas sin pérdida de sentido. Cuestión esta de las lecturas posibles, plurales y diversas que limita y finaliza en el referente global de la ‘obra abierta’. Si la ‘Summa Teologica’, puede ser vista como un laberinto intelectual que no produce explicaciones suficientes y precisas del orden natural o del divino, y que suscita múltiples lecturas, se entiende que sólo puede ser leída como una obra de Estética y no como una obra de Teología.

 

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Por ello, ¿proseguir una obra académica, de interés reducido y de efectos limitados? O ¿por contra diluir los altos saberes en formas populares de conocimiento, que señalan la eficacia del mismo, al tiempo que marca la dificultad de su profundización? Doble interés pues, por la filosofía medieval y sus problemas de representación; y por la incorporación de un legado libresco al torrente de los saberes populares de mediados de los años sesenta. Doble interés compartido por Tomás de Aquino y por Jorge Luís  Borges. Este último es autor de un relato denominado ‘La biblioteca de Babel,’  aparecido en ‘El jardín de senderos que se bifurcan’ (1941), y que fija varias coincidencias entre la Biblioteca de la Abadía, y la biblioteca que Borges describe en su historia: no sólo en su estructura laberíntica, fragmentada y prolija, sino en la  presencia titubeante de espejos y sombras. Y es que el espejo es un motivo recurrente en la obra de Borges, de igual forma que sirvió a Eco para denominar un cuerpo de ensayos así llamado ‘De los espejos y otros ensayos’ (1985). Igual que, esa anotación del espejo, la hace Eco en la Introducción de ‘El nombre de la rosa’ y llamada ‘Naturalmente un manuscrito’, al fijar en Buenos Aires, y en 1970, el hallazgo de la obra ‘Del uso de espejos en el juego del ajedrez’ de Milo Temesvar. Obra que según cita “ya había tenido ocasión de citar (de segunda mano) en mi ‘Apocalípticos e integrados’, al referirme a otra obra suya posterior ‘Los vendedores de Apocalipsis’“.

 

El nombre de la rosa Guillermo y torre

 

Lo más sorprendente de esa referencia cruzada y de segunda mano, es que procede -dice Eco- del padre Athanasius Kircher, autor del ‘Ars magna lucis et umbrae’. Y autor Kircher, sobre todo aunque Eco no lo cite, de una iconográfica visión extraordinaria de la Torre de Babel y de la primera ‘Cámara oscura‘, como anticipo de una técnica prodigiosa de la luz y de su opuesto, que revolucionaría la mirada y  la memoria, ya en el siglo XIX. Un texto del claroscuro barroco del XVII el del jesuita Kircher, ‘Gran arte de luz y sombra’ que no  deja de ser por ello, un Arte Ilusorio de lo Visible y Arte ilusorio de lo Representable. De lo que se vive y de lo que se escribe. Incluso de una metáfora de la gran confusión babélica.

Como ocurre en las dependencias de la Biblioteca: Habitaciones que son espejos, espejos que camuflan piezas selladas, espejos sólo son reflejos quietos y polvorientos como  “la idea es signo de las cosas“, incluso con los “Idolum como imagen del espejo“, y por ello prosigue el recuento de “el ‘eidolon’ [que] es tanto la imagen como espectro“. También los espejos como “libros mentirosos” y los libros como espejos de la vida misma. Como la Babel misma del conocimiento imposible de toda Biblioteca que sobrevive a los autores que cobija. Aunque Borges abomine, consecuentemente, de los espejos, que tienden a prolongar la especie humana y  a dividir su reflejo, como la progenie queda prolongada por el coito reporductivo. Y prefiera, por ello, la identidad del saber de la Biblioteca. Pero ¿un libro no es una suerte de espejo, como quería Stendhal de la novela? Y si ello fuera así, ¿que podríamos decir y qué podríamos ver?

Un espejo aún, que permite la liberalidad de escribir y firmar el preliminar de la novela, ‘Naturalmente un manuscrito’ no sólo en clave quijotesca del manuscrito encontrado, interpretado y perdido, sino enigmáticamente firmado el mismo día del nacimiento del autor Umberto Eco, cuarenta y ocho años más tarde, un 5 de enero de 1980. Como recuerdo del espejo del nacimiento, otro 5 de enero de 1932.

 

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